1 de diciembre de 2007

Fetichismo democrático

Nota de MIS XXI

En este nuevo análisis, Atilio Borón nos ilustra sobre la democracia real que viven los pueblos latinoamericanos, y basado en la última encuesta de Latinobarómetro, sostiene que en nuestros países, más que democracia, lo que se vive es una especie de plutocracias que gobiernan con, por y para las clases más pudientes.

MIS XXI ha tratado este tema en repetidas oportunidades porque considera que la mal llamada democracia de que alardean los gobiernos latinoamericanos, es lo que impide la “Integración Social”, principal postulado de esta página con, por y para el cual trabaja.

En su introito, Borón se representa un delicioso diálogo en el Aristóteles de hace 2.500 años y el mundo de hoy que también resulta muy interesante.

El texto original de este análisis lo pueden encontrar con sus respectivas notas y bibliografía en http://www.rebelion.org/docs/59795.pdf

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Atilio A. Boron*

Aristóteles en Macondo: notas

sobre el fetichismo democrático

en América Latina

* Investigador Principal del CONICET. Profesor Titular de Teoría Política, Facultad de

Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Director del Programa Latinoamericano

de Formación en Ciencias Sociales del Centro Cultural de la Cooperación, Buenos

Aires, Argentina. El autor agradece los comentarios de Alejandra Ciriza, Fernando Lizárraga,

Miguel Rossi y Tomás Varnagy a una primera versión de este trabajo.

EN UN TRABAJO ANTERIOR, proponía realizar un breve ejercicio ficcional con el objeto de clarificar la situación actual de la democracia en América Latina (Boron, 2006). Dicha propuesta tenía como supuesto la insatisfacción predominante por el decepcionante desempeño de los (mal) llamados gobiernos “democráticos” de la región, que no sólo estaban deteriorando seriamente la legitimidad de esos regímenes políticos sino, más grave aún, minando la valoración popular de la propia idea democrática como un modelo ideal de organización de la vida política y social.

EL RETORNO DE ARISTÓTELES

El ejercicio, que no pude sino esbozar en el artículo de la Socialist Register 2006 y que deseo exponer ahora en todos sus detalles, consistía en lo siguiente: imaginemos que los grandes avances en la biología y la bioingeniería nos permitieran regresar a Aristóteles al mundo de los vivos y, más concretamente, a esta gigantesca Macondo en que se ha convertido América Latina. Admiradores de su talento y sus extraordinarios logros en los más diversos campos del saber –recordemos que Marx lo describió como “la cabeza más luminosa del mundo antiguo”–, los integrantes del Grupo de Trabajo de CLACSO sobre Filosofía Política lo recibiríamos con gran entusiasmo y, preocupados por descifrar la situación política imperante en América Latina, le pediríamos que nos ayudara a examinar la naturaleza de las así llamadas “democracias latinoamericanas”.

Uno de los nuestros le formularía una petición, más o menos, en los siguientes términos: “Maestro, usted que elaboró la primera gran tipología de los regímenes políticos, perfeccionando la que había propuesto Platón en República, y teniendo en cuenta que la suya ha llegado hasta nuestros días como el paradigma insuperable de la taxonomía política, ¿cómo evalúa a las democracias de América Latina?”.

Fiel a sus cánones metodológicos, el Estagirita recopilaría prolijamente los datos fundamentales de nuestras sociedades, economías y estados, examinaría comparativamente las semejanzas y diferencias entre ellos y, seguramente, luego de manifestar su perplejidad ante nuestra pregunta –redundante según su parecer ante lo obvio de la situación diría que su conclusión irrefutable es que tales regímenes pueden ser cualquier cosa menos democracias. “No olviden que, tal como lo escribí en mi Política, la democracia –nos diría ya con un ligero tono de reproche– es el gobierno de los más, de las grandes mayorías, en beneficio de los pobres, que en todas las sociedades conocidas, no por casualidad sino por razones estructurales, siempre son mayoría. Así era en mi tiempo, y aunque abrigaba la esperanza de que tal cosa pudiera ser superada con el paso de los siglos, veo con mucha desilusión que lo que parecía ser una desgracia del mundo griego reaparece, con rasgos aún más acusados y escandalosos, en la sociedad actual, llegando a extremos jamás vistos en mi época”.

Un silencio sepulcral descendió sobre los politólogos y científicos sociales allí reunidos. Nada menos que él, el “padre fundador” de la ciencia política, inmortalizado por Rafael en aquel famoso cuadro en que se lo representa conversando animadamente con Platón saliendo de la Academia, con su mano señalando enfáticamente el suelo al paso que su maestro, fundador a su vez de la filosofía política, eleva un dedo hacia los cielos, lugar donde se encuentran las ideas eternas de lo justo, lo bello y lo bueno, entre tantas otras. Uno de los expectantes, con el rostro demudado ante el derrumbe de las arraigadas convicciones teóricas alimentadas en las agotadoras jornadas de su doctorado en ciencia política –con la interminable seguidilla de papers sobre temas que no le interesaban, el suplicio de los exámenes omnicomprensivos, la lucha para constituir el comité de tesis, las dificultades infinitas con su tutor y sus ideas, etc.– apenas alcanzó a balbucear, con un hilo de voz, lo que parecía ser una poco convincente protesta: “Pero, Maestro: las elecciones periódicas, el sufragio universal, ¿no son acaso signos inequívocos de que estamos en presencia de una democracia? No serán como las que usted conoció en la Atenas de Pericles, pero… ”. El Filósofo se volvió rápidamente hacia el escéptico, al que miró de arriba abajo con un gesto de indisimulada sorpresa, y le dijo: “Sí. Tienen elecciones y sufragio universal; veo que hacen costosas campañas políticas; pero hay que tener siempre presente una distinción, que por lo visto sus maestros en el doctorado dejaron de hacer, entre esencia y apariencia. La esencia de la democracia es la que expliqué antes: gobiernos de los más en provecho de los pobres. Las apariencias de la democracia, ‘elecciones libres’, ‘sufragio universal’, ‘imperio del derecho’, entre otras, pueden o no corresponder a la esencia, pero por lo general están muy mediatizadas y por eso resultan engañosas. No existe una correspondencia directa y unívoca entre esencia y apariencia, y mucho menos en esta sociedad que ustedes llaman ‘capitalista’, en donde la deshumanización ha llegado a un punto inimaginable –no sólo entre los griegos sino entre los bárbaros–, con el trabajo humano, la tierra y los bienes de la naturaleza convertidos en mercancía, algo que sólo cabe en la cabeza del más rapaz e insolente de nuestros mercaderes y usureros. Tal como lo hizo notar a mediados del siglo XIX un genial jovencito alemán, nacido en Tréveris, toda esta sociedad gira y funciona en torno al fetichismo de las mercancías. Una sociedad a la cual ustedes se han habituado a tal

punto que la consideran como un orden espontáneo y por eso mismo ‘natural’, algo que uno de mis oblicuos detractores, un tal Von Hayek (que muchos profesores de ciencia política desprecian o miran con condescendencia) llama kosmos y que hubiera horrorizado a los antiguos.

Ahora todo se convierte en mercancía: el trabajo, los recursos naturales pero también las ideas (para escándalo de mi gran maestro Platón), las religiones y, por supuesto, eso que ustedes muy a la ligera llaman democracia, también se ha convertido en una mercancía; y como tal, sometida a la lógica del fetichismo que impregna toda esta sociedad. Al transformar las más diversas manifestaciones de la vida social en mercancías que se compran y venden en el mercado, la sociedad pasa a vivir en una gran ficción, porque separa los objetos de sus creadores.

Claro que esto nada tiene que ver con la tesis de un pensador de lo que siglos después de mi partida de este mundo los romanos denominaran la Galia, un señor llamado Baudrillard, quien acaba de reunirse con nosotros, y que hace del simulacro el rasgo distintivo de la sociedad posmoderna. Precisamente, el simulacro no sólo no es lo mismo, sino que escamotea la fetichización universal de la sociedad capitalista”.

Aquí el Filósofo hizo un alto con la intención de apreciar el efecto de su argumentación. Por supuesto, la cabeza nos bullía con muchísimas preguntas, y no salíamos de nuestra sorpresa al comprobar cómo Aristóteles había seguido el desarrollo del pensamiento político hasta llegar a nuestros días.

“El hombre no crea la naturaleza pero su praxis la transforma, y en una sociedad como esta no sólo la transforma sino que la destruye, tal vez irreparablemente –continuó diciendo Aristóteles, pero al producirse la separación entre el productor y lo producido, las mercancías aparecen como los verdaderos agentes de la vida social cuando no son sino expresión de las relaciones sociales subyacentes. Y lo que me sorprende es que la mercantilización en este tipo de sociedad ha llegado tan lejos, que el sombrío cuadro pintado por un nativo de lo que los romanos llamaron Britannia –un tal Tomás cuyo apellido ahora no recuerdo, en un maravilloso librito en el que inspirado en las enseñanzas de mi maestro en la Academia se dio a imaginar sociedades perfectas, parece hoy el retrato de una fiesta en comparación a lo que he visto en mi temporario regreso al mundo de los vivos1. Y he visto con sorpresa que, ante este bochornoso espectáculo que ofrecen las sociedades latinoamericanas, algunos de sus colegas han tenido la osadía de pretender interpretar sus movimientos y conflictos como propios de la ‘posmodernidad’.

No entiendo cómo sería posible utilizar una categoría de análisis como esa para entender a sociedades en las que más de la mitad de la población se halla hundida en la miseria, la indigencia y la ignorancia, privada para siempre, por eso mismo y sus secuelas, de un futuro digno de la condición humana. Para mí todo eso carece por completo de sentido. Si Habermas, un nativo de la bárbara Germania –una tierra que entre nosotros era considerada constitutivamente inepta para la reflexión filosófica, aunque en los últimos siglos ese diagnóstico fue desmentido– habló de la ‘modernidad como un proyecto inconcluso’, ¿tiene algún sentido pensar que entre ustedes la modernidad se haya realizado y ya estén navegando por las tranquilas y aburridas aguas de la posmodernidad o, como declara Lipovetsky en su último libro, la ‘hipermodernidad’ (?).

A estas alturas, el regreso de Aristóteles se había transformado en una incómoda visita para más de uno. Por eso, no sorprendió a nadie que un joven académico, formado en la más rígida tradición del positivismo en una universidad de la Ivy League norteamericana, infestada de adictos a la “numerología” y la rational choice, interrumpiera abruptamente el monólogo del Filósofo haciéndole notar, con un dejo 1 Aquí Aristóteles se refiere, naturalmente, a la obra de Tomás Moro, Utopía.

En cuanto a Gilles Lipovetsky, es de destacar que en este libro el autor de El imperio de lo efímero y La era del vacío afirma muy orondo que “lo posmoderno” ha llegado a su fin y que hemos ingresado en la era “hipermoderna” (Lipovetsky, 2006).

¿Qué tipo de cambio estructural se habrá producido para sancionar el fin de una era y el comienzo de otra de picardía, que en su argumentación dejaba entrever un discurso que no era suyo sino de un autor muy posterior: Karl Marx.

“Puede ser –dijo Aristóteles– a él me refería cuando hablaba del jovencito nacido en Tréveris. Fue una de las personas que con mayor seriedad y rigurosidad leyó toda mi obra –pese a que quienes hoy gustan autodenominarse ‘filósofos’ rehuyen de estudiarlo, demostrando así que son indignos de merecer ese nombre y que, como máximo, podría considerarse a algunos de ellos como versiones modernas de los sofistas: amantes del brillo retórico y el juego de palabras pero despreocupados por completo de la búsqueda de la verdad y aún menos útiles a la sociedad que mis adversarios intelectuales y políticos de la Atenas Clásica.

Me complace ver aquí y allá en sus numerosos escritos –muchos de ellos producidos en el estilo frontal y pendenciero del pueblo bárbaro al que pertenecía– referencias permanentes a mis pensamientos. Marx, al igual que yo, escribía sobre filosofía, sobre política, sobre economía y sobre historia. Sólo espíritus increíblemente limitados y pequeños pueden abstenerse de leer su obra por no ser la de un ‘filósofo’ de profesión.

Fue precisamente porque Marx me leyó con mucha atención –y entendió lo que quería decir, no como tantos otros que nunca me entendieron– que nada menos que en el primer capítulo de su obra magna comienza con la distinción que yo estableciera entre ‘valor de uso’ y ‘valor de cambio’. Además, la diferenciación que yo trazara entre ‘economía’ y ‘crematística’ fue adecuadamente re-elaborada por él en su análisis de la sociedad burguesa. La primera tiene por fin la producción de los bienes materiales requeridos para la vida buena; la segunda promueve la adquisición ilimitada de la riqueza y su causa final es la obtención del máximo lucro posible. Si en mi Ética a Nicómaco y en Política digo que la crematística parece tener por objeto la inagotable acumulación de dinero, Marx diría, un par de milenios más tarde, que la ley absoluta del modo de producción capitalista es la ilimitada producción de plusvalía.

Por eso condené con energía a la crematística como ‘antinatural’, y muy especialmente a la usura, su forma prototípica de creación de riqueza mediante el dinero que genera un interés y no mediante la producción.

Y también señalé los efectos altamente perniciosos que la crematística tiene sobre la naturaleza de los regímenes políticos”.

“Marx también tomó nota de mi distinción entre esencia y apariencia, y escribió que si la segunda reflejara exacta y fielmente la primera, no serían necesarias ni las ciencias ni la filosofía, porque la verdad de las cosas se haría evidente aun para los espíritus más toscos y obtusos. El mundo perdería la opacidad que lo caracteriza y cualquiera podría captar la esencia de las cosas. Al plantear así el asunto, dijo algo que es absolutamente cierto, comprendiendo con precisión un mensaje que yo había procurado transmitir hace hoy dos mil quinientos años y que, gracias a su labor, veo que tiene utilidad para describir no sólo la sociedad actual y el sistema económico imperante sino, asimismo, eso que ustedes en un alarde de imprudencia denominan ‘regímenes democráticos’ en América Latina, regímenes que no escapan a la fetichización que caracteriza a la sociedad capitalista y que se propaga por todos sus intersticios, sin que la vida política presente una barrera ante tan peligrosa dolencia”.

El joven doctor de la Ivy League no se daba por vencido e insistió en que aún no entendía del todo el razonamiento del Filósofo. Este lo miró, ya con un cierto fastidio, y dijo: “debo confesar que estos regímenes que ustedes con mucha ligereza denominan ‘democracias latinoamericanas’, en rigor de verdad, son oligarquías o plutocracias, es decir, gobiernos de minorías en provecho de ellas mismas. En realidad, el componente ‘democrático’ de esas formaciones deriva mucho menos de lo que son que del simple hecho de que surgieron con la caída de las dictaduras de seguridad nacional y recuperaron algunas de las libertades conculcadas en los años setentas, pero de ninguna manera llegaron a instituir, más allá de sus apariencias y rasgos más formales, un régimen genuinamente democrático. Por lo tanto, si su caracterización como ‘plutocracias’ u ‘oligarquías’ les parece demasiado radical o les resulta indigesta –lo dijo mirando fijamente al joven doctor– sugiero entonces otro nombre: ‘regímenes post-dictatoriales’. Pero ‘democracias’, jamás”.

Ya el Estagirita hablaba con un tono desafiante. Diríase que se estaba divirtiendo ante la desesperada batalla que, infructuosamente, libraba el graduado de Chicago. Implacable, prosiguió con su argumentación, que a estas alturas parecía ya más una filípica que un amable intercambio de puntos de vista académicos. “¡No alcanzo a comprender cómo es posible que ustedes sigan hablando de democracia, ‘gobernanza’, competencia partidaria, etc., como si todo ello no estuviera referido a un determinado ordenamiento económico y social que le sirve de sustento!”, dijo en medio de un murmullo difuso y las protestas de unos pocos que, fieles a la tradición marxista, le pedían al Filósofo que no generalizara y le explicaban que no compartían lo que estaba planteando su interlocutor, que ellos nunca aceptaron la barbarie positivista de seccionar a la sociedad en partes distintas, separadas y autónomas, comprensibles cada una de ellas por sí mismas. Tampoco eran muchos los que, entre nosotros, adherían a pie juntillas a la reconstrucción contemporánea de la tradición republicana, que juzga a los regímenes políticos según una lógica interna y completamente aislada de los determinantes que se desprenden de la estructura social, las clases sociales y la vida económica. Aristóteles asintió con satisfacción y prosiguió diciendo: “Tampoco entiendo cómo es posible que quienes sucedieron a los tiranos de uniforme no hayan hecho otra cosa que acrecentar las desigualdades y ahondar hasta grados extremos el pozo que divide ricos de pobres. ¡Eso no lo hace ninguna democracia!”.

En su voz se notaba la molestia que sentía al tener que repetir asuntos que, se suponía, debían ser ya conocidos por todos. Recorrió con la vista a su estupefacta audiencia y prosiguió: “Estos son regímenes oligárquicos, y en honor a mi gran maestro, Platón, diría que son regímenes tan poco promisorios y propensos a la virtud como respetado era Pluto en el Olimpo de los griegos. Pluto era a veces representado como un viejo, encorvado, cojo y ciego, ¿cómo podía conducir a los suyos por el camino que llevaba a la buena sociedad? Pluto era riquísimo, pero infeliz. Y lo que ustedes llaman ‘democracias latinoamericanas’ son plutocracias de una perversidad sólo comparable a las peores tiranías del Peloponeso o los gobiernos que medraban entre los pueblos más bárbaros del norte de Europa, como los suizos, los germanos o los escandinavos, sus cerebros contraídos y agarrotados por los fríos glaciales.

Plutocracias perversas porque exhiben una anomalía que puede confundir a los espíritus más crédulos, de esos que tanto abundan en los programas doctorales de ciencia política: los oligarcas latinoamericanos se adornan con los vistosos ropajes de las democracias (¿recuerdan lo que decía Platón acerca de este régimen, el más bello y vistoso de todos los conocidos?) hacen extensas campañas electorales en las cuales sus líderes pronuncian vibrantes discursos y efectúan todo tipo de promesas, entablan pseudo-polémicas que como tal sólo remiten a los aspectos más superficiales de la vida social pero, una vez en el gobierno, lo que hacen es asegurarse de que los ricos se enriquezcan más, y ello sólo es posible sumiendo a los pobres en la indigencia más absoluta, al paso que pregonan a los cuatro vientos la vigencia de ejemplares constituciones cuyas previsiones son violadas a diario impunemente (¿no incluyen acaso la mayorías de las constituciones latinoamericanas cláusulas relativas al ‘derecho al trabajo’, mientras en la vida social campea el desempleo?) o de leyes que garantizan el más irrestricto disfrute de todas las libertades, algo que sólo pueden hacer quienes cuenten con el dinero necesario para disfrutar efectivamente de dichas libertades.

¿Qué tiene que ver todo esto con la esencia de la democracia? Poco o nada. Demuestra, eso sí, los alcances del fetichismo democrático o, mejor, ‘pseudo-democrático’: al igual que las mercancías, que se supone concurren por sí mismas al mercado, las formalidades aparentes de la democracia se independizan de los contenidos concretos sobre los cuales se erigen y aparecen como si por sí solas fuesen suficientes para convertir en democrático un régimen que no lo es”.

“Por supuesto, esto no significa que todas esas formalidades sean irrelevantes, dado que algunas de ellas hacen a la esencia de la vida democrática. Pero en su caso, por ejemplo, la libertad de prensa sancionada en las leyes es cancelada por la complicidad de sus gobiernos con la concentración monopólica de los medios; y las elecciones en realidad no permiten elegir sino muy poca cosa, porque sólo quienes disponen de mucho dinero pueden presentar candidaturas con alguna posibilidad de éxito y financiar costosas campañas de propaganda política, por lo que los márgenes de elección popular se limitan a decidir cuál será el equipo

encargado de aplicar la política que beneficia a los ricos. Y si bien en materia de derechos humanos han casi desaparecido los horrores del pasado (aunque no en todos los países), la situación dista mucho de ser satisfactoria, porque la indefensión de los sectores populares más postergados (sobre todo campesinos e indígenas) ante los atropellos y crímenes de la policía, guardias privados y paramilitares sigue siendo escandalosa”.

Y continuó: “Ustedes deberían recordar que para mí la democracia no es el mejor régimen político. Pero no por su componente popular, por cierto que muy importante y valioso, digno de todo mérito, sino porque al preocuparse exclusivamente por el bienestar de los pobres, que siempre son la mayoría, la democracia se convierte en un régimen ilegítimo que descuida el interés de quienes no forman parte de la mayoría.

Mi polis ideal es la politeia, que es el gobierno de las mayorías, como en la democracia, pero en beneficio de toda la sociedad. Sé que es muy difícil de concretar. Por eso en mi tipología, si bien le asigno el lugar de privilegio, también observo que en el mundo real la democracia es la mejor aproximación posible a aquel régimen ideal. No obstante, para que esa aproximación sea verdadera y no una mera manipulación, es preciso contar al menos con los requisitos propios de una democracia, cosa que, por lo general, no es dable encontrar en América Latina”.

“De este modo, tienen razón quienes entre ustedes, sobrevolando este deprimente paisaje económico y social incompatible con una genuina democracia, concluyen que sus fallidas democracias son gobiernos de los mercados, por los mercados y para los mercados, algo completamente inimaginable en mi tiempo, dada la debilidad estructural de los mercados, y reconocen que carecen por completo de las condiciones requeridas para poder hablar, en un sentido estricto, de democracia”. Y sin decir una palabra más, se marchó.

HECHOS

Este diálogo imaginario con Aristóteles y su crítica demoledora a las apariencias democráticas que encubren la naturaleza de regímenes profundamente antidemocráticos exige replantear la cuestión de la democracia en otros términos. Una breve ojeada a algunos datos muy elementales, pero pese a ello suficientemente contundentes, que surgen de la encuesta anual que realiza la Corporación Latinobarómetro en dieciocho países de América Latina ratifica plenamente la negativa de Aristóteles a considerar como democráticas formas estatales que no lo son.

Antes de analizar los datos, conviene introducir una pequeña digresión: esta encuesta se llevó a cabo en la casi totalidad de los países considerados como “democráticos” de la región. El sesgo ideológico del estudio se pone en evidencia cuando, sin mediar ninguna explicación, se anuncia que con la inclusión de República Dominicana en los relevamientos

se completan “todos los países del mundo latinoamericano, con la excepción de Cuba” (Corporación Latinobarómetro, 2006: ¿Significa esto entonces que Cuba no es una democracia? La parquedad del Informe parece sugerir esa interpretación, lo que no sorprende dado que este prejuicio forma parte de las premisas implícitas del saber convencional de las ciencias sociales que, de ese modo, obvian una discusión que debiera darse sobre el tema6. En consecuencia, la “apariencia” de la competencia electoral multipartidaria en las llamadas democracias latinoamericanas parece ser el rasgo decisivo que trazaría la línea de diferenciación entre democracias y no-democracias. En el caso de Cuba, tal decisión, arbitraria e insostenible a la luz de las ciencias sociales, eclipsa por completo la “esencia” de la organización política cubana y su democracia radical de base. John Stuart Mill, no precisamente un autor marxista, decía que uno de los rasgos de la democracia era la similitud entre las condiciones de vida de gobernantes y gobernados.

Si aplicáramos ese criterio a los sistemas políticos de la región, el único país democrático de América Latina sería Cuba, porque allí los gobernantes y más altos funcionarios del estado viven en idénticas condiciones, y soportando las mismas restricciones económicas, que todos los ciudadanos. En las “democracias” latinoamericanas, el espectáculo habitual muestra, por el contrario, a una clase política opulenta –en muchos casos haciendo ostentación de su riqueza; en otros, de manera más recatada, pero conviviendo dificultosamente con una retórica “progresista”– en medio de poblaciones empobrecidas, humilladas y oprimidas como nunca. Será tal vez por eso que las ciudadanas y ciudadanos de estas sedicentes democracias reconocen, en la abrumadora mayoría de los casos, tal como lo demuestra la encuesta de Latinobarómetro, que sus gobernantes gobiernan en favor de las clases dominantes, aunque para expresarlo no utilicen exactamente estas palabras.

Dejando de lado la digresión anterior, una de las preguntas de dicha encuesta se inspiraba claramente en las enseñanzas de Aristóteles: ¿para quién se gobierna en América Latina? Ante esta pregunta, apenas el 26% de los entrevistados sostuvo que se gobierna para el bien de todo el pueblo, mientras que el 69% declaró que los gobiernos lo hacen en beneficio de un puñado de grupos muy poderosos. Estas cifras, señalan los redactores del Informe, con todo lo deprimentes que son, representan una leve mejoría en relación a las registradas el año anterior, en el que los porcentajes fueron, respectivamente, 24 y 72%. Aristóteles sin dudas habría hecho hincapié en este hallazgo y señalado que tal rasgo –una minoría que gobierna en provecho propio–, al margen de las “apariencias” que se derivan del sufragio universal y el régimen electoral, es precisamente lo que caracteriza a las oligarquías o plutocracias. Téngase presente, además, que las cifras arriba mencionadas son promedios para toda la región latinoamericana. Desagregando esas cifras por países, tal como aquel lo hiciera al examinar las constituciones de las polis griegas, veremos cómo en varios casos la percepción popular de que los gobiernos convencionalmente caracterizados como “democráticos” gobiernan exclusivamente para los ricos se acentúa notablemente.

En Ecuador, sólo el 11% de los entrevistados creían, antes del triunfo de Rafael Correa, que el gobierno ejercía sus funciones con vistas a satisfacer el interés general de la población. En El Salvador, Nicaragua, Paraguay, Perú, Guatemala y Honduras, esa cifra oscilaba entre el 14 y el 20%. En Costa Rica y Argentina, países que, según el saber convencional, son poseedores de una larga tradición democrática, el número apenas ascendía al 22%; y en Chile, considerado por los científicos políticos made in America (aunque hablen español o portugués y hayan hecho sus doctorados en América Latina) como la transición más exitosa

de la región, la mejor copia de la tan elogiada transición española (cuyos claroscuros han sido cuidadosamente ocultados ante la opinión pública nacional e internacional), sólo un 27% de los entrevistados consideraban que el gobierno privilegiaba el interés de la sociedad en su conjunto; en tanto, en la Colombia de Uribe, “niña mimada” de la Srta. Condoleezza Rice, apenas se llegó al 28%. El caso más edificante dentro de este ominoso panorama lo constituye Venezuela, paradójicamente, el país que ha sido objeto de los mayores ataques por parte de la Casa Blanca bajo la acusación de que el gobierno de Hugo Chávez debilitó gravemente la institucionalidad democrática (cuestión de la cual los venezolanos parecen no haberse percatado, puesto que el 50% de la población cree que sus mandatarios gobiernan a favor de todo el pueblo).

Para Aristóteles, la simple inspección de estas cifras demostraría la naturaleza profundamente oligárquica de la enorme mayoría de los mal llamados regímenes “democráticos” de la región. Evidentemente, el padre fundador habría estado en lo cierto. El análisis de las políticas públicas de estos regímenes “post-dictatoriales” demuestra inequívocamente su intención de favorecer a las clases dominantes, todo esto convenientemente justificado apelando a una serie de teorías como la “globalización”, que supuestamente no dejaría otra alternativa más allá del Consenso de Washington, y la “gobernanza democrática” (eufemismo para no confesar lo inconfensable: que se gobierna en función de las demandas y exigencias de los oligopolios que controlan los mercados), para citar apenas las más socorridas. Un elemento subjetivo: la percepción de la ciudadanía demostraba ser altamente consciente de esta realidad, con lo cual el análisis objetivo de las

pseudo-democracias y sus políticas concretas coincidía plenamente con la apreciación subjetiva del demos.

Otros datos que surgen de la misma encuesta reconfirman la conclusión anterior. En una de las preguntas se les pedía a los entrevistados que se manifestaran en relación al funcionamiento de la democracia en su propio país: apenas un 38% respondió estar “muy satisfecho” y “más bien satisfecho”. Es razonable pensar que si, por su vaguedad, la segunda categoría hubiera sido excluida de este agrupamiento de respuestas, la proporción de satisfechos con las democracias “realmente existentes” en Latinoamérica habría descendido a niveles escandalosos.

Pese a ello, existen sólo tres países en donde más de la mitad de la población se declara “satisfecha”: Uruguay, con el 66%; Venezuela, con el 57% y Argentina, con el 50%. En Chile sólo el 42% manifiesta estarlo, y en Brasil, tan elogiado por los grandes círculos financieros internacionales, esa proporción desciende aún más, al 36%, al paso que en la Colombia de Uribe, puntal de las democracias latinoamericanas según los altos funcionarios de Washington, baja al 33%.

Para ir cerrando: en la misma encuesta de opinión pública, se incluyó una sección donde se les preguntaba a 231 líderes de la región (varios ex presidentes, ministros, altos funcionarios del estado, presidentes de empresas, entre otros) quiénes eran los que realmente ejercían el poder en América Latina. El 80% de estos altamente calificados informantes respondió que, más allá de previsiones constitucionales, el poder real lo detentaban las grandes empresas y los sectores financieros; y el 65% (porque la pregunta era abierta y se podía nombrar más de un grupo o sector) dijo que estaba en manos de la prensa y los grandes medios que, como es archisabido, en nuestros países están férreamente controlados por los grandes conglomerados corporativos. En un acto de inusual sinceridad, sólo el 36% de estos informantes clave –hombres y mujeres que frecuentan los más altos círculos del poder social– identificó la figura del presidente como alguien en posición de ejercer el poder real en América Latina, mientras que el 23% dijo que la embajada estadounidense es uno de los actores más poderosos en los asuntos locales. Ante esta escalofriante confesión, ¿podemos objetar la radical descalificación que Aristóteles propina a nuestras falsas democracias en el diálogo imaginario antes señalado? Después de esto, ¿quién puede hablar de democracia en América Latina? ¿No habrá llegado el momento de llamar las cosas por su nombre, abandonando el fetichismo democrático construido sobre ficciones tales como “elecciones libres”, “competencia partidaria” y otras por el estilo, designando a estos regímenes por sus verdaderos nombres: plutocracias u oligarquías?

UN DESEMPEÑO DECEPCIONANTE

Luego de casi un cuarto de siglo, el desempeño de los capitalismos democráticos latinoamericanos ha sido decepcionante, aun en los países en donde, supuestamente, las cosas han marchado tan bien que se los erige como modelo. Es el caso de Chile, exaltado ad nauseam pese a que todavía tienen vigencia muchos artículos de la constitución pinochetista y el perverso régimen electoral diseñado por los secuaces del régimen; o, con mayores calificaciones, el de México, que habría logrado la hazaña de pasar de la “dictadura perfecta” del PRI –Vargas Llosa dixit– a la genuina y sana competencia electoral que hizo posible el triunfo del PAN.

Luego de desembarazarse de las dictaduras de las décadas del setenta y ochenta, nuestras sociedades son hoy más desiguales e injustas que antes, lo que por lo menos constituye una escandalosa anomalía que socava –¿quizás irreparablemente?– la legitimidad de cualquier régimen que se autodenomine democrático. Nuestros pueblos, por otra parte, no son libres: permanecen esclavizados por el hambre, el desempleo y el analfabetismo.

Desde los años de la segunda posguerra, algunas sociedades latinoamericanas experimentaron un moderado progreso en los indicadores de desarrollo social. Una diversidad de regímenes políticos, desde variantes del populismo hasta algunas modalidades de desarrollismo, lograron sentar las bases de una política social que –en algunos países como la Argentina, por ejemplo– no sólo pudo impulsar una mejor distribución del ingreso sino que, inclusive, posibilitó la “ciudadanización” de las clases y capas populares (que tradicionalmente habían sido privadas de casi todos sus derechos), incorporándolas a la estructura del estado y facilitándoles la creación de organizaciones populares, sobre todo sindicatos, que pudieran velar más efectivamente por sus intereses.

Pero, la redemocratización de América Latina coincidió con el agotamiento del keynesianismo –del cual tanto los populismos como los desarrollismos latinoamericanos fueron tributarios– y el estallido de la crisis de la deuda hizo que aquellas políticas no sólo fueran abandonadas sino satanizadas. En esta nueva fase, celebrada como la reconciliación

definitiva de nuestros países con los imperativos inexorables de los mercados globalizados, los viejos derechos –como salud, educación, vivienda y seguro social–, que habían sido en algunos casos vigorosamente reafirmados como expresiones inseparables de la ciudadanía política, fueron abruptamente “mercantilizados”, convertidos en mercancías inaccesibles para los sectores populares, empujando a grandes masas de la población a la indigencia. Agravando aún más la situación, las políticas neoliberales que acompañaron la recuperación de la “democracia” en América Latina tuvieron como resultado inmediato el acelerado deterioro de las precarias redes de seguridad social de carácter informal, producto de la solidaridad social que brotaba de una sociedad relativamente bien integrada en donde los trabajadores tenían empleo y sus áreas de residencia contaban con algunos servicios básicos que les permitían absorber la transitoria y marginal caída en el desempleo de una pequeña fracción de sus habitantes. Todo eso hoy ha desaparecido, junto con el debilitamiento radical de los sindicatos y diversos tipos de organizaciones populares y el auge de un individualismo desenfrenado, promovido activamente por los “señores del mercado” y la clase política que gobierna en su nombre, y que anatematiza cualquier estrategia colectiva de enfrentamiento de los problemas sociales. Esto forma parte del mecanismo auto-legitimatorio del capitalismo: si a alguien “le va mal” no es por culpa del sistema, sino de los propios individuos. En la periferia, el American dream sufre una metamorfosis digna de un cuento de Kafka y reaparece como la pesadilla de los eternos perdedores, culpabilizados por las derrotas que les infligen sus enemigos.

El resultado de esta penosa involución política y social ha sido que en las nuevas “democracias” latinoamericanas los ciudadanos viven atrapados y atormentados por una situación paradojal: mientras que en el “paraíso” ideológico del nuevo capitalismo democrático la soberanía popular y un amplio repertorio de derechos son reivindicados y exaltados por la institucionalidad del nuevo orden político, en la “tierra” prosaica del mercado y la sociedad civil, en los territorios liberados a la acción devastadora del capitalismo salvaje, esos mismos ciudadanos son meticulosamente despojados de estos derechos mediante ortodoxos programas de “ajuste y estabilización” que los excluyen de los beneficios del progreso económico, transformando a la reconquistada democracia en un simulacro desprovisto de cualquier contenido sustantivo.

No sorprende, entonces, que el resultado de este nuevo ciclo de democratización post-dictaduras haya sido, por lo tanto, un dramático debilitamiento del impulso democrático. Lejos de haber ayudado a consolidar las incipientes democracias, las políticas neoliberales las han socavado, y las consecuencias de esta desafortunada acción se perciben ahora con total claridad. Entre nosotros la democracia ha llegado a ser ese “cascarón vacío” del que tantas veces hablara Nelson Mandela, donde un número cada vez más creciente de políticos corruptos e irresponsables administran los países con la sola preocupación de agradar y satisfacer a las fuerzas del mercado, con una absoluta indiferencia en relación al bien común. Por ello, y retomando el diálogo imaginario con Aristóteles, estos sistemas políticos que prevalecen en la región no merecen ser llamados democracias: apenas les cabe el concepto de “regímenes post-dictatoriales”, nombre tal vez menos ofensivo que el que en estricta justicia les corresponde: plutocracias u oligarquías. De ahí la desconfianza que suscitan, su baja legitimidad popular y las pocas esperanzas que en ellos depositan los ciudadanos, un fenómeno que, como hemos visto, afecta con distintos grados de intensidad a todos los países de América Latina.

CONCLUSIÓN

La desilusión con el desempeño de las democracias en nuestra región no puede ser atribuida a supuestos déficits de nuestra cultura política o de nuestras tradiciones republicanas. Que tales deficiencias existen es indudable, pero que ellas jueguen un papel significativo en la crisis de las democracias latinoamericanas es mucho más debatible. Lo que sí resulta incuestionable, en cambio, es el fracaso de los gobiernos democráticos para hacer realidad la vieja fórmula de Lincoln: “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. El desencanto democrático tiene sus raíces en los malos gobiernos, no en la “mala ciudadanía”.

Invirtiendo el conocido sarcasmo de Bertolt Brecht (Pronunciado cuando, ante las grandes manifestaciones populares en contra del gobierno de la República Democrática Alemana a comienzos de los años cincuenta, el dramaturgo, de conocida filiación comunista, se refirió con sorna a una declaración del partido gobernante que sugería que tales protestas eran impropias del pueblo alemán. Brecht dijo entonces que “dado que el pueblo alemán no puede disolver a un mal gobierno, el gobierno debería disolver al pueblo alemán”), podría decirse que ante esta frustración, de lo que se trata no es de disolver al pueblo sino al gobierno, y reemplazarlo por otro mejor.

Por eso, desmontar el fetichismo que rodea nuestra vida democrática es una de las contribuciones más importantes que puede, y debe, hacer el pensamiento crítico de la región. Uno de los puntos cruciales de este programa es la deconstrucción de la falacia encerrada en la expresión “democracia capitalista” (o su equivalente: “burguesa”) y, llamando las cosas por su nombre, hablar en su lugar de “capitalismo democrático”. Tal como lo hemos planteado extensamente en otros lugares, no se trata sólo de un inocente cambio en el orden de las palabras (Boron, 2000: 161-166; 2006: 28-58). Con la expresión “capitalismo democrático”, lo que se está diciendo es que en estos regímenes políticos lo esencial es el capitalismo (y sus privilegiados actores: las grandes empresas y sus intereses), y que el componente democrático –expresado en el imperio de la soberanía popular y la plena expansión de la ciudadanía– constituye un elemento secundario subordinado a las necesidades de preservar y reproducir la supremacía del capital. La frase “democracia capitalista”, en cambio, paga tributo al fetichismo democrático al sugerir, mañosamente, que en esta clase de régimen lo esencial y sustantivo es la soberanía popular –expresada mediante el sufragio universal– y que el capitalismo sería tan sólo un simple aditamento que matiza el funcionamiento de un régimen político basado en el predominio de los intereses del demos. Nada podría estar más alejado de la realidad que tamaña distorsión. En las democracias “realmente existentes”, y no sólo en América Latina, quien manda es el capital, y la voluntad popular –adormecida, narcotizada, manipulada por la industria de la publicidad aplicada al control político, como lo observara con agudeza hace tiempo Noam Chomsky– juega un papel absolutamente secundario y marginal, con escasísima, si no nula, incidencia en la elaboración de las políticas públicas de un régimen erigido en su nombre y para la protección de sus intereses.

Podría decirse, ya que hemos iniciado este trabajo con aquel imaginario retorno a la antigüedad clásica, que la expresión “capitalismo democrático” es una verdadera contradictio in adjectio dado que, como se ha demostrado hasta el cansancio, la sociedad capitalista impone límites insuperables a la construcción de un orden político genuinamente

democrático11. Esto es así debido a que ella se constituye a partir de una escisión insuperable, e insanablemente incompatible con la democracia, entre vendedores y compradores de fuerza de trabajo, lo que coloca a los primeros en una situación de subordinación estructural que corroe inexorablemente cualquier tentativa de erigir un régimen democrático.

Que tal cosa no sea producto de nuestro “subdesarrollo” lo demuestra de sobra la literatura reciente sobre el desencanto democrático.

La “democracia liberal” se enfrenta a su progresivo vaciamiento y su inevitable desaparición. Sus deficiencias han adquirido proporciones colosales, y los descontentos ya son legiones tanto en las naciones capitalistas avanzadas como en la periferia. Se necesita urgentemente un nuevo modelo de democracia. Cierto: su reemplazo todavía está en formación, pero las primeras, tempranas señales de su llegada ya son claramente discernibles. Varios autores, entre ellos C. M. Macpherson y Boaventura de Sousa Santos, entre los principales, han examinado a fondo esta cuestión y promovido, en palabras de este último, la necesidad de “reinventar” la democracia (Santos, 2002; 2005; 2006; Macpherson, 1973).

Tal como fuera recientemente observado por Colin Crouch (2004) en un libro cuyo título lo dice todo: Pos-democracia, “tuvimos nuestro momento democrático alrededor de mediados del siglo veinte”, pero 11 Sobre este tema, la obra de Meiksins Wood (1999) sigue siendo una contribución extraordinariamente importante.

Hoy vivimos en una época claramente “posdemocrática”. Como resultado, “el aburrimiento, la frustración y la desilusión se han instalado después del momento democrático”. El más somero análisis de los sistemas políticos autodenominados democráticos demuestra lo siguiente: Poderosos intereses minoritarios han llegado a ser mucho más activos que la masa de gente común [...] las elites políticas han aprendido a manejar y manipular las demandas populares [...] el pueblo tiene que ser persuadido de votar en campañas publicitarias hechas desde arriba y las empresas globalizadas se han convertido en actores indisputables y prácticamente omnipotentes en los capitalismos democráticos (Crouch, 2004: XX).

Por una línea similar transitan las más recientes reflexiones de Gianni Vattimo (2006) sobre este tema. El autor, representante de una línea de pensamiento que él denomina “catocomunismo” por ser una combinación creativa –y políticamente explosiva, al menos en países como los nuestros– entre un catolicismo radical y el comunismo, se pregunta “¿qué normalidad puede tener una democracia como la italiana donde para presentar la candidatura a las elecciones hay que disponer de ingentes capitales y/o contar con el apoyo de una burocracia partidista que mantiene alejado cualquier cambio que la amenace?”. Pregunta que puede multiplicarse indefinidamente en proporción directa con el número de casos examinados dentro del universo de los capitalismos desarrollados. Por eso, concluye que “todo el sistema de democracia modelo, como la norteamericana, es un testimonio estrepitoso de la traición de los ideales democráticos a favor de la pura y simple plutocracia” (Vattimo, 2006: 102).

Todo lo anterior resulta doblemente cierto en sociedades como las latinoamericanas, en donde la autodeterminación nacional ha sido socavada inexorablemente por el peso creciente que fuerzas externas políticas y económicas han asumido en la toma de decisiones domésticas, a tal punto que la palabra “neo-colonias” describe a estos países mucho mejor que la expresión “naciones independientes”. De esta manera, la cuestión que se plantea con más y más frecuencia en Latinoamérica es: ¿hasta qué punto es posible hablar de soberanía popular –esencial para una democracia– sin soberanía nacional? ¿Soberanía popular para qué? ¿Puede un pueblo sometido al dominio imperialista llegar a tener ciudadanos autónomos que decidan sobre su propio destino? Bajo estas condiciones altamente desfavorables, sólo un modelo democrático muy rudimentario puede sobrevivir, cuya verdadera esencia, que asoma por debajo de sus apariencias democráticas, lo delata como una feroz plutocracia. Por consiguiente, la lucha por la democracia en América Latina, esto es, la conquista de la igualdad, la justicia, la libertad y la participación ciudadana, es inseparable de una lucha resuelta contra el despotismo del capital global. Más democracia implica, necesariamente, menos capitalismo. Lo que Latinoamérica ha estado obteniendo en las décadas de su “democratización” ha sido más capitalismo y no verdaderamente más democracia, y es precisamente contra esto que los pueblos de la región se están rebelando, cada vez más.