16 de marzo de 2007

¿Por qué socialismo?

Nota de MISS-XXI

Nuestro corresponsal virtual, Jorge Sarmiento, nos envía un interesante artículo del sabio Alberto Einstein, titulado ‘¿Por qué socialismo? Según nos informa el corresponsal, este artículo de Einstein fue publicado en el semanario, ‘Monthly Review’, de Nueva York, en mayo de 1949 y ahí considera que el socialismo es la ideología más aproximada a una justicia social que le proporcione al ser humano una vida más propia y productiva en sí y para sí mismo.

Einstein, quien puso a pensar y a decir a la humanidad que “todo es relativo”, lanza en este ensayo una serie de ideas económicas y sociales poco divulgadas, o mejor, absorbidas por su inmenso genio astrofísico. No obstante, una de ellas llama la atención en este escrito que bien vale la pena hacerle un apartado en la presentación:

“El hombre es, a la vez, un ser solitario y un ser social. Como ser solitario, procura proteger su propia existencia y la de los que estén más cercanos a él, para satisfacer sus deseos personales, y para desarrollar sus capacidades naturales. Como ser social, intenta ganar el reconocimiento y el afecto de sus compañeros humanos, para compartir sus placeres, para confortarlos en sus dolores, y para mejorar sus condiciones de vida. Solamente la existencia de éstos diferentes, y frecuentemente contradictorios objetivos por el carácter especial del hombre, y su combinación específica determina el grado con el cual un individuo puede alcanzar un equilibrio interno y puede contribuir al bienestar de la sociedad”.

Ésta no fue, sin embargo, la única o más relevante participación de Einstein en política. De hecho, es más notorio ‘El Manifiesto’ escrito por Russell y suscrito por Einstein seis años después (en julio de 1955), en el que, intelectual y científico, condenan el armamentismo en pleno furor de la Guerra Fría. Pero, la verdad-verdad, Einstein nunca fue ni ha sido tomado en serio en estos campos de la política y la ideología. Probablemente, la humanidad estuviera mejor si supiera menos sobre la relatividad y más sobre la paradoja de la soledad y la sociedad que conjuntamente encierra al hombre en su laberinto.

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¿Por qué socialismo?

Albert Einstein

Monthly Review, Nueva York, mayo de 1949.

¿Debe quién no es un experto en cuestiones económicas y sociales opinar sobre el socialismo? Por una serie de razones creo que sí.

Permítasenos primero considerar la cuestión desde el punto de vista del conocimiento científico. Puede parecer que no hay diferencias metodológicas esenciales entre la astronomía y la economía: los científicos en ambos campos procuran descubrir leyes de aceptabilidad general para un grupo circunscrito de fenómenos para hacer la interconexión de estos fenómenos tan claramente comprensible como sea posible. Pero en realidad estas diferencias metodológicas existen. El descubrimiento de leyes generales en el campo de la economía es difícil porque la observación de fenómenos económicos es afectada a menudo por muchos factores que son difícilmente evaluables por separado. Además, la experiencia que se ha acumulado desde el principio del llamado período civilizado de la historia humana --como es bien sabido-- ha sido influida y limitada en gran parte por causas que no son de ninguna manera exclusivamente económicas en su origen. Por ejemplo, la mayoría de los grandes estados de la historia debieron su existencia a la conquista. Los pueblos conquistadores se establecieron, legal y económicamente, como la clase privilegiada del país conquistado. Se aseguraron para sí mismos el monopolio de la propiedad de la tierra y designaron un sacerdocio de entre sus propias filas. Los sacerdotes, con el control de la educación, hicieron de la división de la sociedad en clases una institución permanente y crearon un sistema de valores por el cual la gente estaba a partir de entonces, en gran medida de forma inconsciente, dirigida en su comportamiento social.

Pero la tradición histórica es, como se dice, de ayer; en ninguna parte hemos superado realmente lo que Thorstein Veblen llamó "la fase depredadora" del desarrollo humano. Los hechos económicos observables pertenecen a esa fase e incluso las leyes que podemos derivar de ellos no son aplicables a otras fases. Puesto que el verdadero propósito del socialismo es precisamente superar y avanzar más allá de la fase depredadora del desarrollo humano, la ciencia económica en su estado actual puede arrojar poca luz sobre la sociedad socialista del futuro.

En segundo lugar, el socialismo está guiado hacia un fin ético-social. La ciencia, sin embargo, no puede establecer fines e, incluso menos, inculcarlos en los seres humanos; la ciencia puede proveer los medios con los qué lograr ciertos fines. Pero los fines por sí mismos son concebidos por personas con altos ideales éticos y --si estos fines no son endebles, sino vitales y vigorosos-- son adoptados y llevados adelante por muchos seres humanos quienes, de forma semiinconsciente, determinan la evolución lenta de la sociedad. Por estas razones, no debemos sobrestimar la ciencia y los métodos científicos cuando se trata de problemas humanos; y no debemos asumir que los expertos son los únicos que tienen derecho a expresarse en las cuestiones que afectan a la organización de la sociedad. Muchas voces han afirmado desde hace tiempo que la sociedad humana está pasando por una crisis, que su estabilidad ha sido gravemente dañada. Es característico de tal situación que los individuos se sienten indiferentes o incluso hostiles hacia el grupo, pequeño o grande, al que pertenecen. Como ilustración, déjenme recordar aquí una experiencia personal: discutí recientemente con un hombre inteligente y bien dispuesto la amenaza de otra guerra, que en mi opinión pondría en peligro seriamente la existencia de la humanidad, y subrayé que solamente una organización supranacional ofrecería protección frente a ese peligro. Frente a eso mi visitante, muy calmado y tranquilo, me dijo: "¿porqué se opone usted tan profundamente a la desaparición de la raza humana?". Estoy seguro que hace tan sólo un siglo nadie habría hecho tan ligeramente una declaración de esta clase. Es la declaración de un hombre que se ha esforzado inútilmente en lograr un equilibrio interior y que tiene más o menos perdida la esperanza de conseguirlo. Es la expresión de la soledad dolorosa y del aislamiento que mucha gente está sufriendo en la actualidad.

¿Cuál es la causa? ¿Hay una salida? Es fácil plantear estas preguntas, pero difícil contestarlas con seguridad. Debo intentarlo, sin embargo, lo mejor que pueda, aunque soy muy consciente del hecho de que nuestros sentimientos y esfuerzos son a menudo contradictorios y obscuros y que no pueden expresarse en fórmulas fáciles y simples.

El hombre es, a la vez, un ser solitario y un ser social. Como ser solitario, procura proteger su propia existencia y la de los que estén más cercanos a él, para satisfacer sus deseos personales, y para desarrollar sus capacidades naturales. Como ser social, intenta ganar el

reconocimiento y el afecto de sus compañeros humanos, para compartir sus placeres, para confortarlos en sus dolores, y para mejorar sus condiciones de vida. Solamente la existencia de éstos diferentes, y frecuentemente contradictorios objetivos por el carácter especial del hombre, y su combinación específica determina el grado con el cual un individuo puede alcanzar un equilibrio interno y puede contribuir al bienestar de la sociedad. Es muy posible que la fuerza relativa de estas dos pulsiones esté, en lo fundamental, fijada hereditariamente. Pero la personalidad que finalmente emerge está determinada en gran parte por el ambiente en el cual un hombre se encuentra durante su desarrollo, por la estructura de la sociedad en la que crece, por la tradición de esa sociedad, y por su valoración de los tipos particulares de comportamiento. El concepto abstracto "sociedad" significa para el ser humano individual la suma total de sus relaciones directas e indirectas con sus contemporáneos y con todas las personas de generaciones anteriores. El individuo puede pensar, sentirse, esforzarse, y trabajar por si mismo; pero él depende tanto de la sociedad -en su existencia física, intelectual, y emocional- que es imposible concebirlo, o entenderlo, fuera del marco de la sociedad. Es la "sociedad" la que provee al hombre de alimento, hogar, herramientas de trabajo, lenguaje, formas de pensamiento, y la mayoría del contenido de su pensamiento; su vida es posible por el trabajo y las realizaciones de los muchos millones en el pasado y en el presente que se ocultan detrás de la pequeña palabra "sociedad".

Es evidente, por lo tanto, que la dependencia del individuo de la sociedad es un hecho que no puede ser suprimido -- exactamente como en el caso de las hormigas y de las abejas. Sin embargo, mientras que la vida de las hormigas y de las abejas está fijada con rigidez en el más pequeño detalle, los instintos hereditarios, el patrón social y las correlaciones de los seres humanos son muy susceptibles de cambio. La memoria, la capacidad de hacer combinaciones, el regalo de la comunicación oral ha hecho posible progresos entre los seres humanos que son dictados por necesidades biológicas. Tales progresos se manifiestan en tradiciones, instituciones, y organizaciones; en la literatura; en las realizaciones científicas e ingenieriles; en las obras de arte. Esto explica que, en cierto sentido, el hombre puede influir en su vida y que puede jugar un papel en este proceso el pensamiento consciente y los deseos.

El hombre adquiere en el nacimiento, de forma hereditaria, una constitución biológica que debemos considerar fija e inalterable, incluyendo los impulsos naturales que son característicos de la especie humana. Además, durante su vida, adquiere una constitución cultural que adopta de la sociedad con la comunicación y a través de muchas otras clases de

influencia. Es esta constitución cultural la que, con el paso del tiempo, puede cambiar y la que determina en un grado muy importante la relación entre el individuo y la sociedad como la antropología moderna nos ha enseñado, con la investigación comparativa de las llamadas culturas primitivas, que el comportamiento social de seres humanos puede diferenciar grandemente, dependiendo de patrones culturales que prevalecen y de los tipos de organización que predominan en la sociedad. Es en esto en lo que los que se están esforzando en mejorar la suerte del hombre pueden basar sus esperanzas: los seres humanos no están condenados, por su constitución biológica, a aniquilarse o a estar a la merced de un destino cruel, infligido por ellos mismos.

Si nos preguntamos cómo la estructura de la sociedad y de la actitud cultural del hombre deben ser cambiadas para hacer la vida humana tan satisfactoria como sea posible, debemos ser constantemente conscientes del hecho de que hay ciertas condiciones que no podemos modificar. Como mencioné antes, la naturaleza biológica del hombre es, para todos los efectos prácticos, inmodificable. Además, los progresos tecnológicos y demográficos de los últimos siglos han creado condiciones que están aquí para quedarse. En poblaciones relativamente densas asentadas con bienes que son imprescindibles para su existencia continuada, una división del trabajo extrema y un aparato altamente productivo son absolutamente necesarios. Los tiempos -- que, mirando hacia atrás, parecen tan idílicos -- en los que individuos o grupos relativamente pequeños podían ser totalmente autosuficientes se han ido para siempre. Es sólo una leve exageración decir que la humanidad ahora constituye incluso una comunidad planetaria de producción y consumo.

Ahora he alcanzado el punto donde puedo indicar brevemente lo que para mí constituye la esencia de la crisis de nuestro tiempo. Se refiere a la relación del individuo con la sociedad. El individuo es más consciente que nunca de su dependencia de sociedad. Pero él no ve la dependencia como un hecho positivo, como un lazo orgánico, como una fuerza protectora, sino como algo que amenaza sus derechos naturales, o incluso su existencia económica. Por otra parte, su posición en la sociedad es tal que sus pulsiones egoístas se están acentuando constantemente, mientras que sus pulsiones sociales, que son por naturaleza más débiles, se deterioran progresivamente. Todos los seres humanos, cualquiera que sea su

posición en la sociedad, están sufriendo este proceso de deterioro. Los presos a sabiendas de su propio egoísmo, se sienten inseguros, solos, y privados del disfrute ingenuo, simple, y sencillo de la vida. El hombre sólo puede encontrar sentido a su vida, corta y arriesgada como es, dedicándose a la sociedad.

La anarquía económica de la sociedad capitalista tal como existe hoy es, en mi opinión, la verdadera fuente del mal. Vemos ante nosotros a una comunidad enorme de productores que se están esforzando incesantemente privándose de los frutos de su trabajo colectivo -- no por la fuerza, sino en general en conformidad fiel con reglas legalmente establecidas. A

este respecto, es importante señalar que los medios de producción --es decir, la capacidad productiva entera que es necesaria para producir bienes de consumo tanto como capital adicional-- puede legalmente ser, y en su mayor parte es, propiedad privada de particulares.

En aras de la simplicidad, en la discusión que sigue llamaré "trabajadores" a todos los que no compartan la propiedad de los medios de producción -- aunque esto no corresponda al uso habitual del término. Los propietarios de los medios de producción están en posición de comprar la fuerza de trabajo del trabajador. Usando los medios de producción, el trabajador produce nuevos bienes que se convierten en propiedad del capitalista. El punto esencial en este proceso es la relación entre lo que produce el trabajador y lo que le es pagado, ambos medidos en valor real. En cuanto que el contrato de trabajo es "libre", lo que el trabajador recibe está determinado no por el valor real de los bienes que produce, sino por sus necesidades mínimas y por la demanda de los capitalistas de fuerza de trabajo en relación con el número de trabajadores compitiendo por trabajar.

Es importante entender que incluso en teoría el salario del trabajador no está determinado por el valor de su producto. El capital privado tiende a concentrarse en pocas manos, en parte debido a la competencia entre los capitalistas, y en parte porque el desarrollo tecnológico y el aumento de la división del trabajo animan la formación de unidades de producción más grandes a expensas de las más pequeñas. El resultado de este proceso es una oligarquía del capital privado cuyo enorme poder no se puede controlar con eficacia incluso en una sociedad organizada políticamente de forma democrática. Esto es así porque los miembros de los cuerpos legislativos son seleccionados por los partidos políticos, financiados en gran parte o influidos de otra manera por los capitalistas privados quienes, para todos los propósitos prácticos, separan al electorado de la legislatura. La consecuencia es que los representantes del pueblo de hecho no protegen suficientemente los intereses de los grupos no privilegiados de la población. Por otra parte, bajo las condiciones existentes, los capitalistas privados inevitablemente controlan, directamente o indirectamente, las fuentes principales de información (prensa, radio, educación). Es así extremadamente difícil, de hecho en la mayoría de los casos absolutamente imposible, para el ciudadano individual obtener conclusiones objetivas y hacer un uso inteligente de sus derechos políticos.

La situación que prevalece en una economía basada en la propiedad privada del capital está así caracterizada en lo principal: primero, los medios de la producción (capital) son poseídos de forma privada y los propietarios disponen de ellos como lo consideran oportuno; en segundo lugar, el contrato de trabajo es libre. Por supuesto, no existe una sociedad capitalista pura en este sentido. En particular, debe notarse que los trabajadores, a través de luchas políticas largas y amargas, han tenido éxito en asegurar una forma algo mejorada de "contrato de trabajo libre" para ciertas categorías de trabajadores. Pero tomada en su conjunto, la economía actual no se diferencia mucho de capitalismo "puro". La producción está orientada hacia el beneficio, no hacia el uso. No está garantizado que todos los que tienen capacidad y quieran trabajar puedan encontrar empleo; existe casi siempre un "ejército de parados". El trabajador está constantemente atemorizado con perder su trabajo. Desde que parados y trabajadores mal pagados no proporcionan un mercado rentable, la producción de los bienes de consumo está restringida, y la consecuencia es una gran privación. El progreso tecnológico produce con frecuencia más desempleo en vez de facilitar la carga del trabajo para todos. La motivación del beneficio, conjuntamente con la competencia entre capitalistas, es responsable de una inestabilidad en la acumulación y en la utilización del capital que conduce a depresiones cada vez más severas. La competencia ilimitada conduce a un desperdicio enorme de trabajo, y a ése amputar la conciencia social de los individuos que mencioné antes. Considero esta mutilación de los individuos el peor mal del capitalismo.

Nuestro sistema educativo entero sufre de este mal. Se inculca una actitud competitiva exagerada al estudiante, que es entrenado para adorar el éxito codicioso como preparación para su carrera futura. Estoy convencido de que hay solamente un camino para eliminar estos graves males, el establecimiento de una economía socialista, acompañado por un sistema educativo orientado hacia metas sociales. En una economía así, los medios de producción son poseídos por la sociedad y utilizados de una forma planificada. Una economía planificada que ajuste la producción a las necesidades de la comunidad, distribuiría el trabajo a realizar entre todos los capacitados para trabajar y garantizaría un sustento a cada hombre, mujer, y niño. La educación del individuo, además de promover sus propias capacidades naturales, procuraría desarrollar en él un sentido de la responsabilidad para sus compañeros-hombres en lugar de la glorificación del poder y del éxito que se da en nuestra sociedad actual.

Sin embargo, es necesario recordar que una economía planificada no es todavía socialismo. Una economía planificada puede estar acompañada de la completa esclavitud del individuo. La realización del socialismo requiere solucionar algunos problemas sociopolíticos extremadamente difíciles: ¿cómo es posible, con una centralización de gran envergadura del poder político y económico, evitar que la burocracia llegue a ser todopoderosa y arrogante? ¿Cómo pueden estar protegidos los derechos del individuo y cómo asegurar un contrapeso democrático al poder de la burocracia?

, lanza en este ensayo una serie de ideas económicas y sociales poco divulgadas, o mejor, absorbidas por su inmenso genio astrofísico. No obstante, una de ellas llama la atención en este escrito que bien vale la pena hacerle un apartado en la presentación:

“El hombre es, a la vez, un ser solitario y un ser social. Como ser solitario, procura proteger su propia existencia y la de los que estén más cercanos a él, para satisfacer sus deseos personales, y para desarrollar sus capacidades naturales. Como ser social, intenta ganar el reconocimiento y el afecto de sus compañeros humanos, para compartir sus placeres, para confortarlos en sus dolores, y para mejorar sus condiciones de vida. Solamente la existencia de éstos diferentes, y frecuentemente contradictorios objetivos por el carácter especial del hombre, y su combinación específica determina el grado con el cual un individuo puede alcanzar un equilibrio interno y puede contribuir al bienestar de la sociedad”.

Ésta no fue, sin embargo, la única o más relevante participación de Einstein en política. De hecho, es más notorio ‘El Manifiesto’ escrito por Russell y suscrito por Einstein seis años después (en julio de 1955), en el que, intelectual y científico, condenan el armamentismo en pleno furor de la Guerra Fría. Pero, la verdad-verdad, Einstein nunca fue ni ha sido tomado en serio en estos campos de la política y la ideología. Probablemente, la humanidad estuviera mejor si supiera menos sobre la relatividad y más sobre la paradoja de la soledad y la sociedad que conjuntamente encierra al hombre en su laberinto.

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10 de marzo de 2007

La lucha por la verdad

Nota de MIS-XXI

Nuestro corresponsal, Jorge Sarmiento, nos hace llegar este hermoso y valioso documento de Bertolt Brecht, en el que el mismo autor se interroga diciendo: «¿De qué sirve escribir valientemente que nos hundimos en la barbarie si no se dice claramente por qué?».

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Cómo se expande la verdad...

Cómo se lucha contra la mentira

La verdad no es verdad si la gente no la entiende, no la escucha o no la cree

(Título nuestro)

El que quiera luchar hoy contra la mentira y la ignorancia y escribir la verdad tendrá que vencer por lo menos cinco dificultades. Tendrá que tener el valor de escribir la verdad aunque se la desfigure por doquier; la inteligencia necesaria para descubrirla; el arte de hacerla manejable como un arma; el discernimiento indispensable para difundirla.

Tales dificultades son enormes para los que escriben bajo el fascismo, pero también para los exiliados y los expulsados, y para los que viven en las democracias burguesas.

I. El valor de escribir la verdad

Para mucha gente es evidente que el escritor debe escribir la verdad; es decir, no debe rechazarla ni ocultarla, ni deformarla. No debe doblegarse ante los poderosos; no debe engañar a los débiles. Pero es difícil

resistir a los poderosos y muy provechoso engañar a los débiles. Incurrir en la desgracia ante los poderosos equivale a la renuncia, y renunciar al trabajo es renunciar al salario. Renunciar a la gloria de los poderosos significa frecuentemente renunciar a la gloria en general. Para todo ello se necesita mucho valor.

Cuando impera la represión más feroz gusta hablar de cosas grandes y nobles. Es entonces cuando se necesita valor para hablar de las cosas pequeñas y vulgares, como la alimentación y la vivienda de los obreros. Por doquier aparece la consigna: «No hay pasión más noble que el amor al sacrificio».

En lugar de entonar ditirambos sobre el campesino hay que hablar de máquinas y de abonos que facilitarían el trabajo que se ensalza. Cuando se clama por todas las antenas que el hombre inculto e ignorante es mejor que el hombre cultivado e instruido, hay que tener valor para plantearse el interrogante: ¿Mejor para quién? Cuando se habla de razas perfectas y razas imperfectas, el valor está en decir: ¿Es que el hambre, la ignorancia y la guerra no crean taras?

También se necesita valor para decir la verdad sobre sí mismo cuando se es un vencido. Muchos perseguidos pierden la facultad de reconocer sus errores, la persecución les parece la injusticia suprema; los verdugos persiguen, luego son malos; las víctimas se consideran perseguidas por su bondad. En realidad esa bondad ha sido vencida. Por consiguiente, era una bondad débil e impropia, una bondad incierta, pues no es justo pensar que la bondad implica la debilidad, como la lluvia la humedad. Decir que los buenos fueron vencidos no porque eran buenos sino porque eran débiles requiere cierto valor.

Escribir la verdad es luchar contra la mentira, pero la verdad no debe ser algo general, elevado y ambiguo, pues son estas las brechas por donde se desliza la mentira. El mentiroso se reconoce por su afición a las generalidades, como el hombre verídico por su vocación a las cosas prácticas, reales, tangibles. No se necesita un gran valor para deplorar en general la maldad del mundo y el triunfo de la brutalidad, ni para anunciar con estruendo el triunfo del espíritu en países donde éste es todavía concebible. Muchos se creen apuntados por cañones cuando solamente gemelos de teatro se orientan hacia ellos. Formulan reclamaciones generales en un mundo de amigos inofensivos y reclaman una justicia general por la que no han combatido nunca. También reclaman una libertad general: la de seguir percibiendo su parte habitual del botín. En síntesis sólo admiten una verdad: la que les suena bien.

Pero si la verdad se presenta bajo una forma seca, en cifras y en hechos, y exige ser confirmada, ya no sabrán qué hacer. Tal verdad no les exalta. Del hombre veraz sólo tienen la apariencia. Su gran desgracia es que no conocen la verdad.

II. La inteligencia necesaria para descubrir la verdad

Tampoco es fácil descubrir la verdad. Por lo menos la que es fecunda. Así, según opinión general, los grandes Estados caen uno tras otro en la barbarie extrema. Y una guerra intestina que se desarrolla implacablemente puede degenerar en cualquier momento en un conflicto generalizado que convertiría nuestro continente en un montón de ruinas. Evidentemente, se trata de verdades. No se puede negar que llueve hacia abajo: numerosos poetas escriben verdades de este género. Son como el pintor que cubría de frescos las paredes de un barco que se estaba hundiendo. El haber resuelto nuestra primera dificultad les procura una cierta dificultad de conciencia. Es cierto que no se dejan engañar por los poderosos, pero ¿escuchan los gritos de los torturados? No; pintan imágenes. Esta actitud absurda les sume en un profundo desconcierto, del que no dejan de sacar provecho; en su lugar otros buscarían las causas. No creáis que sea cosa fácil distinguir sus verdades de las vulgaridades referentes a la lluvia; al principio parecen importantes, pues la operación artística consiste precisamente en dar importancia a algo. Pero mirad la cosa de cerca: os daréis cuenta que no dejan de decir: no se puede impedir que llueva hacia abajo.

También están los que por falta de conocimientos no llegan a la verdad. Y, sin embargo, distinguen las tareas urgentes y no temen a los poderosos ni a la miseria. Pero viven de antiguas supersticiones, de axiomas célebres a veces muy bellos. Para ellos el mundo es demasiado complicado: se contentan con conocer los hechos e ignorar las relaciones que existen entre ellos.

Me permito decir a todos los escritores de esta época confusa y rica en transformaciones que hay que conocer el materialismo dialéctico, la economía y la historia. Tales conocimientos se adquieren en los libros y en la práctica si no falta la necesaria aplicación. Es muy sencillo descubrir fragmentos de verdad, e incluso verdades enteras. El que busca necesita un método, pero se puede encontrar sin método, e incluso sin objeto que buscar. Sin embargo, ciertos procedimientos pueden dificultar la explicación de la verdad: los que la lean serán incapaces de transformar esa verdad en acción. Los escritores que se contentan con acumular pequeños hechos no sirven para hacer manejables las cosas de este mundo. Pues bien, la verdad no tiene otra ambición. Por consiguiente esos escritores no están a la altura de su misión

III. El arte de hacer la verdad manejable como arma

La verdad debe decirse pensando en sus consecuencias sobre la conducta de los que la reciben.

Hay verdades sin consecuencias prácticas. Por ejemplo, esa opinión tan extendida sobre la barbarie: el fascismo sería debido a una oleada de barbarie que se ha abatido sobre varios países, como una plaga natural. Así, al lado y por encima del capitalismo y del socialismo habría nacido una tercera fuerza: el fascismo. Para mi, el fascismo es una fase histérica del capitalismo, y, por consiguiente, algo muy nuevo y muy viejo. En un país fascista el capitalismo existe solamente como fascismo. Combatirlo es combatir el capitalismo, y bajo su forma más cruda, más insolente, más opresiva, más engañosa.

Entonces, ¿de qué sirve decir la verdad sobre el fascismo que se condena si no se dice nada contra el capitalismo que lo origina? Una verdad de este género no reporta ninguna utilidad práctica.

Estar contra el fascismo sin estar contra el capitalismo, rebelarse contra la barbarie que nace de la barbarie, equivale a reclamar una parte del ternero y oponerse a sacrificarlo.

Los demócratas burgueses condenan con énfasis los métodos bárbaros de sus vecinos, y sus acusaciones impresionan tanto a sus auditorios que éstos olvidan que tales métodos se practican también en sus propios países.

Ciertos países logran todavía conservar sus formas de propiedad gracias a medios menos violentos que otros. Sin embargo, los monopolios capitalistas originan por doquier condiciones bárbaras en las fábricas, en las minas y en los campos. Pero mientras que las democracias burguesas garantizan a los capitalistas, sin recurso a la violencia, la posesión de los medios de producción, la barbarie se reconoce en que los monopolios sólo pueden ser defendidos por la violencia declarada.

Ciertos países no tienen necesidad, para mantener sus monopolios bárbaros, de destruir la legalidad instituida, ni su confort cultural (filosofía, arte, literatura); de ahí que acepten perfectamente oír a los exiliados alemanes estigmatizar su propio régimen por haber destruido esas comodidades. A sus ojos es un argumento suplementario en favor de la guerra.

¿Puede decirse que respetan la verdad los que gritan: «Guerra sin cuartel a Alemania, que es hoy la verdadera patria del «mal», la oficina del infierno, el trono del anticristo»? No. Los que así gritan son tontos, impotentes gentes peligrosas. Sus discursos tienden a la destrucción de un país, de un país entero con todos sus habitantes, pues los gases asfixiantes no perdonan a los inocentes.

Los que ignoran la verdad se expresan de un modo superficial, general e impreciso. Peroran sobre el «alemán», estigmatizan el «mal», y sus auditorios se interrogan: ¿Debemos dejar de ser alemanes? ¿Bastará con que seamos buenos para que el infierno desaparezca? Cuando manejan sus tópicos sobre la barbarie salida de la barbarie resultan impotentes para suscitar la acción. En realidad no se dirigen a nadie. Para terminar con la barbarie se contentan con predicar la mejora de las costumbres mediante el desarrollo de la cultura. Eso equivale a limitarse a aislar algunos eslabones en la cadena de las causas y a considerar como potencias irremediables ciertas fuerzas determinantes, mientras que se dejan en la oscuridad las fuerzas que preparan las catástrofes. Un poco de luz y los verdaderos responsables de las catástrofes aparecen claramente: los hombres. Vivimos una época en que el destino del hombre es el hombre.

El fascismo no es una plaga que tendría su origen en la «naturaleza» del hombre. Por lo demás, es un modo de presentar las catástrofes naturales que restituyen al hombre su dignidad porque se dirigen a su fuerza combativa.

El que quiera describir el fascismo y la guerra grandes desgracias, pero no calamidades «naturales» debe hablar un lenguaje práctico: mostrar que esas desgracias son un efecto de la lucha de clases; poseedores de medios de producción contra masas obreras. Para presentar verídicamente un estado de cosas nefasto, mostrad que tiene causas remediables. Cuando se sabe que la desgracia tiene un remedio, es posible combatirla.

IV. Cómo saber a quién confiar la verdad

Un hábito secular, propio del comercio de la cosa escrita, hace que el escritor no se ocupe de la difusión de sus obras. Se figura que su editor, u otro intermediario, las distribuye a todo el mundo. Y se dice: yo hablo, y los que quieren entenderme, me entienden. En la realidad, el escritor habla, y los que pueden pagar, le entienden. Sus palabras jamás llegan a todos, y los que las escuchan no quieren entenderlo todo.

Sobre esto se ha dicho ya muchas cosas, pero no las suficientes.

Transformar la «acción de escribir a alguien» en «acto de escribir» es algo que me parece grave y nocivo. La verdad no puede ser simplemente escrita; hay que escribirla a alguien. A alguien que sepa utilizarla Los escritores y los lectores descubren la verdad juntos.

Para ser revelado, el bien sólo necesita ser bien escuchado, pero la verdad debe ser dicha con astucia y comprendida del mismo modo. Para nosotros, escritores, es importante saber a quién la decimos y quién nos la dice; a los que viven en condiciones intolerables debemos decirles la verdad sobre esas condiciones, y esa verdad debe venirnos de ellos. No nos dirijamos solamente a las gentes de un solo sector: hay otros que evolucionan y se hacen susceptibles de entendernos. Hasta los verdugos son accesibles, con tal que comiencen a temer por sus vidas. Los campesinos de Baviera, que se oponían a todo cambio de régimen, se hicieron permeables a las ideas revolucionarias cuando vieron que sus hijos, al volver de una larga guerra, quedaban reducidos al paro forzoso.

La verdad tiene un tono. Nuestro deber es encontrarlo. Ordinariamente se adopta un tono suave y dolorido: «yo soy incapaz de hacer daño a una mosca». Esto tiene la virtud de hundir en la miseria a quien lo escucha. No trataremos como enemigos a quienes emplean este tono, pero no podrán ser nuestros compañeros de lucha. La verdad es de naturaleza guerrera, y no sólo es enemiga de la mentira, sino de los embusteros.

V. Proceder con astucia para difundir la verdad

Orgullosos de su valor para escribir la verdad, contentos de haberla descubierto, cansados sin duda de los esfuerzos que supone el hacerla operante, algunos esperan impacientes que sus lectores la disciernan. De ahí que les parezca vano proceder con astucia para difundir la verdad.

Confucio alteró el texto de un viejo almanaque popular cambiando algunas palabras: en lugar de escribir «el maestro Kun hizo matar al filósofo Wan», escribió: «el maestro Kun hizo asesinar al filósofo Wan». En el pasaje donde se hablaba de la muerte del tirano Sundso, «muerto en un atentado», reemplazó la palabra «muerto» por «ejecutado», abriendo la vía a una nueva concepción de la historia.

El que en la actualidad reemplaza «pueblo» por «población», y «tierra» por «propiedad rural», se niega ya a acreditar algunas mentiras, privando a algunas palabras de su magia. La palabra «pueblo» implica una unidad fundada en intereses comunes; sólo habría que emplearla en plural, puesto que únicamente existen «intereses comunes» entre varios pueblos. La «población» de una misma región tiene intereses diversos e incluso antagónicos. Esta verdad no debe ser olvidada. Del mismo modo, el que dice «la tierra», personificando sus encantos, extasiándose ante su perfume y su colorido, favorece las mentiras de la clase dominante. Al fin y al cabo, ¡qué importa la fecundidad de la tierra, el amor del hombre por ella y su infatigable ardor al trabajarla!: lo que importa es el precio del trigo y el precio del trabajo. El que saca provecho de la tierra no es nunca el que recoge el trigo, y «el gesto augusto del sembrador» no se cotiza en Bolsa. El término justo es «propiedad rural».

Cuando reina la opresión, no hablemos de «disciplina», sino de «sumisión» pues la disciplina excluye la existencia de una clase dominante. Del mismo modo, el vocablo «dignidad» vale más que la palabra «honor», pues tiene más en cuenta al hombre. Todos sabemos qué clase de gente se precipita para tener la ventaja de defender el «honor» de un pueblo, y con qué liberalidad los ricos distribuyen el «honor» a los que trabajan para enriquecerlos.

La astucia de Confucio es utilizable también en nuestros días. También la de Tomás Moro. Este último describió un país utópico idéntico a la Inglaterra de aquella época, pero en el que las injusticias se presentaban como costumbres admitidas por todo el mundo.

Cuando Lenin, perseguido por la policía del Zar, quiso dar una idea de la explotación de Sajalín por la burguesía rusa, sustituyó Rusia por el Japón y Sajalín por Corea. La identidad de las dos burguesías era evidente, pero como Rusia estaba en guerra con el Japón la censura dejó pasar el trabajo de Lenin.

Hay una infinidad de astucias posibles para engañar a un Estado receloso. Voltaire luchó contra las supersticiones religiosas de su tiempo escribiendo la historia galante de «La Doncella de Orleans»: describiendo en un bello estilo aventuras galantes sacadas de la vida de los grandes. Voltaire llevó a éstos a abandonar la religión (que hasta entonces tenían por caución de su vida disoluta). De repente se hicieron los propagadores celosos de las obras de Voltaire y ridiculizaron a la policía que defendía sus privilegios. La actitud de los grandes permitió la difusión ilícita de las ideas del escritor entre el público burgués, hacia el que precisamente apuntaba Voltaire.

Decía Lucrecio que contaba con la belleza de sus versos para la propagación de su ateísmo epicúreo. Las virtudes literarias de una obra pueden favorecer su difusión clandestina. Pero hay que reconocer que a veces suscitan múltiples sospechas. De ahí la necesidad de descuidarlas deliberadamente en ciertas ocasiones. Tal sería el caso, por ejemplo, si se introdujera en una novela policíaca -género literario desacreditado- la descripción de condiciones sociales intolerables A mi modo de ver, esto justificaría completamente la novela policíaca.

En la obra de Shakespeare se puede encontrar un modelo de verdad propagada por la astucia: el discurso de Antonio ante el cadáver de César Afirmando constantemente la respetabilidad de Bruto, cuenta su crimen, y la pintura que hace de él es mucho más aleccionadora que la del criminal. Dejándose dominar por los hechos, Antonio saca de ellos su fuerza de convicción mucho más que de su propio juicio.

Jonathan Swift propuso en un panfleto que los niños de los pobres fueran puestos a la venta en las carnicerías para que reinara la abundancia en el país. Después de efectuar cálculos minuciosos, el célebre escritor probó que se podrían realizar economías importantes llevando la lógica hasta el fin. Swift jugaba al monstruo. Defendía con pasión absolutista algo que odiaba. Era una manera de denunciar la ignominia. Cualquiera podía encontrar una solución más sensata que la suya, o al menos más humana; sobre todo, aquellos que no habían comprendido a dónde conducía este tipo de razonamiento.

Militar a favor del pensamiento, sea cual fuere la forma que éste adopte, sirve la causa de los oprimidos. En efecto, los gobernantes al servicio de los explotadores consideran el pensamiento como algo despreciable. Para ellos lo que es útil para los pobres es pobre. La obsesión que estos últimos tienen por comer, por satisfacer su hambre, es baja. Es bajo menospreciar los honores militares cuando se goza de este favor inestimable: batirse por un país cuando se muere de hambre. Es bajo dudar de un jefe que os conduce a la desgracia. El horror al trabajo que no alimenta al que lo efectúa es asimismo una cosa baja, y baja también la protesta contra la locura que se impone y la indiferencia por una familia que no aporta nada. Se suele tratar a los hambrientos como gentes voraces y sin ideal, de cobardes a los que no tienen confianza en sus opresores, de derrotistas a los que no creen en la fuerza, de vagos a los que pretenden ser pagados por trabajar, etc. Bajo semejante régimen, pensar es una actividad sospechosa y desacreditada. ¿Dónde ir para aprender a pensar? A todos los lugares donde impera la represión.

Sin embargo, el pensamiento triunfa todavía en ciertos dominios en que resulta indispensable para la dictadura. En el arte de la guerra, por ejemplo, y en la utilización de las técnicas. Resulta indispensable pensar para remediar, mediante la invención de tejidos «ersatz», la penuria de lana. Para explicar la mala calidad de los productos alimenticios o la militarización de la juventud no es posible renunciar al pensamiento. Pero recurriendo a la astucia se puede evitar el elogio de la guerra, al que nos incitan los nuevos maestros del pensamiento. Así, la cuestión ¿cómo orientar la guerra? lleva a la pregunta: ¿vale la pena hacer la guerra? Lo que equivale a preguntar: ¿cómo evitar la guerra inútil? Evidentemente, no es fácil plantear esta cuestión en público hoy. Pero ¿quiere decir esto que haya que renunciar a dar eficacia a la verdad? Evidentemente no.

Si en nuestra época es posible que un sistema de opresión permita a una minoría explotar a la mayoría, la razón reside en una cierta complicidad de la población, complicidad que se extiende a todos los dominios. Una complicidad análoga, pero orientada en sentido contrario, puede arruinar el sistema. Por ejemplo, los descubrimientos biológicos de Darwin eran susceptibles de poner en peligro todo el sistema, pero solamente la Iglesia se inquietó. La policía no veía en ello nada nocivo. Los últimos descubrimientos físicos implican consecuencias de orden filosófico que podrían poner en tela de juicio los dogmas irracionales que utiliza la opresión. Las investigaciones de Hegel en el dominio de la lógica facilitaron a los clásicos de la revolución proletaria, Marx y Lenin, métodos de un valor inestimable. Las ciencias son solidarias entre sí, pero su desarrollo es desigual según los dominios; el Estado es incapaz de controlarlos todos. Así, los pioneros de la verdad pueden encontrar terrenos de investigación relativamente poco vigilados. Lo importante es enseñar el buen método, que exige que se interrogue a toda cosa a propósito de sus caracteres transitorios y variables. Los dirigentes odian las transformaciones: desearían que todo permaneciese inmóvil, a ser posible durante un milenio: que la Luna se detuviese y el Sol interrumpiese su carrera Entonces nadie tendría hambre ni reclamaría alimentos. Nadie respondería cuando ellos abriesen fuego; su salva sería necesariamente la última.

Subrayar el carácter transitorio de las cosas equivale a ayudar a los oprimidos. No olvidemos jamás recordar al vencedor que toda situación contiene una contradicción susceptible de tomar vastas proporciones. Semejante método -la dialéctica, ciencia del movimiento de las cosas- puede ser aplicado al examen de materias como la biología y la química, que escapan al control de los poderosos, pero nada impide que se aplique al estudio de la familia; no se corre el riesgo de suscitar la atención. Cada cosa depende de una infinidad de otras que cambian sin cesar; esta verdad es peligrosa para las dictaduras.

Pues bien, hay mil maneras de utilizarla en las mismas narices de la policía. Los gobernantes que conducen a los hombres a la miseria quieren evitar a todo precio que, en la miseria, se piense en el Gobierno. De ahí que hablen de destino. Es al destino, y no al Gobierno, al que atribuyen la responsabilidad de las deficiencias del régimen. Y si alguien pretende llegar a las causas de estas insuficiencias, se le detiene antes de que llegue al Gobierno.

Pero en general es posible reclinar los lugares comunes sobre el destino y demostrar que el hombre se forja su propio destino. Ahí tenéis el ejemplo de esa granja islandesa sobre la que pesaba una maldición. La mujer se había arrojado al agua, el hombre se había ahorcado. Un día, el hijo se casó con una joven que aportaba como dote algunas hectáreas de tierra. De golpe, se acabó la maldición. En la aldea se interpretó el acontecimiento de diversos modos. Unos lo atribuyeron al natural alegre de la joven; otros a la dote, que permitía, al fin, a los propietarios de la granja comenzar sobre nuevas bases. Incluso un poeta que describe un paisaje puede servir a la causa de los oprimidos si incluye en la descripción algún detalle relacionado con el trabajo de los hombres. En resumen: importa emplear la astucia para difundir la verdad.

Conclusión

La gran verdad de nuestra época -conocerla no es todo, pero ignorarla equivale a impedir el descubrimiento de cualquier otra verdad importante- es ésta: nuestro continente se hunde en la barbarie porque la propiedad privada de los medios de producción se mantiene por la violencia. ¿De qué sirve escribir valientemente que nos hundimos en la barbarie si no se dice claramente por qué? Los que torturan lo hacen por conservar la propiedad privada de los medios de producción.

Ciertamente, esta afirmación nos hará perder muchos amigos: todos los que, estigmatizando la tortura, creen que no es indispensable para el mantenimiento de las formas actuales de propiedad.

Digamos la verdad sobre las condiciones bárbaras que reinan en nuestro país; así será posible suprimirlas, es decir, cambiar las actuales relaciones de producción. Digámoslo a los que sufren del statu quo y que, por consiguiente, tienen más interés en que se modifique: a los trabajadores, a los aliados posibles de la clase obrera, a los que colaboran en este estado de cosas sin poseer los medios de producción.