NOTA DE MIS-XXI
Con frecuencia se pregunta por qué una sociedad pobre puede ser menos violenta que una sociedad más rica, o menos pobre que la otra. El debate se propicia entre los que creen y los que no creen que la pobreza genere violencia.
Tal vez una patología de la violencia no sea propiamente la pobreza sino la desigualdad. En el libro ‘La mentira organizada’* se dice que como el ser humano, a diferencia de los animales, tiene capacidad de comparación, es por lo que mira qué tiene el vecino y le parece que él también debe tenerlo; y si no lo consigue por las buenas, intentará conseguirlo por las malas.
Desde esa referencia, no había visto otra hipótesis (seguro que debe haber) que sustentara la desigualdad como causa directa de la violencia.
El comentario siguiente, no sólo intenta explicar la diferencia que va entre la pobreza y la desigualdad, sino que apunta también a establecer la frontera ideológica que divide la izquierda de la derecha o, también, al liberalismo económico del liberalismo social; o, para quienes gusten de una diferencia más radical, al capitalismo del socialismo.
Es por esto que nos parece interesante insertar el siguiente comentario que nos hace llegar nuestra asociada, Lilia Beatriz Sánchez.
*Octavio Quintero/La Mentira Organizada
La riqueza de la igualdad
Por Aldo Neri
Para LA NACION
En una nota de esta misma página, el 5 de mayo, Mariano Grondona sostenía que en el "trilema" desempleo, pobreza y desigualdad, el desafío mayor por enfrentar era la pobreza, porque el desempleo mejora más fácil con el crecimiento, y la desigualdad era incluso necesaria para que los ricos inviertan. Su opinión, bien expuesta como siempre, me estimuló alguna reflexión que, sin intención polémica, quiero compartir con el lector.
Circulan por el mundo dos visiones de la equidad, que se apoyan en razonadas concepciones filosóficas de la justicia: la que ve el acceso a los beneficios del progreso como premio al mérito y a la dedicación de cada uno, y la que lo mira como resultado de una redistribución en la que quienes prosperan más ayudan a elevar la situación de los que tienen peor fortuna. Pero como en la realidad social los exitosos y los fracasados dependen de una constelación de factores, que sólo en parte incluyen sus propias potencialidades, una visión ecléctica de la equidad es recomendable para evitar los extremos conocidos de un capitalismo caníbal o un comunismo paralizante.
Integrar ambas visiones de la equidad nos lleva a definir el grado de desigualdad que nuestra sociedad está dispuesta a tolerar. Y no es decisión menor. La Argentina es un buen ejemplo de que el mero crecimiento económico baja el desempleo y la pobreza, pero no la desigualdad y que incluso puede acentuarla, como sucede hoy. Deberíamos saber que a la desigualdad sólo la disminuye la política.
Y digo que no es decisión menor porque la desigualdad, aún en contextos prósperos, opera socialmente mucho más allá de los planos que dibujan los números de la economía. Su asociación con la pobreza no es paralelismo. Hay experiencia internacional de que la violencia y el delito se asocian mucho más con desigualdad que con pobreza; de que las drogadicciones la acompañan; de que incrementa no poca patología mental, de que los contrastes sociales demasiado violentos -aún sin pobreza-- generan conciencia difundida de frustración y apatía de participación, en sociedades sobreestimuladas por un consumismo radicalmente asimétrico; que esa desigualdad actúa como un fuerte desestabilizador de las estructuras familiares; en fin, que construye anomia social.
Adherir a un simplismo economicista en el análisis de la cuestión social nos llevaría, entre otras cosas, a compartir la llamativa benevolencia que no pocos integrantes de la ortodoxia liberal muestran hoy con el ejemplo de China, deslumbrados por su expansión espectacular, y soslayando la profundización de las desigualdades y la permanencia de su régimen político absolutista.
Y, en términos latinoamericanos, sostengamos entonces que la alternativa a Chile no es Venezuela -un capitalismo exitoso con buen crecimiento, baja del desempleo y la pobreza y un mantenimiento de fuerte desigualdad, v. un populismo paternalista que no resuelve ninguna de las cuatro cosas-, sino la etapa de mejor distribucionismo en la que seguramente intentará entrar ahora Chile, sin matar incentivos al crecimiento; o las décadas en que un país pobre como Costa Rica pudo alcanzar niveles satisfactorios de bienestar básico, con indicadores sociales mejores que los de la Argentina -que la duplicaba en ingreso per cápita- y con mucho menor disparidad entre estratos sociales; o la fuerte inversión social que acompañó en varios "tigres" del sudeste asiático al boom económico, atemperando desigualdades, no sólo la pobreza; o los nórdicos europeos, que no quisieron recorrer el camino inglés del siglo XIX, y supieron equilibrar un capitalismo eficiente con objetivos de mayor igualdad, propios del socialismo.
En la Argentina, el 10% más aventajado de su población tiene un ingreso que, en promedio, supera 31 veces al del 10% más desfavorecido, cuando hace 30 años lo superaba sólo 7 veces. Y el 20% que está mejor concentra el 54% del ingreso nacional, en tanto el 20% que esta peor no llega al 4%. Aunque el Gobierno se enoje con el mensajero, que es el Indec, tales noticias auguran costos elevados de frustración a mediano plazo, con fractura social, economía ineficiente e inviabilidad democrática.
Claro que se puede crecer por un período con gran iniquidad, pero a ese pecado lo espera su infierno. Y no es cierto que una mayor desigualdad es requisito del crecimiento económico: contrariamente, es su patología. Como tampoco es cierto que el mercado perfecto arbitra la justicia, en parte porque tal animal no existe -es naturalmente imperfecto-, y principalmente porque a la justicia sólo la puede arbitrar la voluntad social.
Si no adherimos a aquello de Nietzsche de que "El primer principio de nuestro amor a los hombres es que los débiles y los fracasados han de perecer y que además se les ha de ayudar a que perezcan", cabe entonces trabajar sobre las condiciones que los debilitan y los hacen fracasar, desde que no creemos en ninguna fatalidad de genética social.
Por otra parte, ¿cómo definimos el éxito de una sociedad?: ¿quizá con la mayor profusión de barrios exclusivos, o la diversidad abusiva y agresiva en las góndolas de los supermercados y en los shoppings, o con tres autos por familia para muchos, cuando muchos más viajan a pie o hacinados, o con profundas diferencias en las calidades educativas de los chicos, graduada por la capacidad de pago de sus padres?
Por el contrario, hay que volver a mirar a la sociedad con la mejor mirada de los griegos clásicos, desde un principio de equilibrio y armonía. Es un desafío de cuotas: ¿cuánto de desigualdad para que las oportunidades no se concentren en los menos, para que no se expanda el resentimiento que envenena el aire de todos, pero también para que no se anule el incentivo a arriesgar y competir con trabajo e inversión?
Y aquel principio de equilibrio y armonía se aplica a una batería de políticas públicas que entiende que al "trilema" desempleo, pobreza y desigualdad se lo aborda en conjunto y con mucho más que puro crecimiento. Porque la sola riqueza no es garantía de cohesión social, ni la pobreza la disuelve necesariamente. Pero es seguro que desigualdades que superan ciertos límites lo que engendran es un orden en el que, en el jardín de la prosperidad, en reemplazo de la cohesión ausente, sólo germinan los odios y los miedos.
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El autor fue ministro de Salud y acción social y diputado nacional por la Unión Cívica Radical