11 de julio de 2006

Maldita violencia

(…) “Violencia, maldita violencia”

OCTAVIO QUINTERO

La violencia del vengador hace olvidar la ofensa del agresor.

La justicia nunca ha sido ciega. Eso de representar la justicia con una balanza en la mano izquierda y una espada en la derecha de una mujer vendada es, en teoría, lo que debiera ser la justicia. Pero es que en teoría tenemos tanto platonismo como en la realidad tantas injusticias.

La justicia, al contrario, está siempre en manos de un todopoderoso muy despierto que la administra con licencia para amedrentar y matar si es preciso, a quien chiste.

Es el caso de Estados Unidos. Un solo ejemplo basta: por ahí anda pontificando y mezclado entre los grandes y más importantes hombres que se hicieron presentes en la final del campeonato mundial de fútbol, Henry Kissinger, a quien Noam Chosky acusa de ser el ordenador de más de 200.000 muertes en Chile, Nicaragua, El Salvador, Kosovo y Afganistán, entre otros países con conflictos internos que le tocó enfrentar en aras de preservar la democracia.

La expulsión de Zinedine Zinade hace parte de ese tinglado que llamamos justicia. Un juez supremo sólo condena el cabezazo de Zinedine y ni siquiera se le ocurre averiguar por qué reaccionó así, un deportista que a lo largo de su carrera se distinguió por su tranquilidad y casi falta de emoción, como cuando salió cabizbajo, llorando hacia los camerinos.

El juez supremo, ni siquiera miró al agresor. Lo dejó en la cancha gozando de su fama, su gloria y su cinismo. Había hecho expulsar al mejor del mundo diciéndole a mansalva y sobreseguro; “hijo de puta, aquí todos sabemos que vos no sos más que un terrorista”.

Esa es la justicia, en los tiempos de Roma, cuando la galería le gritaba tramposos a los cristianos que se defendían de los leones; y en los tiempos de hoy que se loa y apoya el ataque de Bush a Irak y se condena y repudia de terrorista el ataque de Ben Laden a las Torres Gemelas.

Esta nota no justifica la acción del uno ni del otro; valga decir, ni la del vengador ni menos la del agresor. Esta nota quiere decir que la justicia es como una cuerda templada que siempre se revienta por el lado más delgado. Esta nota quiere mostrar la justicia como una telaraña: muy fuerte para contener al débil y muy débil para contener al fuerte. Esta nota quiere mostrar la justicia como un atlas, con los ojos bien abiertos y una espada en la mano dispuesta caer sobre un vendedor ambulante de minutos de celular, mientras se pavonean en los medios, en los ministerios, en las embajadas y en los altos cargos públicos los cuellos blancos que se roban más de la mitad del presupuesto nacional. Esta nota quiere mostrar que no encuentra diferencia entre los crímenes de Bush en Irak a los crímenes de Ben Laden en las Torres; esta nota sufre tanto la muerte de un joven policía a manos de guerrilleros, como la de un joven guerrillero a manos de paramilitares. Esta nota sólo es un nuevo esfuerzo que intenta decir que mientras no haya justicia social, en la más amplia acepción de la palabra, habrá violencia en Colombia, en el mundo y en los estadios.

Ni se inmutan

Ni se inmutan

OCTAVIO QUINTERO

Popeye debiera ser nombrado fiscal general de la nación. Lo digo en serio. Gracias a él, estamos a punto de descubrir al cerebro que urdió el crimen de Galán. Y probablemente, gracias a él (aunque más adelante), podríamos conocer crímenes horrendos de otros personajes de la vida nacional; quizá de la vida nacional pública, privada, política o empresarial, que fueron consejeros o sicarios de Pablo Escobar, según advierte Popeye en el juicio a Santofimio. Por el momento, lo dijo textualmente, se contentaba con decir sólo lo que sabía de Santofimio.

Y el país queda tan tranquilo. A todo el mundo le parece lo más normal que Popeye sepa cosas que el país formal no sabe. Y es tanta la credibilidad que tiene, que hasta el ex presidente Pastrana dijo que iba a pedir que se reabriera la investigación por el secuestro de que fue víctima cuando apenas despuntaba su estrella política hacia el solio de Bolívar. Como quien dice, a Pastrana no le bastó el inmenso poder que rodea a los presidentes de Colombia para hurgar en los archivos de su propio secuestro a ver quién lo había ordenado.

Yo creí que esto de Popeye era lo último que me faltaba para llegar al fondo de este nauseabundo eructo que refleja la descomposición del régimen que impera en Colombia.

Ingenuo que es uno.

Sólo ocho días después, me encuentro con las declaraciones que concedió a la doble W el coronel Byron Valencia, comandante del batallón militar que liquidó a los policías de Jamundi.

Y, ¡oh gloria inmarcesible! El coronel sabe tanto o más que Popeye. Ante la pregunta de que, quién estaba Detrás de este montaje, responde: "Hay mucha más verdad oculta que va a salir el día del juicio. ¿Que quién está detrás? Pues, me está escuchando. La investigación

lo dirá, pero si no lo hace, una vez tenga protegida mi familia, yo lo diré. Cuando mi familia tenga las garantías de seguridad me dedicaré a investigar de dónde viene todo esto".

Pero… seguramente cuando el coronel tenga protegida a su familia ahí es donde menos dirá nada porque, a lo mejor, el protector será aquel de quien el coronel dice que le está escuchando.

Y el país, ese país de Uribe y sus secuaces; de Iguarán y sus sabuesos, sigue tan tranquilo. Ya olvidó lo del director del Das; ya a Mancuso le hacen corro en los clubes sociales y a Samper, el maldito, lo nombran embajador en París. Esto también será pasajero, como estornudo de primavera.

6 de julio de 2006

Sobre la desigualdad

NOTA DE MIS-XXI

Con frecuencia se pregunta por qué una sociedad pobre puede ser menos violenta que una sociedad más rica, o menos pobre que la otra. El debate se propicia entre los que creen y los que no creen que la pobreza genere violencia.

Tal vez una patología de la violencia no sea propiamente la pobreza sino la desigualdad. En el libro ‘La mentira organizada’* se dice que como el ser humano, a diferencia de los animales, tiene capacidad de comparación, es por lo que mira qué tiene el vecino y le parece que él también debe tenerlo; y si no lo consigue por las buenas, intentará conseguirlo por las malas.

Desde esa referencia, no había visto otra hipótesis (seguro que debe haber) que sustentara la desigualdad como causa directa de la violencia.

El comentario siguiente, no sólo intenta explicar la diferencia que va entre la pobreza y la desigualdad, sino que apunta también a establecer la frontera ideológica que divide la izquierda de la derecha o, también, al liberalismo económico del liberalismo social; o, para quienes gusten de una diferencia más radical, al capitalismo del socialismo.

Es por esto que nos parece interesante insertar el siguiente comentario que nos hace llegar nuestra asociada, Lilia Beatriz Sánchez.

*Octavio Quintero/La Mentira Organizada

La riqueza de la igualdad

Por Aldo Neri

Para LA NACION

En una nota de esta misma página, el 5 de mayo, Mariano Grondona sostenía que en el "trilema" desempleo, pobreza y desigualdad, el desafío mayor por enfrentar era la pobreza, porque el desempleo mejora más fácil con el crecimiento, y la desigualdad era incluso necesaria para que los ricos inviertan. Su opinión, bien expuesta como siempre, me estimuló alguna reflexión que, sin intención polémica, quiero compartir con el lector.

Circulan por el mundo dos visiones de la equidad, que se apoyan en razonadas concepciones filosóficas de la justicia: la que ve el acceso a los beneficios del progreso como premio al mérito y a la dedicación de cada uno, y la que lo mira como resultado de una redistribución en la que quienes prosperan más ayudan a elevar la situación de los que tienen peor fortuna. Pero como en la realidad social los exitosos y los fracasados dependen de una constelación de factores, que sólo en parte incluyen sus propias potencialidades, una visión ecléctica de la equidad es recomendable para evitar los extremos conocidos de un capitalismo caníbal o un comunismo paralizante.

Integrar ambas visiones de la equidad nos lleva a definir el grado de desigualdad que nuestra sociedad está dispuesta a tolerar. Y no es decisión menor. La Argentina es un buen ejemplo de que el mero crecimiento económico baja el desempleo y la pobreza, pero no la desigualdad y que incluso puede acentuarla, como sucede hoy. Deberíamos saber que a la desigualdad sólo la disminuye la política.

Y digo que no es decisión menor porque la desigualdad, aún en contextos prósperos, opera socialmente mucho más allá de los planos que dibujan los números de la economía. Su asociación con la pobreza no es paralelismo. Hay experiencia internacional de que la violencia y el delito se asocian mucho más con desigualdad que con pobreza; de que las drogadicciones la acompañan; de que incrementa no poca patología mental, de que los contrastes sociales demasiado violentos -aún sin pobreza-- generan conciencia difundida de frustración y apatía de participación, en sociedades sobreestimuladas por un consumismo radicalmente asimétrico; que esa desigualdad actúa como un fuerte desestabilizador de las estructuras familiares; en fin, que construye anomia social.

Adherir a un simplismo economicista en el análisis de la cuestión social nos llevaría, entre otras cosas, a compartir la llamativa benevolencia que no pocos integrantes de la ortodoxia liberal muestran hoy con el ejemplo de China, deslumbrados por su expansión espectacular, y soslayando la profundización de las desigualdades y la permanencia de su régimen político absolutista.

Y, en términos latinoamericanos, sostengamos entonces que la alternativa a Chile no es Venezuela -un capitalismo exitoso con buen crecimiento, baja del desempleo y la pobreza y un mantenimiento de fuerte desigualdad, v. un populismo paternalista que no resuelve ninguna de las cuatro cosas-, sino la etapa de mejor distribucionismo en la que seguramente intentará entrar ahora Chile, sin matar incentivos al crecimiento; o las décadas en que un país pobre como Costa Rica pudo alcanzar niveles satisfactorios de bienestar básico, con indicadores sociales mejores que los de la Argentina -que la duplicaba en ingreso per cápita- y con mucho menor disparidad entre estratos sociales; o la fuerte inversión social que acompañó en varios "tigres" del sudeste asiático al boom económico, atemperando desigualdades, no sólo la pobreza; o los nórdicos europeos, que no quisieron recorrer el camino inglés del siglo XIX, y supieron equilibrar un capitalismo eficiente con objetivos de mayor igualdad, propios del socialismo.

En la Argentina, el 10% más aventajado de su población tiene un ingreso que, en promedio, supera 31 veces al del 10% más desfavorecido, cuando hace 30 años lo superaba sólo 7 veces. Y el 20% que está mejor concentra el 54% del ingreso nacional, en tanto el 20% que esta peor no llega al 4%. Aunque el Gobierno se enoje con el mensajero, que es el Indec, tales noticias auguran costos elevados de frustración a mediano plazo, con fractura social, economía ineficiente e inviabilidad democrática.

Claro que se puede crecer por un período con gran iniquidad, pero a ese pecado lo espera su infierno. Y no es cierto que una mayor desigualdad es requisito del crecimiento económico: contrariamente, es su patología. Como tampoco es cierto que el mercado perfecto arbitra la justicia, en parte porque tal animal no existe -es naturalmente imperfecto-, y principalmente porque a la justicia sólo la puede arbitrar la voluntad social.

Si no adherimos a aquello de Nietzsche de que "El primer principio de nuestro amor a los hombres es que los débiles y los fracasados han de perecer y que además se les ha de ayudar a que perezcan", cabe entonces trabajar sobre las condiciones que los debilitan y los hacen fracasar, desde que no creemos en ninguna fatalidad de genética social.

Por otra parte, ¿cómo definimos el éxito de una sociedad?: ¿quizá con la mayor profusión de barrios exclusivos, o la diversidad abusiva y agresiva en las góndolas de los supermercados y en los shoppings, o con tres autos por familia para muchos, cuando muchos más viajan a pie o hacinados, o con profundas diferencias en las calidades educativas de los chicos, graduada por la capacidad de pago de sus padres?

Por el contrario, hay que volver a mirar a la sociedad con la mejor mirada de los griegos clásicos, desde un principio de equilibrio y armonía. Es un desafío de cuotas: ¿cuánto de desigualdad para que las oportunidades no se concentren en los menos, para que no se expanda el resentimiento que envenena el aire de todos, pero también para que no se anule el incentivo a arriesgar y competir con trabajo e inversión?

Y aquel principio de equilibrio y armonía se aplica a una batería de políticas públicas que entiende que al "trilema" desempleo, pobreza y desigualdad se lo aborda en conjunto y con mucho más que puro crecimiento. Porque la sola riqueza no es garantía de cohesión social, ni la pobreza la disuelve necesariamente. Pero es seguro que desigualdades que superan ciertos límites lo que engendran es un orden en el que, en el jardín de la prosperidad, en reemplazo de la cohesión ausente, sólo germinan los odios y los miedos.

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El autor fue ministro de Salud y acción social y diputado nacional por la Unión Cívica Radical