13 de noviembre de 2006

La fábrica del consentimiento

«La fábrica del consentimiento»

Nota de MIS-XXI

Con frecuencia confundimos opinión pública con la opinión de todo el mundo. Cuando un medio de comunicación dice que “según la opinión pública” tal cosa es así o asá, damos cierto que esa cosa es como es porque todo el mundo (la opinión pública) la ve así.

Pero el término ‘opinión pública’ ha sido confeccionado inconscientemente por los periodistas para ahorrarse explicaciones sobre las informaciones que suministran a la gente.

Parecería necesario, entonces, que empezáramos por diferenciar qué es opinión pública y qué es opinión popular.

De momento, y en gracia de discusión, podría decirse que opinión pública es aquella que tienen ciertas personas con acceso a los medios de comunicación y, por supuesto, con capacidades intelectuales para describir o narrar los hechos de manera sintáctica, objetiva o subjetivamente, según se trate de una información o de una opinión; y opinión popular es aquella que tiene la gente del mundo en que vive y le rodea.

El tema amerita una mayor discusión científica porque, ocurre con frecuencia que nos dejemos influenciar por la opinión pública a expensas de la opinión popular.

Mientras llega el momento de esa discusión, el Movimiento de Integración Social (MIS-XXI) recomienda este artículo de Raphaël Meyssan, publicado por Voltairenet.org que ilustra de manera brillante la trampa semántica que se nos ha tendido entre libertad de información y libertad de expresión, algo que, por demás, llevó a que la Corte Constitucional de Colombia, con ponencia del entonces magistrado, Carlos Gaviria, declara inexequible la tarje profesional de periodista.

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Libertad de información contra libertad de expresión

por Raphaël Meyssan

Idealmente, se percibe a la prensa como un contrapoder y se le acusa de no realizar su trabajo crítico y fabricar el consentimiento en torno a los poderes. La crítica tradicional de los medios estima que ahí está la mano de algunos grandes grupos económicos. Pero se puede pensar que el punto de bloqueo es más profundo: reside en la noción misma de «información». Ese término, utilizado con frecuencia, lleva en sí un punto de vista filosófico y una manera de ser en el mundo. La ideología de la información se ha convertido en un instrumento de consentimiento y de sometimiento de las poblaciones.

Contrariamente a lo que parece, la libertad de información es una noción opuesta a la libertad de expresión. La primera consiste en difundir algo conocido y seguro. La segunda en presentar públicamente una visión personal. La libertad de información presupone una verdad objetiva, la libertad de expresión implica que esa verdad lleva a la relación que mantenemos con algo y no a ese propio algo.

El sistema de la objetividad / subjetividad

Lo que llamamos «información» se presenta como un término técnico: se trata de un dato sobre algo. Ese dato para nosotros tiene un carácter científico: debe ser exacto. Una información puede ser verdadera o falsa. Cuando se presentan dos informaciones contradictorias, una debe dar paso a la otra: «No es posible decirlo todo y lo contrario.» Sin embargo, las informaciones que tenemos sobre algo pueden estar incompletas, pero una información en sí misma no puede estar incompleta. Es un dato conocido y seguro que puede completarse con otros datos.

Para describir algo, un acontecimiento, un hecho, debemos suministrar informaciones objetivas al respecto. Ciertamente, nos es difícil escapar a nuestra subjetividad, pero a pesar de todo se debe buscar, con el máximo de fuerza y de honestidad, la objetividad: entrecruzando los diferentes puntos de vista subjetivos y abstrayéndonos, en lo posible, de nuestras propias opiniones. Por ende, la objetividad es un ideal, inaccesible, pero hacia el cual tenemos que tender con tenacidad.

De ese modo, la objetividad es la noción fundamental que acompaña a la información. Si podemos proporcionar informaciones objetivas sobre un hecho, es porque el hecho es objetivo. Un hecho objetivo no necesita de nosotros para existir, existe fuera de cualquier relación que podamos tener con él. Ese hecho se nos dio para observarlo.

La lógica aparente de todo esto no debe suprimir el debate filosófico sobre la objetividad. Con frecuencia, ese debate se vincula con la cuestión de la subjetividad. Estamos de acuerdo en que no es posible conocer un hecho de manera objetiva y en que debemos admitir y dar a conocer la subjetividad con la que lo conocemos. Pero entonces, la subjetividad aparece como la crítica que la objetividad acepta hacerse a sí misma. Se sitúa en el mismo sistema de pensamiento. La objetividad afirma que las cosas están en sí mismas.

La crítica subjetiva es conveniente. Le basta con presentar un método de observación: todo depende del punto de vista con que se mire; por consiguiente debemos decir desde donde hablamos y también, para acercarnos a la verdad objetiva, entrecruzar puntos de vista diferentes. Lo ideal de una verdad objetiva perdura. En su forma más fuerte, la crítica subjetiva hace que parezca imposible conocer esa verdad. En su forma más débil, se limita a dar una opinión, una opinión al respecto, sin ponerla en dudas: «Esto es lo que pienso de lo que todos conocen.» El debate filosófico sobre la información no se limita, por consiguiente, a afirmar subjetividades.

La relación y la cuestión de nuestro lugar en el mundo

Esta discusión de aparente buen sentido entre la objetividad y la subjetividad crea un impase sobre un elemento fundamental: la relación. Es cierto que quizás algo no necesite de mí para existir, pero si hablo del tema establezco una relación con él. En un momento determinado, en mi campo de percepción está al mínimo.

Precisamente porque tiene una relación conmigo hablo del tema, de lo contrario, ni siquiera lo conocería. Por otra parte, considero que es útil hablar del asunto porque pienso que eso que tengo en mi campo de percepción incide en mi vida, directa o indirectamente, física o intelectualmente, etc. La relación que mantengo con ese algo del que hablo es ahora el punto fundamental. Lo que diré sobre el tema hablará de nosotros, de la relación que existe entre el asunto y yo.

El debate sobre la objetividad de las cosas y el del punto de vista objetivo o subjetivo no tienen valor alguno si nos colocamos en el campo de la relación. Por el contrario, la cuestión de la relación aporta una claridad nueva sobre el uso de la noción de información y objetividad. Cuando pienso en términos de relación, me pregunto sobre la influencia que ese algo tiene sobre mí y a la inversa, sobre la que yo puedo tener sobre el asunto.

Cuando me sitúo en el sistema de la información y la objetividad, aprendo sobre algo y ese conocimiento, a priori, no tiene ninguna incidencia sobre mí, de igual modo no se plantea mi capacidad de acción. Por consiguiente, el pensamiento de la relación implica la interacción entre el mundo y yo: sondea la influencia, la determinación del mundo con respecto a mí y se interroga sobre mi capacidad de acción.

Pensar en términos de relación hace que aparezca la problemática de nuestro lugar en el mundo. Se percibe entonces que la palabra «información» no es un término técnico, sino una noción filosófica que lleva en sí misma una concepción del mundo. El giro de pensamiento objetivo implica un objeto de estudio. La objetividad supone la objetivización del mundo. Nosotros no vivimos ya en relación con el mundo, vivimos entre las cosas. Nuestra actividad no se piensa en términos de relaciones, sino de gestión de las cosas con respecto a las que conocemos.

De ese modo, el insensible desplazamiento que se produce de la libertad de expresión a la libertad de información es paralelo a la disminución de la capacidad de acción del ciudadano y a la aparición de la figura de gestor. Vemos el mundo como un conjunto de objetos, nuestra vida en el mundo consiste ahora en administrar los objetos. Y si todo lo percibimos como tal, aceptamos también ser transformados en objetos. El triste desencadenamiento del mundo surge entonces como el producto de la ideología de la objetividad. Periodistas, sociólogos y otros expertos objetivos trabajan en ese sentido.

La no posesión del mundo

Para la lógica de la información, la adquisición de los conocimientos es un fin en sí mismo. Es objeto de atención de todas las universidades y el objetivo de cualquier persona culta.

De ese modo, la formación de un periodista corresponde al aprendizaje de algunas técnicas del oficio y a la absorción de una «cultura general». La figura del sabio, que no existe en la sociedad de la información, es remplazada por la del hombre culto cuyo conocimiento enciclopédico produce admiración, pero mientras «la suma del conocimiento» se infla vertiginosamente, el ser humano pierde el vínculo con el mundo. De El Extranjero de Camus a los personajes de Kafka, la literatura es recorrida por un ser ajeno a su vida.

Perdido en un mundo incoherente y absurdo, lo observa, lo diseca, lo destruye y no encuentra en definitiva nada que lo una a él. El hombre enciclopédico no conoce la experiencia, le interesa todo pero no se implica en nada.

Así, el concepto de información conduce a nuestra desposesión consentida del mundo. A partir de ahí, ya no nos parece intolerable que otros vean la realidad por nosotros y nos digan como es: son simples técnicos que recepcionan y transmiten informaciones. Un periodista objetivo es un intermediario técnico. Sus opiniones no deben transparentarse para no crear interferencias entre nosotros y la información. Los medios no se perciben como mediadores entre nosotros y la realidad, sino como soportes de informaciones neutras. Y sin embargo, como vimos que la «información» no es un término técnico, el «medio» no es tampoco un soporte técnico.

Los medios no conocieron la revolución vivida por el cristianismo con la Reforma. Antes de la protesta de Martín Lutero, los sacerdotes eran percibidos como intermediarios naturales entre los creyentes y la realidad divina. Después de la Reforma, cada cual pudo leer y comprender la Biblia sin necesidad de una autoridad eclesiástica.

La prensa ha llevado a las poblaciones de las democracias a una situación anterior a la Reforma. Ya no es posible conocer la realidad sin la ayuda de un tercero. En la mente de cada cual, el periodista no es el que nos vincula con la realidad, sino alguien sin el cual es imposible conocerla.

Esta situación se justifica por la contradicción entre nuestra falta de tiempo o de medios y la sed de conocimientos que tenemos. Quisiéramos conocer lo que sucede de un extremo al otro del mundo, pero no disponemos de los medios para ir a esos lugares, tanto más cuanto que nos interesan otros temas. Pero ¿qué significa ese «interés»?

El interés se manifiesta hacia las cosas con las que no somos capaces de relacionarnos: no podemos ir al lugar, y no tenemos tiempo para dedicarle al asunto..., pero pretendemos que influya en nuestra vidas, incluso que podamos tener una influencia en el mismo.

¿Cómo puede ser posible? ¿Cómo podríamos actuar sobre algo que no podemos ni siquiera ver con nuestros propios ojos y con lo que no podemos relacionarnos? Delegando, por supuesto que sí. Confiamos una vez más en otros para que actúen por nosotros. Ya no son periodistas, cuya función se limita a reportar, sino, por ejemplo, políticos humanitarios o militares. De esa manera, actuamos por delegación sobre las cosas que conocemos por intermediarios.

Podríamos calificar nuestro margen de maniobras como sigue: consentimos en que se actúe a nuestro nombre según lo que otros nos han asegurado. La información no produce la acción sino el consentimiento.

Los intelectuales de los Estados Unidos Noam Chomsky y Edward S. Herman analizaron principalmente la fabricación del consentimiento por parte de la prensa como resultado del sistema económico (Manufacturing Consent, Pantheon Books, 1988. Éd. francesa: La Fabrique de l’opinion publique, Le Serpent à plumes, 2003). Además, la formación del consentimiento no es un derivado del periodismo de información, sino su propia función.

Que los diarios sean sometidos a firmas multinacionales y a anunciantes publicitarios poco importa. Fueron concebidos para informar y no pueden hacer otra cosa que fabricar consentimiento. Han constituido un proceder intelectual de sumisión a terceros. El hombre enciclopédico es ajeno a la acción.

Es receptáculo pasivo de informaciones abstractas. Como espectador educado, a veces no consiente y critica. Critica sin alcance, y su efecto es darle seguridad en sí mismo al propio espectador. El estado de espectáculo en que nos encontramos puede analizarse entonces como provocado por la ideología de la información.

Debemos tomar conciencia de las implicaciones fundamentales de la noción banal de «información». La ideología de la información implica un estado de ánimo, una manera de ser en el mundo: conocimiento abstracto, alejado de cualquier relación personal o colectiva; conversión del mundo en un simple objeto de estudio; gestión de las cosas; gestión de los seres reducidos al estado de cosas; pasividad en la adquisición del conocimiento; sumisión con respecto a terceros y delegación, también, de la capacidad de actuar sobre el mundo; estado de espectáculo; consentimiento; crítica de espectador; pasividad...

La salvaguarda de la ideología de la información es el método utilizado para mantener a los ciudadanos en el estado de espectadores que consienten o critican. No se puede llevar a cabo ninguna lucha democrática aceptando esa ideología que le es fundamentalmente opuesta. Para la democracia, la información -y por consiguiente «la libertad de información»- debe combatirse como ideología de servilismo. En su lugar, debemos defender la libertad de expresión que implica la relación, la acción, el compromiso.

Hablar del mundo no es un acto descriptivo, es una acción con resultados: no nos contentamos con decir algo tal como es, lo hacemos existir de una manera particular. La información, a través de una descripción seudo científica, reduce al mundo a una aparente objetividad. La expresión hace que el mundo exista para nosotros de mil maneras.

La libertad de expresión lleva a una realidad mucho más rica, más densa y más compleja que la instituida por la ideología de la información. Sobre todo, nos vuelve a dar un lugar en el mundo y hace que nuestra capacidad de acción sea efectiva.

Raphaël Meyssan

12 de noviembre de 2006

RETRATO DE UN FASCISTA

Al pan, pan

OCTAVIO QUINTERO

“Todo el debate menos insultos”, dijo el presidente Uribe a los periodistas, a manera de recriminación, cuando en rueda de prensa con el ex jefe del gobierno español. José Maria Aznar, uno de ellos le dijo que a él (a Aznar) se le tenía clasificado como un dirigente fascista.

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Con frecuencia se acusa al presidente Álvaro Uribe de fascista. La gente cree que esto es un insulto que ofende al Presidente. Yo creo que no. Nadie puede, o al menos no debiera enojarse porque le digan la verdad.

Así como dicen que a la gente hay que creerle lo que dice, también, y con más veras, hay que calificarlo por lo que hace.

Digamos que hoy en día nadie puede tildarse de fascista a la manera como lo fundó Mussolini; como nadie puede tildarse de capitalista a la manera como lo definió Adam Smith en la segunda mitad del siglo XVIII.

Hoy en día hablamos más bien de neofascismo y neoliberalismo. Los textos más modernos nos hablan de neofascistas que se identifican por actitudes xenófobas y racistas, como Bush, por ejemplo; o por la desinstitucionalización de los partidos políticos que representan la legalidad democrática.

Es probable que Uribe sea un xenófobo de tercer grado (persona hostil hacia los extranjeros), como todo buen antioqueño; o racista, quien quita. Pero de lo que sí podemos estar seguros es que ha emprendido una guerra sin cuartel contra los partidos tradicionales (liberal y conservador), que va ganando, a diferencia de la guerra que tiene que con las Farc.

No es casual que el presidente Uribe no tenga partido definido ni como candidato ni como gobernante. Las dos veces que ha llegado al poder lo ha hecho por un movimiento cívico que además de comprobarle su gran poder de convicción, atracción y carisma popular, propio de los fascistas, le deja buenos réditos en el bolsillo al no tener que compartir con nadie los miles de millones de pesos que le reconoce el Estado por voto registrado en las urnas.

Tan no tiene un partido definido que viniendo del Partido Liberal, y sin renunciar a él, lo que lo deja en principio siendo nominalmente liberal, encargó recientemente de la Presidencia a un conservador, ese sí de prusia hasta los pies vestido; y tan no es ni chicha ni limoná, que la coalición con que gobierna es una caterva de polítiqueros arribistas y resentidos, con perdón de los pocos a quienes pueda ofender, que en principio no los veo.

¿Que está acabando con el Partido Liberal?, es un hecho; y que está acabando ( o acabó) con el Partido Conservador es incuestionable al reducirle a un simple grupo de obsecuentes servidores huérfanos de ideología y hartos de burocracia.

En materia política, pues, Uribe es un neofascista de esos que surgieron entre las décadas de 1980 y 1990 en el mundo Occidental como legítimos sucesores avanzados del viejo Mussolini.

Tiene otros rasgos neofascistas que tampoco puede negar ni él ni nadie que con buen juicio lo juzgue.

Es autoritarista, una variante del totalitarismo fascista; y es un aventurero político que se hizo al poder y se consolidó en él haciéndole trampas a la Constitución para desde allí seguir destruyendo los elementos básicos sobre los que se asienta en Colombia el Estado Social de Derecho. Su última incursión es el zarpazo que manda contra las transferencias regionales.

Nos dirán entonces que no se puede tildar de fascista a un gobernante que en su última elección cuadriplicó en votos a su inmediato contendor.

Es que también estamos frente a una desfiguración conceptual de la democracia porque no basta que existan elecciones regulares para que por tal causa se pueda definir un sistema como auténticamente democrático. Sabemos, por ejemplo, que en la primera presidencia de Bush las elecciones las ganó Al Gore; que en la primera vuelta de las elecciones en Perú ganó Ollanta Humala y hoy gobierna Alán García y que, haciendo abstracción de esas ‘minucias’ electoreras, para que la esencia democrática se aprecie en lo profundo de un sistema se requieren, además, varias otras condiciones: prensa libre, un conjunto de valores compartidos; un mínimo respeto a los adversarios políticos y un inmaculado respeto a las instituciones y las leyes.

Sabemos que Uribe vapulea a las instituciones, empezando por las Fuerzas Armadas, el Congreso y la Justicia; que amedrenta a la prensa y que viola la Constitución como a cualquier protagonista de “Sin tetas no hay paraíso”.

Pero además, y finalmente, cuando un movimiento político como el de Uribe y sus secuaces, considera al orden existente como un blanco a destruir y piensa que todos sus oponentes son enemigos en los términos en que los definió su mastín José Obdulio, a quienes hay que aplastar, a unos por la fuerza de las armas y a otros por la fuerza del poder, no estamos en Colombia, como conclusión, ante un luchador democrático sino ante un ambicioso que se aferra al poder a como de lugar.

A este tipo de gobernantes, por su hechos, se les conoce como neofascistas, y punto.

oquinteroefe@yahoo.com