“No hay muerto malo”, dice el adagio popular. Y no hay tal. Lo que resulta es muy incómodo en medio de un sepelio, hablar mal del muerto, y menos cuando el entierro se lleva a cabo en nuestra propia casa.
En Venezuela acaban de realizarse las honras fúnebres del ex presidente Rafael Caldera. Tan pronto como murió, me acordé que un gran amigo mío, Álvaro Másmela, me había hecho llegar hace como un año, más o menos, un reportaje suscrito por Mario Villegas, en el periódico El Espacio, con el dirigente político Eduardo Fernández (Secretario General y ex candidato presidencial del Copei), con ácida remembranza al ilustre desaparecido.
Nadie con razón puede negar todo lo bueno que del ex presidente se anda diciendo. Pero, antes de que se pierdan en el cielo los inciensos, acompañémoslos con un poco de esas debilidades humanas que todos tenemos y llevamos por la vida.
Me interesa el caso porque, como todo lo colombo-venezolano es tan parecido, aquí también enterramos ilustres rancios como hace poco al ex presidente López Michelsen, a quien se elogiaba con marcada frecuencia como al “único que cuando hablaba ponía a pensar al país”. Y resulta que fue en su gobierno (1974/1978), cuando el país menos pensó que con su ministro de Hacienda, Rodrigo Botero Montoya, un ilustre “Chicago boys”, comenzó a abonársele el terreno al libre mercado que fatalmente prendió años más tarde con los resultados que, contrariamente por lo sabido, es cuando menos podemos callar.
Y antes de darle la voz a Fernández en ese reportaje aludido, déjenme consignar también otro candidato a cadáver que recibirá fastuosos honores y grandes loas, entre ellas las mías, si para entonces no he llegado a la fosa antes que él: el ex presidente Belisario Betancur de quien se dice que dijo que se llevará a la tumba el secreto del asalto al Palacio de Justicia en 1985, en donde fueron asesinados a manos del M-19, y ahora sabemos que también a manos del Ejército (“salvando la democracia”), la cúpula de la rama Judicial de Colombia.
Cuando escuché que Belisario (como se le dice comúnmente aquí) dijo eso, pensé que si alguna vez podía tener la oportunidad de volverlo a saludar le diría que uno puede morir por la verdad pero no morir con la verdad.
Pero, bueno, se me alargó el cuento por desembuchar esa náusea que siempre siento cuando los ilustres bajan al sepulcro envueltos en mortajas de loas, muchas de las cuales se expresan por conveniencia y aún por figuración mediática de propios y extraños.
Quizás, entre esas loas postmortem a Caldera, ahora estén las de Fernández, lo que no le restará importancia histórica a su afirmación de hace un año cuando dijo de él que (…) “Prefirió que ganara las elecciones su enemigo y adversario Carlos Andrés Pérez a que las ganara yo, porque en la campaña de 1988, sólo con haberse ido a la reserva estaba contribuyendo al triunfo de Pérez, pero además hizo muchas cosas que ayudaron a que éste ganara. Pero después, la escena más patética que he tenido en mi experiencia, es en 1999 cuando veo por televisión al presidente Caldera entregándole el poder al jefe de un golpe militar, llamado Hugo Chávez: es el fin de la república democrática y civil. Yo había estado al lado de Caldera en su primera presidencia, cuando dijo: “En mis manos no se perderá la república” y después lo vi entregándole la banda presidencial al jefe de una asonada militar golpista. Que fuera a un militar ya era grave, pero que fuera a un militar golpista era más grave todavía”.
Es decir, ese que hoy entierran en Venezuela como el adalid de la democracia, paradójicamente fue también su sepulturero en palabras de Fernández.
Me atengo a la cita y que lo demás lo debata la historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario