13 de noviembre de 2006

La fábrica del consentimiento

«La fábrica del consentimiento»

Nota de MIS-XXI

Con frecuencia confundimos opinión pública con la opinión de todo el mundo. Cuando un medio de comunicación dice que “según la opinión pública” tal cosa es así o asá, damos cierto que esa cosa es como es porque todo el mundo (la opinión pública) la ve así.

Pero el término ‘opinión pública’ ha sido confeccionado inconscientemente por los periodistas para ahorrarse explicaciones sobre las informaciones que suministran a la gente.

Parecería necesario, entonces, que empezáramos por diferenciar qué es opinión pública y qué es opinión popular.

De momento, y en gracia de discusión, podría decirse que opinión pública es aquella que tienen ciertas personas con acceso a los medios de comunicación y, por supuesto, con capacidades intelectuales para describir o narrar los hechos de manera sintáctica, objetiva o subjetivamente, según se trate de una información o de una opinión; y opinión popular es aquella que tiene la gente del mundo en que vive y le rodea.

El tema amerita una mayor discusión científica porque, ocurre con frecuencia que nos dejemos influenciar por la opinión pública a expensas de la opinión popular.

Mientras llega el momento de esa discusión, el Movimiento de Integración Social (MIS-XXI) recomienda este artículo de Raphaël Meyssan, publicado por Voltairenet.org que ilustra de manera brillante la trampa semántica que se nos ha tendido entre libertad de información y libertad de expresión, algo que, por demás, llevó a que la Corte Constitucional de Colombia, con ponencia del entonces magistrado, Carlos Gaviria, declara inexequible la tarje profesional de periodista.

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Libertad de información contra libertad de expresión

por Raphaël Meyssan

Idealmente, se percibe a la prensa como un contrapoder y se le acusa de no realizar su trabajo crítico y fabricar el consentimiento en torno a los poderes. La crítica tradicional de los medios estima que ahí está la mano de algunos grandes grupos económicos. Pero se puede pensar que el punto de bloqueo es más profundo: reside en la noción misma de «información». Ese término, utilizado con frecuencia, lleva en sí un punto de vista filosófico y una manera de ser en el mundo. La ideología de la información se ha convertido en un instrumento de consentimiento y de sometimiento de las poblaciones.

Contrariamente a lo que parece, la libertad de información es una noción opuesta a la libertad de expresión. La primera consiste en difundir algo conocido y seguro. La segunda en presentar públicamente una visión personal. La libertad de información presupone una verdad objetiva, la libertad de expresión implica que esa verdad lleva a la relación que mantenemos con algo y no a ese propio algo.

El sistema de la objetividad / subjetividad

Lo que llamamos «información» se presenta como un término técnico: se trata de un dato sobre algo. Ese dato para nosotros tiene un carácter científico: debe ser exacto. Una información puede ser verdadera o falsa. Cuando se presentan dos informaciones contradictorias, una debe dar paso a la otra: «No es posible decirlo todo y lo contrario.» Sin embargo, las informaciones que tenemos sobre algo pueden estar incompletas, pero una información en sí misma no puede estar incompleta. Es un dato conocido y seguro que puede completarse con otros datos.

Para describir algo, un acontecimiento, un hecho, debemos suministrar informaciones objetivas al respecto. Ciertamente, nos es difícil escapar a nuestra subjetividad, pero a pesar de todo se debe buscar, con el máximo de fuerza y de honestidad, la objetividad: entrecruzando los diferentes puntos de vista subjetivos y abstrayéndonos, en lo posible, de nuestras propias opiniones. Por ende, la objetividad es un ideal, inaccesible, pero hacia el cual tenemos que tender con tenacidad.

De ese modo, la objetividad es la noción fundamental que acompaña a la información. Si podemos proporcionar informaciones objetivas sobre un hecho, es porque el hecho es objetivo. Un hecho objetivo no necesita de nosotros para existir, existe fuera de cualquier relación que podamos tener con él. Ese hecho se nos dio para observarlo.

La lógica aparente de todo esto no debe suprimir el debate filosófico sobre la objetividad. Con frecuencia, ese debate se vincula con la cuestión de la subjetividad. Estamos de acuerdo en que no es posible conocer un hecho de manera objetiva y en que debemos admitir y dar a conocer la subjetividad con la que lo conocemos. Pero entonces, la subjetividad aparece como la crítica que la objetividad acepta hacerse a sí misma. Se sitúa en el mismo sistema de pensamiento. La objetividad afirma que las cosas están en sí mismas.

La crítica subjetiva es conveniente. Le basta con presentar un método de observación: todo depende del punto de vista con que se mire; por consiguiente debemos decir desde donde hablamos y también, para acercarnos a la verdad objetiva, entrecruzar puntos de vista diferentes. Lo ideal de una verdad objetiva perdura. En su forma más fuerte, la crítica subjetiva hace que parezca imposible conocer esa verdad. En su forma más débil, se limita a dar una opinión, una opinión al respecto, sin ponerla en dudas: «Esto es lo que pienso de lo que todos conocen.» El debate filosófico sobre la información no se limita, por consiguiente, a afirmar subjetividades.

La relación y la cuestión de nuestro lugar en el mundo

Esta discusión de aparente buen sentido entre la objetividad y la subjetividad crea un impase sobre un elemento fundamental: la relación. Es cierto que quizás algo no necesite de mí para existir, pero si hablo del tema establezco una relación con él. En un momento determinado, en mi campo de percepción está al mínimo.

Precisamente porque tiene una relación conmigo hablo del tema, de lo contrario, ni siquiera lo conocería. Por otra parte, considero que es útil hablar del asunto porque pienso que eso que tengo en mi campo de percepción incide en mi vida, directa o indirectamente, física o intelectualmente, etc. La relación que mantengo con ese algo del que hablo es ahora el punto fundamental. Lo que diré sobre el tema hablará de nosotros, de la relación que existe entre el asunto y yo.

El debate sobre la objetividad de las cosas y el del punto de vista objetivo o subjetivo no tienen valor alguno si nos colocamos en el campo de la relación. Por el contrario, la cuestión de la relación aporta una claridad nueva sobre el uso de la noción de información y objetividad. Cuando pienso en términos de relación, me pregunto sobre la influencia que ese algo tiene sobre mí y a la inversa, sobre la que yo puedo tener sobre el asunto.

Cuando me sitúo en el sistema de la información y la objetividad, aprendo sobre algo y ese conocimiento, a priori, no tiene ninguna incidencia sobre mí, de igual modo no se plantea mi capacidad de acción. Por consiguiente, el pensamiento de la relación implica la interacción entre el mundo y yo: sondea la influencia, la determinación del mundo con respecto a mí y se interroga sobre mi capacidad de acción.

Pensar en términos de relación hace que aparezca la problemática de nuestro lugar en el mundo. Se percibe entonces que la palabra «información» no es un término técnico, sino una noción filosófica que lleva en sí misma una concepción del mundo. El giro de pensamiento objetivo implica un objeto de estudio. La objetividad supone la objetivización del mundo. Nosotros no vivimos ya en relación con el mundo, vivimos entre las cosas. Nuestra actividad no se piensa en términos de relaciones, sino de gestión de las cosas con respecto a las que conocemos.

De ese modo, el insensible desplazamiento que se produce de la libertad de expresión a la libertad de información es paralelo a la disminución de la capacidad de acción del ciudadano y a la aparición de la figura de gestor. Vemos el mundo como un conjunto de objetos, nuestra vida en el mundo consiste ahora en administrar los objetos. Y si todo lo percibimos como tal, aceptamos también ser transformados en objetos. El triste desencadenamiento del mundo surge entonces como el producto de la ideología de la objetividad. Periodistas, sociólogos y otros expertos objetivos trabajan en ese sentido.

La no posesión del mundo

Para la lógica de la información, la adquisición de los conocimientos es un fin en sí mismo. Es objeto de atención de todas las universidades y el objetivo de cualquier persona culta.

De ese modo, la formación de un periodista corresponde al aprendizaje de algunas técnicas del oficio y a la absorción de una «cultura general». La figura del sabio, que no existe en la sociedad de la información, es remplazada por la del hombre culto cuyo conocimiento enciclopédico produce admiración, pero mientras «la suma del conocimiento» se infla vertiginosamente, el ser humano pierde el vínculo con el mundo. De El Extranjero de Camus a los personajes de Kafka, la literatura es recorrida por un ser ajeno a su vida.

Perdido en un mundo incoherente y absurdo, lo observa, lo diseca, lo destruye y no encuentra en definitiva nada que lo una a él. El hombre enciclopédico no conoce la experiencia, le interesa todo pero no se implica en nada.

Así, el concepto de información conduce a nuestra desposesión consentida del mundo. A partir de ahí, ya no nos parece intolerable que otros vean la realidad por nosotros y nos digan como es: son simples técnicos que recepcionan y transmiten informaciones. Un periodista objetivo es un intermediario técnico. Sus opiniones no deben transparentarse para no crear interferencias entre nosotros y la información. Los medios no se perciben como mediadores entre nosotros y la realidad, sino como soportes de informaciones neutras. Y sin embargo, como vimos que la «información» no es un término técnico, el «medio» no es tampoco un soporte técnico.

Los medios no conocieron la revolución vivida por el cristianismo con la Reforma. Antes de la protesta de Martín Lutero, los sacerdotes eran percibidos como intermediarios naturales entre los creyentes y la realidad divina. Después de la Reforma, cada cual pudo leer y comprender la Biblia sin necesidad de una autoridad eclesiástica.

La prensa ha llevado a las poblaciones de las democracias a una situación anterior a la Reforma. Ya no es posible conocer la realidad sin la ayuda de un tercero. En la mente de cada cual, el periodista no es el que nos vincula con la realidad, sino alguien sin el cual es imposible conocerla.

Esta situación se justifica por la contradicción entre nuestra falta de tiempo o de medios y la sed de conocimientos que tenemos. Quisiéramos conocer lo que sucede de un extremo al otro del mundo, pero no disponemos de los medios para ir a esos lugares, tanto más cuanto que nos interesan otros temas. Pero ¿qué significa ese «interés»?

El interés se manifiesta hacia las cosas con las que no somos capaces de relacionarnos: no podemos ir al lugar, y no tenemos tiempo para dedicarle al asunto..., pero pretendemos que influya en nuestra vidas, incluso que podamos tener una influencia en el mismo.

¿Cómo puede ser posible? ¿Cómo podríamos actuar sobre algo que no podemos ni siquiera ver con nuestros propios ojos y con lo que no podemos relacionarnos? Delegando, por supuesto que sí. Confiamos una vez más en otros para que actúen por nosotros. Ya no son periodistas, cuya función se limita a reportar, sino, por ejemplo, políticos humanitarios o militares. De esa manera, actuamos por delegación sobre las cosas que conocemos por intermediarios.

Podríamos calificar nuestro margen de maniobras como sigue: consentimos en que se actúe a nuestro nombre según lo que otros nos han asegurado. La información no produce la acción sino el consentimiento.

Los intelectuales de los Estados Unidos Noam Chomsky y Edward S. Herman analizaron principalmente la fabricación del consentimiento por parte de la prensa como resultado del sistema económico (Manufacturing Consent, Pantheon Books, 1988. Éd. francesa: La Fabrique de l’opinion publique, Le Serpent à plumes, 2003). Además, la formación del consentimiento no es un derivado del periodismo de información, sino su propia función.

Que los diarios sean sometidos a firmas multinacionales y a anunciantes publicitarios poco importa. Fueron concebidos para informar y no pueden hacer otra cosa que fabricar consentimiento. Han constituido un proceder intelectual de sumisión a terceros. El hombre enciclopédico es ajeno a la acción.

Es receptáculo pasivo de informaciones abstractas. Como espectador educado, a veces no consiente y critica. Critica sin alcance, y su efecto es darle seguridad en sí mismo al propio espectador. El estado de espectáculo en que nos encontramos puede analizarse entonces como provocado por la ideología de la información.

Debemos tomar conciencia de las implicaciones fundamentales de la noción banal de «información». La ideología de la información implica un estado de ánimo, una manera de ser en el mundo: conocimiento abstracto, alejado de cualquier relación personal o colectiva; conversión del mundo en un simple objeto de estudio; gestión de las cosas; gestión de los seres reducidos al estado de cosas; pasividad en la adquisición del conocimiento; sumisión con respecto a terceros y delegación, también, de la capacidad de actuar sobre el mundo; estado de espectáculo; consentimiento; crítica de espectador; pasividad...

La salvaguarda de la ideología de la información es el método utilizado para mantener a los ciudadanos en el estado de espectadores que consienten o critican. No se puede llevar a cabo ninguna lucha democrática aceptando esa ideología que le es fundamentalmente opuesta. Para la democracia, la información -y por consiguiente «la libertad de información»- debe combatirse como ideología de servilismo. En su lugar, debemos defender la libertad de expresión que implica la relación, la acción, el compromiso.

Hablar del mundo no es un acto descriptivo, es una acción con resultados: no nos contentamos con decir algo tal como es, lo hacemos existir de una manera particular. La información, a través de una descripción seudo científica, reduce al mundo a una aparente objetividad. La expresión hace que el mundo exista para nosotros de mil maneras.

La libertad de expresión lleva a una realidad mucho más rica, más densa y más compleja que la instituida por la ideología de la información. Sobre todo, nos vuelve a dar un lugar en el mundo y hace que nuestra capacidad de acción sea efectiva.

Raphaël Meyssan

12 de noviembre de 2006

RETRATO DE UN FASCISTA

Al pan, pan

OCTAVIO QUINTERO

“Todo el debate menos insultos”, dijo el presidente Uribe a los periodistas, a manera de recriminación, cuando en rueda de prensa con el ex jefe del gobierno español. José Maria Aznar, uno de ellos le dijo que a él (a Aznar) se le tenía clasificado como un dirigente fascista.

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Con frecuencia se acusa al presidente Álvaro Uribe de fascista. La gente cree que esto es un insulto que ofende al Presidente. Yo creo que no. Nadie puede, o al menos no debiera enojarse porque le digan la verdad.

Así como dicen que a la gente hay que creerle lo que dice, también, y con más veras, hay que calificarlo por lo que hace.

Digamos que hoy en día nadie puede tildarse de fascista a la manera como lo fundó Mussolini; como nadie puede tildarse de capitalista a la manera como lo definió Adam Smith en la segunda mitad del siglo XVIII.

Hoy en día hablamos más bien de neofascismo y neoliberalismo. Los textos más modernos nos hablan de neofascistas que se identifican por actitudes xenófobas y racistas, como Bush, por ejemplo; o por la desinstitucionalización de los partidos políticos que representan la legalidad democrática.

Es probable que Uribe sea un xenófobo de tercer grado (persona hostil hacia los extranjeros), como todo buen antioqueño; o racista, quien quita. Pero de lo que sí podemos estar seguros es que ha emprendido una guerra sin cuartel contra los partidos tradicionales (liberal y conservador), que va ganando, a diferencia de la guerra que tiene que con las Farc.

No es casual que el presidente Uribe no tenga partido definido ni como candidato ni como gobernante. Las dos veces que ha llegado al poder lo ha hecho por un movimiento cívico que además de comprobarle su gran poder de convicción, atracción y carisma popular, propio de los fascistas, le deja buenos réditos en el bolsillo al no tener que compartir con nadie los miles de millones de pesos que le reconoce el Estado por voto registrado en las urnas.

Tan no tiene un partido definido que viniendo del Partido Liberal, y sin renunciar a él, lo que lo deja en principio siendo nominalmente liberal, encargó recientemente de la Presidencia a un conservador, ese sí de prusia hasta los pies vestido; y tan no es ni chicha ni limoná, que la coalición con que gobierna es una caterva de polítiqueros arribistas y resentidos, con perdón de los pocos a quienes pueda ofender, que en principio no los veo.

¿Que está acabando con el Partido Liberal?, es un hecho; y que está acabando ( o acabó) con el Partido Conservador es incuestionable al reducirle a un simple grupo de obsecuentes servidores huérfanos de ideología y hartos de burocracia.

En materia política, pues, Uribe es un neofascista de esos que surgieron entre las décadas de 1980 y 1990 en el mundo Occidental como legítimos sucesores avanzados del viejo Mussolini.

Tiene otros rasgos neofascistas que tampoco puede negar ni él ni nadie que con buen juicio lo juzgue.

Es autoritarista, una variante del totalitarismo fascista; y es un aventurero político que se hizo al poder y se consolidó en él haciéndole trampas a la Constitución para desde allí seguir destruyendo los elementos básicos sobre los que se asienta en Colombia el Estado Social de Derecho. Su última incursión es el zarpazo que manda contra las transferencias regionales.

Nos dirán entonces que no se puede tildar de fascista a un gobernante que en su última elección cuadriplicó en votos a su inmediato contendor.

Es que también estamos frente a una desfiguración conceptual de la democracia porque no basta que existan elecciones regulares para que por tal causa se pueda definir un sistema como auténticamente democrático. Sabemos, por ejemplo, que en la primera presidencia de Bush las elecciones las ganó Al Gore; que en la primera vuelta de las elecciones en Perú ganó Ollanta Humala y hoy gobierna Alán García y que, haciendo abstracción de esas ‘minucias’ electoreras, para que la esencia democrática se aprecie en lo profundo de un sistema se requieren, además, varias otras condiciones: prensa libre, un conjunto de valores compartidos; un mínimo respeto a los adversarios políticos y un inmaculado respeto a las instituciones y las leyes.

Sabemos que Uribe vapulea a las instituciones, empezando por las Fuerzas Armadas, el Congreso y la Justicia; que amedrenta a la prensa y que viola la Constitución como a cualquier protagonista de “Sin tetas no hay paraíso”.

Pero además, y finalmente, cuando un movimiento político como el de Uribe y sus secuaces, considera al orden existente como un blanco a destruir y piensa que todos sus oponentes son enemigos en los términos en que los definió su mastín José Obdulio, a quienes hay que aplastar, a unos por la fuerza de las armas y a otros por la fuerza del poder, no estamos en Colombia, como conclusión, ante un luchador democrático sino ante un ambicioso que se aferra al poder a como de lugar.

A este tipo de gobernantes, por su hechos, se les conoce como neofascistas, y punto.

oquinteroefe@yahoo.com

8 de octubre de 2006

EL MODELO PROPIO

OCTAVIO QUINTERO

El episodio de la industria cementera en Colombia, que en los dos últimos años ha bajado precios de las nubes a la tierra y los ha vuelto a elevar a las nubes, tan sólo por quebrar una pequeña cementera que se atrevió a trabajar con precios por debajo de los grandes competidores, muestra claramente que el libre mercado no puede existir en un país en donde no haya un gobierno honesto y una sociedad civil libre e independiente.

Lo que ocurrió en Colombia con la industria cementera, advertido por todos, menos por el gobierno que se hizo el de la vista gorda, no hubiera ocurrido en Estados Unidos, por ejemplo. Tanto el gobierno como la sociedad civil estadounidense hubieran sospechado de las buenas intenciones implícitas en una baja de precios sin ton ni son aparentes que hizo caer de 20.000 hasta 8.000 pesos el bulto de cemento en sólo un año. Evidentemente, los que bajaron decidieron trabajar a pérdida, con tal de sacar del mercado a la empresa que se mantenía en un punto intermedio, esto es, como a 16.000 pesos el bulto. Conseguido el objetivo de quebrar al competidor, los grandes empezaron nuevamente la escalada de precios hasta volver, en el último año, a los 20.000 pesos y a sus anchas para seguir subiendo.

Es una clásica práctica monopólica u oligopólica expresamente prohibida por la Constitución y las leyes que el gobierno ignoró, como ignora todas aquellas normas constitucionales y leyes que le da la gana, o mejor, que le imponen los grupos dominantes del cual, ya no sabemos si el gobierno es preso o socio, o ambas cosas.

Defender el libre mercado en un Estado débil y corrupto como el nuestro es como defender las buenas intenciones del diablo cuando se pone a hacer hostias. Parece un juego de palabras, y lo es; pero resulta perfecto para graficar todo lo que ha pasado en Colombia en los últimos 15 años en donde la libertad de unos cuantos en materia económica ha significado la esclavitud laboral y el sacrificio social de la inmensa mayoría, todo a ciencia y paciencia de los gobiernos que se han sucedido desde Barco en adelante.

Lo de la industria cementera no es más que un ejemplo de toda la concentración empresarial que se ha sucedido en la industria y el comercio nacional. Mejor dicho, la economía colombiana está formada por una estructura mono y oligopólica, empezando por el sector financiero, que explica por qué, aunque el PIB crezca, su reflejo en la población en materia de ingresos y salarios será mínimo.

Esto que hemos venido diciendo hace muchos años, tozudamente, con Eduardo Sarmiento a la cabeza, es lo que acaba de reconocer el ex presidente Gaviria. Y, por lo mismo, nosotros, los de antes, que tanta carne hemos puesto en el asador, en aras de nuestro antineoliberalismo, no vamos a creer fácilmente en la sinceridad de la confesión. Pero es cierto: el neoliberalismo necesita unas reformas de segunda generación que le permitan al libre mercado convivir con un cierto grado de intervención estatal, sobre todo, en aquellos casos que como el de la industria cementera, era evidente que la baja de precios sólo obedecía a una estrategia de mercado para acabar con un competidor que no hacía o no quiso hacer parte del cartel.

¿Qué le constaba al gobierno haber impedido la tramoya comercial? Nada, ahí tenía en las manos la Constitución y las leyes. Pero es que resulta muy difícil lograr que alguien entienda algo cuando alguien le está pagando precisamente para que no lo entienda.

Somos conscientes que en un mundo globalizado e internacionalizado como el presente, el capital que mueve la economía necesita flexibilidad para no esclerotizarse. Pero es hora de que la experiencia de los últimos 20 años, si partimos de los primeros países que nos precedieron en la apertura económica como México y Chile, nos dirija hacia un mundo menos agresivo por el dogma neoliberal.

En Colombia, para empezar, se ha menospreciado el esfuerzo realizado por Sarmiento Palacio. Aquí, con nuestros propios recursos, el Banco de la República, Planeación Nacional y el Ministerio de Hacienda, entre otros, nos tienen hastiados con expositores internacionales, muchos de ellos por encima de los 50.000 dólares por conferencia; y, en cambio, nunca le han dado las mismas facilidades a Sarmiento Palacio para exponer, explicar y controvertir, si fuera el caso, su tesis sobre ‘el modelo propio’ que trata en su libro del mismo título.

Y, sin embargo, modelo propio es el que ha desarrollado Chile para hacer efectivo el libre mercado con políticas distributivas y de equidad que le han permitido reducir la pobreza.

Ya que no creemos en nuestro propio ingenio, mírese entonces la obra de Ricardo Ffrench-Davis* quien propone exactamente dejar el dogmatismo, aprender de las experiencias de otros países e iniciar lo que él llama "una reforma a las reformas", con el fin de establecer mecanismos adecuados para alcanzar una mejor redistribución de la riqueza en el continente.

Ello no implicaría, como queda explícito en la obra de Sarmiento Palacio y en los últimos discursos y escritos de nosotros los antineoliberales, un regreso al pasado. Igual que dice Ffrench-Davis, somos conscientes de mantener "un escenario amigable con el mercado" y la vigencia de "precios correctos". Las reformas estructurales de las economías latinoamericanas han fracasado en la materialización de ambas aspiraciones, ya "que la actividad productiva ha encarado un escenario interno no amigable, con macroprecios desalineados (fuera de una trayectoria sostenible), entre ellos, la tasa de interés y el tipo de cambio".

Es evidente que para asegurar el crecimiento de los países latinoamericanos se requiere inversión productiva y generación de empleos. Según el autor, para lograrlo es necesario un escenario amigable con el mercado y de precios correctos como principio fundamental para que una economía de mercado alcance el desarrollo sostenido. El punto clave es que, para ello, debe otorgarse prioridad a las actividades productivas y al empleo, ya que es imposible tener buenos consumidores que sean malos productores. El desafío fundamental que viven los países de la región latinoamericana es lograr que el mercado se recupere de manera eficaz para lograr crecimiento con equidad.

Estas conclusiones parecen un calco del ‘Modelo propio’ de Sarmiento Palacio. Pero, como no creo que Efrench-Davis haya fusilado a Sarmiento ni éste a aquel, lo que indica la lógica es que ya hay suficiente prueba de campo como para pedirle al gobierno, a Uribe concretamente, que se ha constituido en el último mohicano neoliberal de la región, que deje la arrogancia; que deponga sus ansias privatizadores y fiscalistas y nos permita construir entre todos el modelo de desarrollo propio que requiere Colombia para poderle batir palmas a un crecimiento económico como el del 5,96 por ciento que, aunque modesto, al menos pueda beneficiar a la mayor gente posible y no solo a unos cuantos privilegiados.

Lo que hace falta

Basada en esta propuesta de Ffrench-Davis, Ana Vila Freyer*, ha elevado también una propuesta que llama “reformar las reformas” comenzando por corregir la prioridad otorgada a actividades financieras "que ha redundado en el desalineamiento de las tasas de interés y de los tipos de cambio y ha generado una demanda agregada volátil", lo que dificulta las actividades productivas, sobre todo las destinadas a la exportación. En vez de ello, como lo propone Ffrench-Davis, es necesario "volver al enfoque de la productividad interna como ancla que implica utilizar al máximo el capital y el trabajo". Tal proceso es una mezcla del aprendizaje de la experiencia tanto propia como ajena, que permita corregir errores, dejar de lado la ortodoxia e iniciar un proceso de reforma basado en uno de conocimiento y reconocimiento de los errores de los otros para no volver a caer en ellos. Los ejemplos de Corea del Sur y Taiwán son sólo algunas experiencias en las que la intervención del Estado ha seguido una línea eficaz para asegurar las inversiones y el desarrollo económico destinado a la exportación.

Lo que sigue es parte del comentario de Vila Freyer, sobre la obra de Ffrench-Davis:

En casi todas las economías emergentes de América Latina se han establecido equilibrios macroeconómicos; sin embargo, hay que enriquecer el control de la inflación y la responsabilidad fiscal con lo que el autor llama: una "economía real equilibrada". Ello implica establecer al menos dos condiciones para que ésta, además, se transforme en crecimiento y redistribución: una demanda agregada que sea consistente con la capacidad productiva de la economía, basada en un uso importante de capital y trabajo, así como un equilibrio externo sostenible que reduzca los riesgos de una crisis de origen externo al reducir los déficit y la deuda neta.

La propuesta de corrección política parte de un amplio conocimiento de la evolución histórica del desarrollo industrial en América Latina; de la evolución del crecimiento del Producto Interno Bruto; de las diferentes razones por las cuales los países han caído en crisis antes y después de la reforma, pero sobre todo, de la evolución de las economías emergentes, tanto en América Latina como en los países asiáticos. La penetración y comprensión de los distintos temas, así como el detalle y agudeza de las comparaciones, permiten la identificación de las mejores prácticas para la corrección de políticas para impulsar el pragmatismo sobre la ortodoxia y para lograr el crecimiento con equidad.

El autor hace énfasis sobre todo en la experiencia chilena, cuyas élites han sido capaces de reformar las reformas, corregir los errores y convertirse, prácticamente, en un modelo a seguir tanto en su capacidad para aprender y cauterizar sus economías, como para mantener un crecimiento con equidad que debería ser guía, al menos, para las grandes economías de la región. El trabajo centra el análisis en tres áreas de política económica que se consideran las más destacadas del diseño de políticas que aseguran el crecimiento sostenido de las economías: primero, el manejo macroeconómico; segundo, la liberalización comercial y las exportaciones, y por último, la afluencia de capital y las reformas financieras en los planos nacional y global.

Tras un detallado seguimiento histórico de la evolución de la(s) economía(s) latinoamericana(s), Ffrench-Davis cuestiona lo que él mismo llama cinco mitos "o recetas erróneas de moda". A saber: 1) la recuperación de las crisis ha sido rápida; 2) la apertura de la cuenta de capitales desalienta los desequilibrios económicos; 3) los regímenes cambiarios extremos son las únicas opciones viables; 4) la entrada de capitales complementa el ahorro interno, y 5) la regulación prudencial de los bancos desalienta las crisis financieras. "Hemos escogido [estas] cinco falacias [ . . . ] que son contradichas por el comportamiento real de los mercados."

En su lugar, propone seis áreas básicas de política, basado en la identificación de las mejores prácticas chilenas y coreanas, entre otras, que permitirían corregir los errores de política para evitar nuevas crisis: 1) Lograr que el nivel y composición de los flujos de capital sean consistentes con la capacidad de absorción sostenible de cada país; esta absorción debe ser consistente, tanto con el uso del capital, como del crecimiento de la capacidad productiva del país; 2) evitar macroprecios y coeficientes desalineados e insostenibles, el manejo macroeconómico debe mantenerse en niveles reales y estables para que las economías crezcan de manera sostenible; 3) adoptar una regulación selectiva y flexible, ya que la experiencia reciente es que los flujos de capital se incrementaron con rapidez y de manera extemporánea, lo que trajo efectos macroeconómicos y sectoriales desestabilizadores, así como retrocesos importantes en la equidad. Por tanto, se debe desalentar la acumulación de pasivos externos y de corto plazo; 4) evitar el síndrome del doble electorado. La autonomía ganada por las instituciones financieras -- la mayor parte de los bancos centrales de los países latinoamericanos -- ha hecho que éstas tengan más cuidado en satisfacer las demandas de los organismos financieros internacionales que las de sus propios gobiernos, electos hoy democráticamente. Mientras los gobiernos son obligados a tomar en cuenta al electorado al tomar sus decisiones, las instituciones nacionales independientes presentan una pobre rendición de cuentas a la sociedad a la que pertenecen, "ya que la independencia hacia dentro es paralela a la dependencia de los intereses de los mercados financieros internacionales"; 5) reforma del entorno internacional para una globalización más eficiente y balanceada que asegure la gobernabilidad de los mercados financieros nacionales e internacionales, y 6) el manejo prudencial de los auges. Según el autor, los gobiernos deberían poner más atención en el manejo de los periodos de auge que en las crisis. Un manejo financiero adecuado de los boom económicos evitaría las crisis, que son consecuencia de auges económicos mal administrados.

Este planteamiento presenta, en mi opinión, una paradoja interesante. Aunque el autor no lo señala, el paquete de políticas de reforma propuestos implica una reingeniería institucional en los Estados que las implementen; un aprendizaje de una adecuada intervención estatal en la economía, como la que se vivió en los países del sureste asiático para promover una economía basada en las exportaciones, combinada con un sector empresarial activo y un mercado fuerte. ¿Hasta qué punto, instrumentar esta agenda de reformas representa que deben recuperarse -- cuando menos -- algunas de las agencias de planificación para el desarrollo que perdieron importancia con la aplicación del paquete de reformas conocido como el Consenso de Washington?

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* Reformas para América Latina después del fundamentalismo neoliberal. Ricardo Ffrench-Davis. Buenos Aires: Siglo XXI, 2005, 328 págs.

Resumen: A pesar de las reformas realizadas, América Latina no ha logrado alcanzar una situación económica favorable. Para lograr su objetivo, debe reformar dichas reformas, siguiendo los ejemplos de crecimiento de los países en desarrollo, con un aprendizaje de una correcta política económica e intervención estatal, sin llegar al estatismo económico de antaño.

*Reformar las reformas: de la ortodoxia neoliberal al pragmatismo progresista

Ana Vila Freyer

De Foreign Affairs En Español, Julio-Septiembre 2006

Ana Vila Freyer es candidata al doctorado por la Université de Montréal y profesora de asignatura en el Departamento de Estudios Internacionales del Instituto Tecnológico Autónomo de México.

4 de agosto de 2006

Esclavitud laboral

NOTA DE MIS-XXI

Qué ironía: El negrito del batey, ese inmortal intérprete cubano decía que “el trabajo lo hizo Dios como castigo”. Y en respuesta a Dios, el capitalismo le hizo creer a la gente que la única forma de uno sentirse útil a la sociedad es trabajando.

Al cabo de los años, el negrito del batey ganó la parada, no en cuanto que Dios haya hecho el trabajo como castigo, sino en cuando que el capitalismo ha convertido el sentirse útil en una esclavitud que soportamos porque la otra opción que se nos ofrece es morirnos de hambre.

Quién sabe qué tanta agua faltará pasar por debajo de los puentes para comprender que el libre mercado, al que tanto incienso se le quema en el altar de la libertad individual, se ha convertido en un abuso de minorías potentes y prepotentes contra inmensas mayorías de clases medias que se empobrecen y pobres que se pauperizan.

Quién sabe cuando alcanzaremos a comprender que en aras de una fementida democracia se está inmolando la libertad más esencial del ser humano que es su seguridad social: salud, educación, vivienda y alimentación.

Alienta, al menos, ver cómo crece la audiencia; ver cómo cada día más, excelentes escritores y analistas ponen sus inteligencias al servicio de la causa social; al servicio de una concienciación popular que es la llamada, finalmente, a romper las cadenas de la explotación capitalista que ha convertido el libre mercado en un abuso.

En este orden de ideas se enfoca el siguiente análisis de Libardo Sarmiento Anzola, realizado para Le Monde Diplomatique (edición Colombia), remitido a nosotros por la corresponsal, Lilia Beatriz Sánchez, y al que nos hemos permitido agregarle sólo el título.

El trabajo como castigo

Deslaboralización y subjetividades en crisis

Libardo Sarmiento Anzola

Colapso de la pirámide del bienestar

Darío, obrero de Sofasa, tiene 48 años y ha sobrevivido laboralmente a la reingeniería que emprendió la empresa hace una década. Es testigo de los cambios organizativos y de la evolución de la planta de trabajadores que va desde los viejos sindicalizados hasta los jóvenes flexibilizados de hoy: “Yo creo que uno se siente muy mal, porque nosotros que hemos visto correr el tiempo y que estuvimos en los dos procesos […] uno se ve desplazado, uno se ve muy afectado.

Anteriormente uno sabía que el papá trabajaba, digamos en Tejicóndor, pero allá se iba a jubilar, no tenía ese temor diario de que lo iban a echar, que lo iban a desplazar, de que le iban a buscar una salida. Ahora uno tiene que estar sujeto a que en cualquier momento perdió el trabajo y más cuando ya tiene una edad puede estar más seguro de eso. En Colombia, el tipo de más de 35 años no sirve sino para votar”.

Durante los últimos 15 años, los mercados de trabajo en Colombia afrontan radicales transformaciones que afectan profundamente las subjetividades de los trabajadores (**). La subjetividad es un sistema complejo y plurideterminado que se afecta por el propio curso histórico de la sociedad y de los sujetos que la constituyen, dentro del cotidiano movimiento de las complejas redes de relaciones que caracterizan el desarrollo social. Como bien lo afirma Hugo Zemelman, sociólogo del trabajo, el proletariado es histórico-social pero también es conciencia, esto es, sujetos reflexivos, con horizontes de vida y actuantes en cada momento concreto de la existencia.

La actuación de los trabajadores está acotada por las estructuras que restringen o posibilitan, pero también la afectan las subjetividades cargadas de razonamiento cotidiano, desde donde ellos despliegan acciones a partir de relaciones prácticas. Este es el caso de Samuel, quien ha pasado la mayor parte su vida laborando en una cadena de producción textilera: “Definitivamente, la expectativa de uno dentro de la empresa es a veces pasar los años, pero cuando ya tiene cierta edad la expectativa no es pasar los años sino verlos pasar, entonces dice uno: bueno, en tal fecha me jubilo ¿cuándo será? Y una persona con 38 años sabe que si sale de ahí ya no le van a dar trabajo. Para sentirse útil, empieza a redoblar esfuerzos, y cuando la edad empieza a no permitirle ciertos movimientos o cuando la rutina ya ha vuelto esclerótico el cerebro, o una cantidad de cosas más, eso es una esclavitud mortal […] Entonces uno tiene que lograr momentos para evadirse de esa realidad, se pierde conciencia. La única forma de mantenerse como ser humano es soñando, empieza a soñar uno, pero no es soñar, es como desvariar, no sé, es una ilusión en todo caso”.

El desgarramiento que sufre la subjetividad de los trabajadores es provocado por una arisca realidad que no se compadece con sus arraigados imaginarios e ideales de felicidad, realización personal, y necesidad de protección y futuro seguro. Durante el siglo XX, la subjetividad de los trabajadores se construyó en torno a su profesión u oficio, la familia y la seguridad social pública. La familia se convirtió en la institución que le dio sentido al trabajador para mantener sus propósitos a largo plazo, e hizo parte de su motivación para considerar el trabajo como eje central de la sociedad. “A través del trabajo se puede ser útil, se puede obtener la realización personal anhelada, la independencia, la tranquilidad, la seguridad de la familia y por tanto salud mental y física; permite conocerse a sí mismo, sentirse útil y que aportemos a la sociedad; es una bendición”, afirma la mayoría de trabajadores al preguntárseles sobre el significado de la labor que desempeñan. La seguridad social significaba acceso a los servicios de salud, financiación de la vivienda, protección ante las incertidumbres de la vida, subsidio familiar y una pensión al finalizar la edad productiva.

Con los recientes y agresivos cambios del sistema mundo capitalista, en todos los momentos de la vida cotidiana en los cuales el trabajador individual cree verse como sujeto de su propia vida y con un futuro confiable, la inmediatez de su existencia le destroza esa ilusión. Ahora las familias no son fácilmente viables por las restricciones económicas, su condición efímera, o la amenaza de desencuentros, frustración y violencia en su interior. Con la globalización neoliberal, el conjunto de beneficios de la seguridad social tiende a desaparecer o reducirse drásticamente. La vida laboral, forma existencial determinante del trabajador, de su ser como sujeto, como humano, está marcada por la exclusión, los largos períodos de paro, la inestabilidad, la precarización y la sobreexplotación.

Los trabajadores se sienten aniquilados, resisten esta situación histórica con impotencia y padecen la realidad de una existencia inhumana. “A mí me ha tocado vivirlo, ver un hombre perforarse un dedo con una broca y envolvérselo en una cinta y seguir trabajando, con fiebre; me ha tocado ver gente con una fractura en un dedo o en una mano y trabajando, porque les da temor reportar el accidente o reconocer que están enfermos, ya que esto estaría significando un trabajador descuidado. Además, para un contrato de tres o seis meses, una incapacidad de 15 días, por ejemplo, o una semana, sería fatal porque no vuelven a llamarlo, no les interesa sino la gente definitivamente sana y joven”.

El capitalismo ejerce una opresión extrema y una explotación aplastante de toda dignidad humana. El trabajador prefiere la sobreexplotación ante la amenaza del desempleo y la miseria bajo la cual viven los excluidos del sistema. “Es tenaz, pero si me comparo con todas las personas que están en la calle, yo mismo estuve mucho tiempo sin trabajo y en situaciones difíciles; entonces no puedo quejarme porque prefiero esto a tener que volver a pasar por la escasez”.

“Lo que hace que un trabajador se mantenga es la necesidad, el desempleo que hay en este país; eso no se le puede ocultar a nadie. Y el patrón ahora no usa ningún recurso para presionar, la única palabra es: si usted no lo hace, allí hay 10.000 ó 20.000 que lo hacen, inclusive más barato que usted y mejor hecho. No es sino colocar el aviso en la prensa y esto aquí se me llena, por falta de empleo. El trabajo antes era un poco más digno, más humano, mejor remunerado, ahora es esclavizante, inhumano y mal remunerado. Ahora, entre más trabaje, menos se consigue, es más esclavizante la jornada laboral, hay más presión”.

Deterioro del mercado laboral e inseguridad social en Colombia

Durante la última década, Colombia registró una inicial desaceleración del ciclo económico que afectó el mercado de trabajo y una posterior recuperación, que no ha sido completa, a costa de la calidad del empleo y de un estancamiento de los ingresos laborales. De acuerdo con el estudio realizado por el Observatorio del Mercado de Trabajo y la Seguridad Social, los principales cambios registrados son:

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La tasa de ocupación total se caracteriza, en 2005, por una menor utilización de la fuerza de trabajo, producto del aumento del subempleo por horas y, sobre todo, del trabajo de tiempo parcial.

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El desempleo en 2005 resulta más grave que en 1997, con tasas respectivamente de 11,6 por ciento y 9,9. En paralelo, la tasa de subempleo se disparó de 17,1 por ciento en 1997 a 37,4 en 2005. Este crecimiento del subempleo agregado resulta fundamentalmente provocado por razones de bajos ingresos; la correspondiente tasa en el período considerado casi se triplicó, al pasar del 11,1 al 30,5 por ciento. Para las mujeres, también es importante y creciente el subempleo por insuficiencia de horas (18,7 por ciento en 2005).

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Los hombres, de cualquier edad, han sido los más afectados y su probabilidad de conseguir un empleo se ha reducido rápidamente en el tiempo. Particularmente grave es la situación de los mayores de edad y de los jóvenes, cuyas tasas de ocupación no muestran síntomas de recuperación entre 2002 y 2005. Es necesario destacar, además, que un 44 por ciento de los hombres jóvenes se considera subutilizado en el trabajo, y que el 17,8 por ciento buscaba un empleo en 2005.

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Conseguir un empleo en la actualidad no sólo es más difícil sino que además toma más tiempo. La incidencia del desempleo de larga duración se duplicó en el agregado y creció en forma importante para todos los grupos poblacionales considerados. Los jóvenes, en especial hombres, son los que más rápidamente salen de una situación de desempleo y por tanto sus elevadas tasas en este aspecto son fruto de una considerable rotación laboral.

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Los colombianos cuyos estudios no alcanzan el bachillerato mantienen sus niveles ocupacionales y su tasa de desempleo. Por el contrario, los más educados experimentan importantes bajas de su tasa de ocupación y alzas de la de desempleo.

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Las oportunidades de conseguir empleo se han reducido especialmente para quienes buscan una ocupación como asalariados, del sector público o privado. En el nivel nacional, los asalariados (incluidos los jornaleros rurales) han pasado de representar el 53,8 por ciento de los ocupados totales en 1997, a representar el 46,9 en 2005. Dado que encontrar empleo asalariado es ahora más difícil, los colombianos se ocupan en lo mismo pero por cuenta propia. De hecho, el aumento de los trabajadores independientes, del 33,9 al 38,2 por ciento del total de los ocupados, refleja un cuantioso fenómeno de “falso-cuentapropismo”, es decir, de personas que son contratadas como independientes o mediante cooperativas de trabajo asociado, pero que para todo efecto desarrollan labores con clara relación de dependencia asalariada.

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El hecho de que aumente la proporción de trabajadores por cuenta propia respecto a sus homólogos asalariados, y de que al mismo tiempo sus ingresos relativos disminuyan, implica que el auge de los trabajadores independientes se debe a una falta de oportunidades de trabajo asalariado y que los empleos generados (independientes) son en su mayoría de inferior calidad.

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Los índices de ingresos reales relativos al total de los ocupados urbanos señalan una fuerte contracción de los ingresos de los trabajadores por cuenta propia, que, además, han sido particularmente afectados por las recientes reformas en lo tributario y pensional. Algunas de las medidas que afectan los ingresos netos de los trabajadores por cuenta propia, a partir de 2003, son los siguientes: reducción del monto de ingresos por encima de los cuales tienen la obligación de hacerse retenedores del IVA de 100 a 60 millones de pesos anuales, introducción de la obligación de cotizar a pensiones, aumento del porcentaje de aportes a las mismas (del 13,5 al 15 por ciento en 2005 y 15,5 en 2006), obligación de cotizar con destino a la seguridad social sobre un 40 por ciento del valor del contrato de prestación de servicios (cuando antes era suficiente cotizar sobre el valor de dos salarios mínimos). El efecto neto es la reducción del ingreso laboral en un 30 por ciento, toda vez que el trabajador debe cubrir totalmente su propia seguridad social. Este es dinero perdido para los jóvenes, ya que difícilmente se convertirá en el futuro en una pensión, teniendo en cuenta factores como inestabilidad del empleo, largos períodos de desempleo, mayor número de semanas de cotización y aumento permanente en la edad mínima para jubilarse.

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El estancamiento de los salarios no es el único indicio del deterioro experimentado por la calidad del empleo en Colombia. Solamente un 35 por ciento de los asalariados tiene hoy contrato escrito de trabajo permanente; un 15 por ciento corresponde a los temporales con contrato, de manera que se infiere que cerca de la mitad de los trabajadores dependientes no tiene regularizada su relación laboral. Adicionalmente, el 8 por ciento de los asalariados pertenece a la modalidad de subcontratación laboral, fenómeno éste que tiende a difundirse rápidamente en el país. Por otro lado, el número de trabajadores con más de un empleo ha aumentado y representa hoy un 9 por ciento de todos los ocupados.

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Entre 1997 y 2005, la cobertura de seguridad social entre los trabajadores colombianos ha mejorado algo en materia de salud contributiva (36,9 vs. 44.6 por ciento), pero muy poco en cuanto a pensiones, no obstante que ambas contribuciones son de carácter obligatorio para todos los trabajadores. El porcentaje de trabajadores que cotizan a pensiones apenas alcanza el 25 por ciento; el porcentaje de la población con 60 años o más que vive de una pensión es aún más bajo, alrededor del 20 por ciento. Se confirma así la mediocre evolución del sistema pensional colombiano, no sólo en términos de afiliaciones sin también de beneficiarios efectivos. De igual manera, la cobertura en el subsidio familiar ha disminuido del 23 por ciento de los asalariados públicos y privados a sólo un 15 (incluyendo jornaleros y servicio doméstico).

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Y, por último, la informalidad laboral no ha experimentado cambios sustanciales, y se ubica en 2005 en un nivel similar al de 1997, esto es, superior al 60 por ciento de los ocupados.

Crisis en la subjetividad de los trabajadores

Los mercados de trabajo en Colombia tienden a homogenizar flexibilización, precarización, deslaboralización y exclusión. Debido a que el país se caracterizó por tener como referente principal el trabajo asalariado en la industria manufacturera, en el imaginario de los trabajadores persiste el ideal de un empleo permanente en el sector formal de la economía. De allí se desprende el dolor que experimenta un obrero al quedar desempleado: “Eso se volvió una cosa muy desesperante, se llegó el momento en que yo no aguantaba más […] me cogía ese taco en el pecho, recuerdo que en varias ocasiones ese dolor se me acentuaba, una soledad, una angustia, una desesperación de ver que mi vida no era nada, de ver que había perdido mi existencia”.

La situación más dramática la viven los 11 millones de jóvenes que hay en Colombia, en tanto que no encuentran signo alguno de optimismo en el horizonte. En los grupos etarios comprendidos entre los 14 y los 26 años, tres de cada cuatro jóvenes viven bajo condiciones de pobreza, y uno de cada tres está en la indigencia. La tasa de desempleo equivale a 2,5 veces la de los jóvenes respecto al promedio nacional. En cuanto a la escolarización de los jóvenes, sólo uno de cada tres tiene acceso a educación de calidad.

En relación a los desplazamientos forzosos, nuevamente la juventud es la más afectada. Sólo en el grupo de 15 a 17 años, unos 80.000 jóvenes son obligados a desplazarse. En contraste con esta trágica realidad que padece la juventud colombiana, la judicialización tiende a ser cada vez más dominante en la sociedad. Para 2006, el número de adolescentes en centros de reclusión se acerca a 9.000. Las escasas salidas que el sistema les ofrece a los jóvenes es la vinculación a cualquiera de los grupos armados o de delincuencia: actualmente, un 4,5 por ciento de los jóvenes hace parte del ejército, el paramilitarismo o la insurgencia.

Con relación a su experiencia en un trabajo flexible, un trabajador comenta la dificultad que tienen ahora los jóvenes para conformar una familia: “Si un par de personas jóvenes con trabajos inestables se casan y se ponen a tener hijos, cuando se quedan sin trabajo sufren mucho; eso le sucede a la gente joven con la que uno trabaja. Los hogares se han desordenado mucho por eso, ya las familias no se casan fácilmente por la inestabilidad en el trabajo, pues hoy tienen trabajo y mañana no. Ya no se van a ver hogares completos, bonitos como los que se veían antes, ya escasamente tienen uno o dos hijos; sin embargo, a mucha gente le parecen mucho dos, por la inestabilidad laboral”.

La educación tampoco es esperanza de movilidad social. “¿Para qué se educa un muchacho aquí? Yo digo, eduque un muchacho que sea honrado, aunque este país no sea honrado, este es un país de ladrones por todas partes. Para qué estudia un muchacho ahora; un ingeniero sale a ganarse $ 450.000. Los muchachos, que se eduquen en aprender un arte para que trabajen por cuenta propia, porque aquí una empresa ya no”.

La crisis del trabajo asalariado alcanza connotaciones graves en Colombia. Se trata sobre todo de la crisis del empleo en las unidades intermedias, pequeñas y medianas, y de la emergencia del autoempleo y las precarias cooperativas de trabajo asociativo. Esta situación se agravará aún más cuando opere el Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos.

Las experiencias del trabajador subcontratado y temporal son igualmente dramáticas: “El trabajador subcontratista está sujeto a todo lo que el patrón quiera hacer con él por un salario mínimo; a un poco de vejámenes y humillaciones”. “El trabajador de un contratista no tiene derecho ni al agua ni a hablar nada; es que uno lo ve. Un patrón le debe el subsidio familiar a 50 trabajadores, se reúnen con él y le dicen: –Bueno. Qué pasa con el subsidio familiar que hace seis meses no nos lo da. –¡Ah! ¿Entonces me van a formar un sindicato? Se me van todos y listo”.

Una de las causas más graves de la informalidad y el subempleo radica en la creciente pobreza, que en Colombia afecta a dos terceras partes de su población. El afán por completar los ingresos necesarios para cubrir los gastos básicos del hogar hace que un número cada vez mayor de miembros de la familia, jóvenes, niños en edad escolar y amas de casa, se vea abocado al desarrollo de oficios informales, al comercio, y en general a considerar cualquier forma infrahumana e indigna de actividad como trabajo, siempre y cuando con ella se obtenga el mínimo para mantenerse biológicamente vivo.

Los trabajadores ambulantes se ven expuestos a todo tipo de abusos. Los policías los persiguen y les quitan las mercancías; las mafias que se apropian del espacio público les cobran arriendos; los dueños de los establecimientos formales los presionan, como cuenta su experiencia una vendedora informal: “En estos días estaba yo ahí parada y el supervisor de ellos me dijo: –¡Qué hubo, hágale a esa güevonada, pues! Váyase de esta zona porque va a tener problemas. Y tiene una que quedarse callada porque, si no, lo sacan de la zona que es donde mejor le va a una”. La lucha es diaria: “trabajar independiente es darse patadas y codo con los demás, que también están trabajando como independientes”.

La flexibilización, la alta rotación laboral y el rebusque obligan a los trabajadores informales a desarrollar múltiples actividades a lo largo de su vida. Corrientemente han iniciado su primer trabajo a temprana edad, antes de los 15 años. Su trayectoria laboral, centrada en actividades informales, se inicia en el ámbito de la familia y en relación con el barrio. Uno de ellos, de 40 años de edad, confiesa haber desarrollado los siguientes oficios: “He sido vendedor de periódicos, de duchas Corona y filtros para agua, rosas, cerámica, vidrio templado, soldador en una fábrica por un mísero mínimo, administrador de restaurantes, de hoteles, fui un tiempo embolador, cotero y después cerrajero, vendedor de casetes, reciclador, tendero, carnicero, actualmente vendo nutrición, trabajo con Omnilife”.

En su investigación sobre “Configuraciones subjetivas de los trabajadores en el tránsito de la flexibilidad”, Nelcy Valencia concluye: “Los trabajadores tienen temor en el sitio de trabajo a una invalidez o una incapacidad física, le temen a la persecución sindical y la violencia, a la terminación de la convención colectiva, a perder el empleo y también a los despidos masivos sin justa causa y sin indemnización, a llegar a ser deshonestos, al fracaso, al debilitamiento del sindicato, a la inestabilidad emocional, a no jubilarse, a la nueva legislación sobre empleo, a perder la familia, al cierre de la empresa o su relocalización. Estos temores también se convierten en motivaciones subjetivas para la aceptación del trabajo, tal y como está dado o para ser muy cautelosos en la manera de expresar su insatisfacción frente a éste”.

Pero la rebeldía no está ausente en los trabajadores, al igual que el anhelo de libertad: “La sociedad le juega a usted con los miedos, primero se los elabora cuando es pequeño y le elabora los paradigmas, entonces el paradigma de ser pensionado. Le trabaja el miedo, le dice ‘imagínese que usted llegue a los 70 años y no lo pongan a trabajar y no le den trabajo, usted qué se pone a hacer, aguantar hambre, irse a vivir debajo de un puente o lo tienen que tirar a un ancianato’; le trabaja el miedo, con el fin de que después se meta en el rol y diga ‘no, yo cómo me voy a salir de este rol y después qué voy a hacer cuando sea viejito’. Usted tiene que enfrentar eso, simplemente no dejarse comer de miedo y averiguar si usted es capaz de proveerse las mismas cosas que supuestamente la sociedad le va a entregar, la famosa seguridad […] Mi papá tenía razón, uno no necesita que nadie lo joda”.

Pese a todo, concluye Nelcy Valencia, el trabajador en la flexibilidad, asalariado o no asalariado, desde esquemas deslaboralizados, precarios o no, aún le otorga una alta valoración al trabajo como ordenador de la sociedad, que le da status y le permite estar incluido. Conserva una visión de futuro relacionada con el deseo de permanencia en las actividades u oficios desde los cuales aspira a mejorar su posición en la escala, es decir, acceder a un trabajo asalariado o reforzar su nivel de estabilidad en las condiciones presentes.

Se conserva, dentro de la visión de futuro, el deseo de transformación de la sociedad a través de la familia, procurándoles una mejor educación a los hijos para que éstos puedan enfrentar con mayores ventajas la competencia en un contexto de trabajo flexible, aunque las realidades materiales contradigan esta visión de futuro. La ilusión respecto a la pirámide del bienestar se resiste a desaparecer de la conciencia de los trabajadores deslaboralizados.

** Para el desarrollo del artículo se consideraron principalmente dos investigaciones: “El mercado laboral y la seguridad social en Colombia entre finales del siglo XX y principios del siglo XXI”, elaborado por el Observatorio del Mercado de Trabajo y la Seguridad Social, de la Universidad Externado de Colombia, financiado por la Cepal (Bogotá, abril 2006); y “Puente y abismo. Configuraciones subjetivas de los trabajadores en el tránsito a la flexibilidad”, realizado por Nelcy Valencia Olivero, en el marco de los “Estudios del mundo del trabajo” de la Escuela Nacional Sindical (Medellín, septiembre 2004).

11 de julio de 2006

Maldita violencia

(…) “Violencia, maldita violencia”

OCTAVIO QUINTERO

La violencia del vengador hace olvidar la ofensa del agresor.

La justicia nunca ha sido ciega. Eso de representar la justicia con una balanza en la mano izquierda y una espada en la derecha de una mujer vendada es, en teoría, lo que debiera ser la justicia. Pero es que en teoría tenemos tanto platonismo como en la realidad tantas injusticias.

La justicia, al contrario, está siempre en manos de un todopoderoso muy despierto que la administra con licencia para amedrentar y matar si es preciso, a quien chiste.

Es el caso de Estados Unidos. Un solo ejemplo basta: por ahí anda pontificando y mezclado entre los grandes y más importantes hombres que se hicieron presentes en la final del campeonato mundial de fútbol, Henry Kissinger, a quien Noam Chosky acusa de ser el ordenador de más de 200.000 muertes en Chile, Nicaragua, El Salvador, Kosovo y Afganistán, entre otros países con conflictos internos que le tocó enfrentar en aras de preservar la democracia.

La expulsión de Zinedine Zinade hace parte de ese tinglado que llamamos justicia. Un juez supremo sólo condena el cabezazo de Zinedine y ni siquiera se le ocurre averiguar por qué reaccionó así, un deportista que a lo largo de su carrera se distinguió por su tranquilidad y casi falta de emoción, como cuando salió cabizbajo, llorando hacia los camerinos.

El juez supremo, ni siquiera miró al agresor. Lo dejó en la cancha gozando de su fama, su gloria y su cinismo. Había hecho expulsar al mejor del mundo diciéndole a mansalva y sobreseguro; “hijo de puta, aquí todos sabemos que vos no sos más que un terrorista”.

Esa es la justicia, en los tiempos de Roma, cuando la galería le gritaba tramposos a los cristianos que se defendían de los leones; y en los tiempos de hoy que se loa y apoya el ataque de Bush a Irak y se condena y repudia de terrorista el ataque de Ben Laden a las Torres Gemelas.

Esta nota no justifica la acción del uno ni del otro; valga decir, ni la del vengador ni menos la del agresor. Esta nota quiere decir que la justicia es como una cuerda templada que siempre se revienta por el lado más delgado. Esta nota quiere mostrar la justicia como una telaraña: muy fuerte para contener al débil y muy débil para contener al fuerte. Esta nota quiere mostrar la justicia como un atlas, con los ojos bien abiertos y una espada en la mano dispuesta caer sobre un vendedor ambulante de minutos de celular, mientras se pavonean en los medios, en los ministerios, en las embajadas y en los altos cargos públicos los cuellos blancos que se roban más de la mitad del presupuesto nacional. Esta nota quiere mostrar que no encuentra diferencia entre los crímenes de Bush en Irak a los crímenes de Ben Laden en las Torres; esta nota sufre tanto la muerte de un joven policía a manos de guerrilleros, como la de un joven guerrillero a manos de paramilitares. Esta nota sólo es un nuevo esfuerzo que intenta decir que mientras no haya justicia social, en la más amplia acepción de la palabra, habrá violencia en Colombia, en el mundo y en los estadios.

Ni se inmutan

Ni se inmutan

OCTAVIO QUINTERO

Popeye debiera ser nombrado fiscal general de la nación. Lo digo en serio. Gracias a él, estamos a punto de descubrir al cerebro que urdió el crimen de Galán. Y probablemente, gracias a él (aunque más adelante), podríamos conocer crímenes horrendos de otros personajes de la vida nacional; quizá de la vida nacional pública, privada, política o empresarial, que fueron consejeros o sicarios de Pablo Escobar, según advierte Popeye en el juicio a Santofimio. Por el momento, lo dijo textualmente, se contentaba con decir sólo lo que sabía de Santofimio.

Y el país queda tan tranquilo. A todo el mundo le parece lo más normal que Popeye sepa cosas que el país formal no sabe. Y es tanta la credibilidad que tiene, que hasta el ex presidente Pastrana dijo que iba a pedir que se reabriera la investigación por el secuestro de que fue víctima cuando apenas despuntaba su estrella política hacia el solio de Bolívar. Como quien dice, a Pastrana no le bastó el inmenso poder que rodea a los presidentes de Colombia para hurgar en los archivos de su propio secuestro a ver quién lo había ordenado.

Yo creí que esto de Popeye era lo último que me faltaba para llegar al fondo de este nauseabundo eructo que refleja la descomposición del régimen que impera en Colombia.

Ingenuo que es uno.

Sólo ocho días después, me encuentro con las declaraciones que concedió a la doble W el coronel Byron Valencia, comandante del batallón militar que liquidó a los policías de Jamundi.

Y, ¡oh gloria inmarcesible! El coronel sabe tanto o más que Popeye. Ante la pregunta de que, quién estaba Detrás de este montaje, responde: "Hay mucha más verdad oculta que va a salir el día del juicio. ¿Que quién está detrás? Pues, me está escuchando. La investigación

lo dirá, pero si no lo hace, una vez tenga protegida mi familia, yo lo diré. Cuando mi familia tenga las garantías de seguridad me dedicaré a investigar de dónde viene todo esto".

Pero… seguramente cuando el coronel tenga protegida a su familia ahí es donde menos dirá nada porque, a lo mejor, el protector será aquel de quien el coronel dice que le está escuchando.

Y el país, ese país de Uribe y sus secuaces; de Iguarán y sus sabuesos, sigue tan tranquilo. Ya olvidó lo del director del Das; ya a Mancuso le hacen corro en los clubes sociales y a Samper, el maldito, lo nombran embajador en París. Esto también será pasajero, como estornudo de primavera.

6 de julio de 2006

Sobre la desigualdad

NOTA DE MIS-XXI

Con frecuencia se pregunta por qué una sociedad pobre puede ser menos violenta que una sociedad más rica, o menos pobre que la otra. El debate se propicia entre los que creen y los que no creen que la pobreza genere violencia.

Tal vez una patología de la violencia no sea propiamente la pobreza sino la desigualdad. En el libro ‘La mentira organizada’* se dice que como el ser humano, a diferencia de los animales, tiene capacidad de comparación, es por lo que mira qué tiene el vecino y le parece que él también debe tenerlo; y si no lo consigue por las buenas, intentará conseguirlo por las malas.

Desde esa referencia, no había visto otra hipótesis (seguro que debe haber) que sustentara la desigualdad como causa directa de la violencia.

El comentario siguiente, no sólo intenta explicar la diferencia que va entre la pobreza y la desigualdad, sino que apunta también a establecer la frontera ideológica que divide la izquierda de la derecha o, también, al liberalismo económico del liberalismo social; o, para quienes gusten de una diferencia más radical, al capitalismo del socialismo.

Es por esto que nos parece interesante insertar el siguiente comentario que nos hace llegar nuestra asociada, Lilia Beatriz Sánchez.

*Octavio Quintero/La Mentira Organizada

La riqueza de la igualdad

Por Aldo Neri

Para LA NACION

En una nota de esta misma página, el 5 de mayo, Mariano Grondona sostenía que en el "trilema" desempleo, pobreza y desigualdad, el desafío mayor por enfrentar era la pobreza, porque el desempleo mejora más fácil con el crecimiento, y la desigualdad era incluso necesaria para que los ricos inviertan. Su opinión, bien expuesta como siempre, me estimuló alguna reflexión que, sin intención polémica, quiero compartir con el lector.

Circulan por el mundo dos visiones de la equidad, que se apoyan en razonadas concepciones filosóficas de la justicia: la que ve el acceso a los beneficios del progreso como premio al mérito y a la dedicación de cada uno, y la que lo mira como resultado de una redistribución en la que quienes prosperan más ayudan a elevar la situación de los que tienen peor fortuna. Pero como en la realidad social los exitosos y los fracasados dependen de una constelación de factores, que sólo en parte incluyen sus propias potencialidades, una visión ecléctica de la equidad es recomendable para evitar los extremos conocidos de un capitalismo caníbal o un comunismo paralizante.

Integrar ambas visiones de la equidad nos lleva a definir el grado de desigualdad que nuestra sociedad está dispuesta a tolerar. Y no es decisión menor. La Argentina es un buen ejemplo de que el mero crecimiento económico baja el desempleo y la pobreza, pero no la desigualdad y que incluso puede acentuarla, como sucede hoy. Deberíamos saber que a la desigualdad sólo la disminuye la política.

Y digo que no es decisión menor porque la desigualdad, aún en contextos prósperos, opera socialmente mucho más allá de los planos que dibujan los números de la economía. Su asociación con la pobreza no es paralelismo. Hay experiencia internacional de que la violencia y el delito se asocian mucho más con desigualdad que con pobreza; de que las drogadicciones la acompañan; de que incrementa no poca patología mental, de que los contrastes sociales demasiado violentos -aún sin pobreza-- generan conciencia difundida de frustración y apatía de participación, en sociedades sobreestimuladas por un consumismo radicalmente asimétrico; que esa desigualdad actúa como un fuerte desestabilizador de las estructuras familiares; en fin, que construye anomia social.

Adherir a un simplismo economicista en el análisis de la cuestión social nos llevaría, entre otras cosas, a compartir la llamativa benevolencia que no pocos integrantes de la ortodoxia liberal muestran hoy con el ejemplo de China, deslumbrados por su expansión espectacular, y soslayando la profundización de las desigualdades y la permanencia de su régimen político absolutista.

Y, en términos latinoamericanos, sostengamos entonces que la alternativa a Chile no es Venezuela -un capitalismo exitoso con buen crecimiento, baja del desempleo y la pobreza y un mantenimiento de fuerte desigualdad, v. un populismo paternalista que no resuelve ninguna de las cuatro cosas-, sino la etapa de mejor distribucionismo en la que seguramente intentará entrar ahora Chile, sin matar incentivos al crecimiento; o las décadas en que un país pobre como Costa Rica pudo alcanzar niveles satisfactorios de bienestar básico, con indicadores sociales mejores que los de la Argentina -que la duplicaba en ingreso per cápita- y con mucho menor disparidad entre estratos sociales; o la fuerte inversión social que acompañó en varios "tigres" del sudeste asiático al boom económico, atemperando desigualdades, no sólo la pobreza; o los nórdicos europeos, que no quisieron recorrer el camino inglés del siglo XIX, y supieron equilibrar un capitalismo eficiente con objetivos de mayor igualdad, propios del socialismo.

En la Argentina, el 10% más aventajado de su población tiene un ingreso que, en promedio, supera 31 veces al del 10% más desfavorecido, cuando hace 30 años lo superaba sólo 7 veces. Y el 20% que está mejor concentra el 54% del ingreso nacional, en tanto el 20% que esta peor no llega al 4%. Aunque el Gobierno se enoje con el mensajero, que es el Indec, tales noticias auguran costos elevados de frustración a mediano plazo, con fractura social, economía ineficiente e inviabilidad democrática.

Claro que se puede crecer por un período con gran iniquidad, pero a ese pecado lo espera su infierno. Y no es cierto que una mayor desigualdad es requisito del crecimiento económico: contrariamente, es su patología. Como tampoco es cierto que el mercado perfecto arbitra la justicia, en parte porque tal animal no existe -es naturalmente imperfecto-, y principalmente porque a la justicia sólo la puede arbitrar la voluntad social.

Si no adherimos a aquello de Nietzsche de que "El primer principio de nuestro amor a los hombres es que los débiles y los fracasados han de perecer y que además se les ha de ayudar a que perezcan", cabe entonces trabajar sobre las condiciones que los debilitan y los hacen fracasar, desde que no creemos en ninguna fatalidad de genética social.

Por otra parte, ¿cómo definimos el éxito de una sociedad?: ¿quizá con la mayor profusión de barrios exclusivos, o la diversidad abusiva y agresiva en las góndolas de los supermercados y en los shoppings, o con tres autos por familia para muchos, cuando muchos más viajan a pie o hacinados, o con profundas diferencias en las calidades educativas de los chicos, graduada por la capacidad de pago de sus padres?

Por el contrario, hay que volver a mirar a la sociedad con la mejor mirada de los griegos clásicos, desde un principio de equilibrio y armonía. Es un desafío de cuotas: ¿cuánto de desigualdad para que las oportunidades no se concentren en los menos, para que no se expanda el resentimiento que envenena el aire de todos, pero también para que no se anule el incentivo a arriesgar y competir con trabajo e inversión?

Y aquel principio de equilibrio y armonía se aplica a una batería de políticas públicas que entiende que al "trilema" desempleo, pobreza y desigualdad se lo aborda en conjunto y con mucho más que puro crecimiento. Porque la sola riqueza no es garantía de cohesión social, ni la pobreza la disuelve necesariamente. Pero es seguro que desigualdades que superan ciertos límites lo que engendran es un orden en el que, en el jardín de la prosperidad, en reemplazo de la cohesión ausente, sólo germinan los odios y los miedos.

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El autor fue ministro de Salud y acción social y diputado nacional por la Unión Cívica Radical

29 de junio de 2006

Colombia hoy

Nota de MIS-XXI (II)

En la segunda parte de esta nota de José Steinsleger, sobre la Colombia de Álvaro Uribe, en la Jornada de México, el cronista revela estadísticas que sobrecogen y reflejan lo lejos que está Colombia de considerarse un país medianamente representativo de una sociedad justa y equitativa

Cuando se dice que menos del 4% de los propietarios posee el 67 por ciento de las tierras cultivables, estamos hablando de un virtual feudalismo, tanto económico como social, si se tiene en cuenta el trato, o mejor la explotación, que estos señores dan a sus administradores y obreros de las fincas.

El sartal de estadísticas metidas en la crónica son harto suficientes para explicar todos los fenómenos sociales que agobian a un país que ha determinado buscar su destino a través del neoliberalismo, con toda la carga del capitalismo salvaje que encierra. Y, como si fuera poco, dirigido por un gobernante que ha decidido apostar la suerte externa del país al mandatario estadounidense más controvertido y desprestigiado, tanto interna como internacionalmente.

La segunda parte del trabajo periodístico nos fue remitida por Rodrigo Jaramillo, director de Columnistas libres.

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Miércoles 21 de junio de 2006

La Colombia de Alvaro Uribe (II)

José Steinsleger

En Colombia, la "violencia de los unos y los otros" se desarrolla dentro de un Estado oligárquico donde "los unos" son dueños de 67 por ciento de las tierras cultivables (menos de 4 por ciento de lospropietarios) y "los otros" esperan desde 1810 que la democracia "más-antigua-de-América" (sic) sea algo más que imaginación de políticos, escritores y periodistas cómplices o despistados.

Datos recientes de Naciones Unidas estiman que de un total de 43 millones de habitantes, 31 por ciento subsiste en la indigencia, 64.2 anda por debajo de la línea de pobreza, 17 está desempleada (2.5 millones), 40 vive del subempleo (6.8 millones) y 4.1 millones se desenvuelven en la informalidad.

Más de la mitad de los colombianos económicamente activos (22 millones) vive de lo que puede, en tanto, según el Banco Mundial, la relación rico-pobre es 1-80, cuando en el decenio de 1990 era 1-52. Y del total de 8 millones que trabajan, sólo la mitad gana el salario mínimo o tiene contrato de trabajo.

En un país célebre por sus brujos y hechiceros, los gobernantes colombianos parecen haber encontrado la alquimia perfecta de la injusticia estructural: delegación del mando a través de conjuros "democráticos", criminalización de la protesta social, exterminio sistemático de dirigentes y militantes de las causas democráticas y populares, masacres en campos y ciudades a plena luz del día y total y absoluta impunidad de los asesinos entre los varios recursos, quizá tan misteriosos, del exterminio social.

Sin guerras de invasión que lo justifique, las oligarquías colombianas han causado en el pasado medio siglo la muerte violenta de 200 mil personas, aproximadamente. En 1996, mil 900 precandidatos renunciaron a presentarse a comicios locales, 49 alcaldes y concejales murieron asesinados y más de 80 fueron secuestrados.

Un informe de la policía, publicado por un diario de Bogotá (El Espectador, 24/4/99), reveló que en 1998 fueron asesinadas 23 mil 96 personas, otras 2 mil 609 secuestradas y en 115 masacres murieron 685 personas. Medellín aparecía como la ciudad más violenta, seguida por Bogotá (2 mil 439 personas asesinadas) y Cali (mil 871).

Colombia es líder mundial en asesinatos selectivos de dirigentes populares y sindicales. Mil 500 de 1987 a 1992, 3 mil de entonces a la fecha. Si bien escasa, en términos comparativos, la violencia de la resistencia también se hace sentir. Las FARC retienen cerca de 3 mil secuestrados, figurando entre éstos la candidata presidencial Ingrid Betancourt, varios legisladores, oficiales del ejército y de policía y tres agentes yanquis espías de la CIA de un avión abatido por fuego rebelde.

Una comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas precisó que "... en 2005 se concretó la más grave operación de impunidad, especialmente frente a miles de violaciones cometidas por grupos paramilitares". Un informe de la Cruz Roja Internacional estima que en el mismo año se registraron 55 mil 327 desplazados y 317 desapariciones forzosas (aumento de 13.6 por ciento en relación a 2004).

Según testimonio de Rafael García, ex director de informática del DAS (seguridad del Estado), existen listas negras de profesores, sindicalistas y activistas de derechos humanos elaboradas por esta institución, y luego asesinados. Alfredo Correa de Andreis, ingeniero agrónomo, sociólogo y ex rector de la Universidad de Magdalena, fue desaparecido y muerto el 17 de septiembre de 2004 cuando trabajaba en una investigación sobre despazados en Bolívar y Atlántico.

De las cinco nacionalidades que representan la mitad de los refugiados atendidos en 2005 por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas (ACNUR, 8.4 millones), Afganistán ocupa el primer lugar (2.9 millones), seguido de Colombia (2.5 millones), Irak (1.8 millones), Sudán (1.6 millones) y Somalia (839 mil). En "desplazados internos" (20.8 millones) Colombia ocupa el primer lugar (2 millones), seguido de Irak (1.6 millones), Paquistán (1.1 millones), Sudán (1 millón) y Afganistán (912 mil).

El uso de minas "antipersonales" representa otra variable atroz de la guerra. Colombia encabeza desde 2005 el primer lugar en registrar víctimas por la siembra de este tipo de artefactos. La guerrilla fabrica minas artesanales (quiebrapatas) y el ejército y los paramilitares usan las Kleymore, vendidas por Estados Unidos.

Desde 1990, cuando se produjo el primer accidente con una mina, mil 60 colombianos han quedado mutilados (más víctimas que en Afganistán y Kampuchea). Actualmente, se calcula que entre 70 y 100 mil minas han sido sembradas en 31 de los 32 departamentos (provincias) del país.

Una mina antipersonal tiene una vida de 50 años. Armarla cuesta un dólar. Desarmarla, 400 dólares.

En Bogotá, un informe del corresponsal sueco Dick Emanuelsson observó que la televisión muestra niños mutilados o heridos por las esquirlas de las minas, pero jamás se permite mostrar a los soldados desangrados en los campos de minas. Excepto cuando salen del hospital en sillas de ruedas, sin piernas.