7 de mayo de 2007

Las dos Colombias

Eduardo Cano Gaviria

Fuente: Columnistas Libres

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06-05-07

Mucho se ha hablado sobre el fenómeno de la parapolítica en el país en los últimos meses, y luego del escándalo inicial, las voces de rechazo han comenzado paulatinamente a ser menos contundentes, menos histéricas en algunos, y también menos consecuentes, y por lo mismo, mucho más prudentes. También, y por qué no, luego del debate sobre la parapolítica en Antioquia, que dejó al descubierto -así muchos de sus habitantes lo nieguen, con esa soberbia de quiénes siempre se han sentido de raza superior- que cuando el río suena piedras lleva. También las Cortes responsables del juzgamiento de los incriminados, han bajado el tono a su decisión de afrontar el fenómeno con toda la contundencia de los instrumentos jurídicos disponibles. En ciertos casos, se ha evidenciado cierta claudicación, aparte de que el proceso de denuncia e investigación, de tantos y de tan importantes casos implicados amenaza durar tanto, que la opinión pública comienza a cansarse y a no comer cuento de que éste sí sea un acontecimiento histórico, como pretende mostrarlo el gobierno, cuyo desenmascaramiento pueda llegar a cambiar la cara del país.

Y como sucede cuando el poder de los medios de comunicación es omnipotente, la opinión pública, abandonada por la manipulación de aquellos, pide a gritos otro escándalo mayor, otra telenovela, para volver a despertar su conciencia ciudadana, o mejor para volver a darse cuenta de qué es lo que está pasando y en que país ésta viviendo.

La verdad es que al país urbano, no lo impresionan con eso de las masacres campesinas, ni de las fosas encontradas, ni con los desaparecidos que pueden llegar a ser muchos más de 20.000, ni con el robo de las mejores tierras del país, ni con la situación de los tres millones de desplazados. La ciudad colombiana es de una cultura oprobiosamente individualista, pragmática, indiferente, arribista, hedonista y cortoplacista. Pero es que pocas cosas tienen el poder de despertar el interés de una sociedad urbana dedicada a lograr alcanzar el disfrute, el goce y la mayor comodidad, dentro de un modelo parroquial de consumo, estimulado por las promociones diarias de cuanto cacharro se les ofrezcan y por el aumento de unos ingresos que nadie quiere reconocer de donde vienen, porque ésta verdad sería muy incomoda tanto adentro como fuera, puesto que no tienen mayor explicación, ni por el empleo que cada vez es menor y más precario, ni por el aumento de los salarios, que ya se los tragó en parte la inflación, ni por el crédito que cada vez es y será mas caro. La verdad es que para nuestra población urbana el campo en Colombia ha sido un lugar lejano, distante, desconocido a tal punto que la mayoría de los niños, nacidos en la ciudad, no han visto en su vida, cara a cara, una vaca, ni han visto ordeñar, ni han disfrutado de una gallina empollando y menos, como diría un viejo profesor de pediatría, "han visto alumbrar carne en garabato"; y tampoco tienen idea de lo que son las faenas propias de esa extensa y desconocida zona del país.

El campo ha sido un lugar a donde, en el mejor de los casos, se viaja en vacaciones a descansar, o en otros más escasos aún, es el lugar en donde se poseen las tierras que producen las buenas ganancias, incluidos los negocios ilícitos, que permiten a algunos vivir cómodamente en la ciudad. Y para muchos otros el campo sólo ha sido ese lugar lejano de donde han llegado y siguen llegando las migraciones de mano de obra (reserva de mano de obra) que le ha permitido a los gobernantes equilibrar los salarios mínimos urbanos. Otras veces, las incómodas olas de miserables, llamados hoy desplazados, que deslucen y convierten a las ciudades en verdaderos infiernos, cuando el conflicto del campo se traslada a las zonas más deprimidas de aquellas. Entonces, la ciudad exige a gritos seguridad y fuerza pública, que a la postre llevan a convertir estas zonas, en sucursales de los escenarios de guerra de campo y posteriormente a experimentar modalidades de modernización, urbanización e integración social, que no por novedosas, respetan el origen y la cultura campesina de sus habitantes. ¿Alguien ha llegado a pensar en el drama interno de quién es un desplazado o es hijo de desplazados, en la rabia de quién perdió su entorno, su familia, su casa, sus medios para vivir y tuvo que venirse a sobrevivir del rebusque en un medio ajeno a su cultura y sus costumbres? En esta forma, la relación de la población urbana con el campo ha sido siempre distante, desconfiada, perversa, oportunista e instrumental, y viceversa, porque el campesino también ha aprendido con el tiempo ( mucho más de cincuenta años) y ha llegado a darse cuenta que la ciudad no es su amiga. Que de allí han partido siempre los engaños, las trampas y la violencia.

Esta relación utilitaria e instrumental muy pocas veces ha visto en el campesino colombiano un ser humano integral, que por su origen y naturaleza requiere de la tierra para vivir, y por lo mismo, en los programas de los políticos solamente lo han visto como el siervo sin tierra, el católico convencido que debe rendir cristiana obediencia a su patrón o jefe, y votar por los caudillos locales y regionales. Esta relación de desconfianza bilateral ha desembocado siempre en una incapacidad inmensa para que ciudad y campo se sientan ciudadanos de un mismo país, y por lo mismo, mientras la población campesina es masacrada, como ha ocurrido desde hace medio siglo con inmensa sevicia y crueldad, la población urbana voltea la espalda al drama y sigue discutiendo sobre la juricidad o legalidad de entablar un diálogo con aquellos a quienes históricamente siempre ha visto como la "chusma" o el "guerrillero", y que por último vino a caer en la cuenta de que eran sólo simples terroristas, luego del derrumbe de las torres gemelas en los EU.

Ha sido tan grande este abismo entre la ciudad y el campo en nuestro país que le ha permitido, por casi medio centenar de años a nuestra clase dirigente, y desde la misma ciudad, la capacidad para enfrentar movimientos hoy llamados terroristas como las FARC, el ELN, el M19, otros de menor importancia y a las AUC (todas ellas narcotraficantes, o no) con las Fuerzas Armadas de la nación, que siempre han tenido el monopolio constitucional del uso de las armas, en una prolongada y sanguinaria guerra, eminentemente campesina.

Porque los cinco grupos en contienda, (excepción del M19 que fue un movimiento básicamente urbano y supo darse cuenta de esto rápidamente y se salió de la trampa de la guerra campesina), son sin poderlo negar, de la misma familia, del mismo linaje, hablan la misma lengua mestiza y hasta llegan a tener el mismo color de la piel y se alimentan de los mismos platos regionales, y tienen las mismas costumbres y cultura, es decir, son de amplia extracción campesina. En estas batallas, cuerpo a cuerpo de pueblo contra pueblo, no han estado comprometidas, salvo muy pequeñas excepciones, familias urbanas. Allí no hay señores de clubes, no hay ministros de defensa, no hay empleados públicos, ni clases medias arribistas y tampoco hay gerentes ni empresarios y mucho menos representantes de los medios de comunicación.

Estos son los dos países, el urbano que mira con indiferencia, como se desangran en tierras lejanas y míticas, los otros, los campesinos, mientras con los códigos en una mano y la Carta Política en la otra, se nutren de la ideología de los medios de comunicación. Allá en estos territorios que ahora llaman "el campo colombiano”, los otros, nuestra más inmediata semejanza, campesinos en traje de campaña legal unos, o ilegal otros, y los civiles, campesinos simplemente sin uniforme, pero de igual linaje y con una misma cultura y unas mismas costumbres, han muerto a diario desde hace más de cincuenta años en una lucha fratricida, que ahora se quiere actualizar con diferentes nombres, para buscar réditos políticos.

¿Cuáles serán entonces, las razones de esta guerra y de este desangre, que ya va para largo?