17 de abril de 2006

El dilema de la paz

Nota de MIS-XXI

Le Monde Diplomatique (edición Colombia), en su No. 44, hace un somero análisis de los procesos de paz adelantados desde Rojas Pinilla hasta Uribe y sostiene algo que, quizás, pocos han tenido en cuenta a la hora de preguntarse por qué el país no ha logrado la paz ni por las buenas ni por las malas. Suscrito por Carlos Gutiérrez, el comentarista reitera que en todos esos procesos el establecimiento nunca ha dicho lo que estaría dispuesto a sacrificar por la paz. Es desde ese punto de vista que adquiere relevancia este comentario que acogemos dentro de los materiales que inspiran la visión de MIS-XXI: aproximarnos a una integración social con justicia y equidad.

Remite para MIS-XXI, la cofundadora, Lilia Beatriz Sánchez.

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Dilema histórico

Colombia: elecciones presidenciales

Por: Carlos Gutiérrez

Vida o muerte. Guerra o paz. El dilema al cual se enfrenta la sociedad colombiana el próximo 28 de mayo es de un inmenso tamaño y significado. Tal vez de un radicalismo no conocido hasta ahora, a pesar de la guerra que ha marcado durante tantas décadas a esta misma sociedad.

Hace cuatro años, cuando el ahora presidente Uribe se presentó como candidato, les ofreció paz a los colombianos. Lo hizo cabalgando sobre el fracaso del modelo de negociación política sostenido por el gobierno de Andrés Pastrana con las Farc. Tres años sin resultados habían desanimado a la sociedad colombiana. La televisión mostraba a una guerrilla en crecimiento, con innumerables miembros. Sus acciones ofensivas en varias regiones del país hacían fácil enrostrarles el fracaso del proceso acordado con el gobierno de turno.

El tema era más complejo. La verdad fue que nunca se aprobó una agenda de negociación real. Esos años de discusiones no evidenciaron la real disposición del establishment, es decir, no se conoció hasta qué punto éste se encontraba dispuesto a avanzar en una negociación o, en otras palabras, qué parte de su poder estaba dispuesta a ceder.

En esas condiciones, lo que conocimos los colombianos por conducto de los medios de comunicación no fueron más que informaciones parciales, manipuladas por la Presidencia y aprovechadas oportunamente por el otrora candidato y ahora Primer Mandatario con ímpetus de reelección. Candidato que tuvo despejado su camino desde el 20 de febrero de 2002, cuando Andrés Pastrana cerró la zona de despeje del Caguán.

Desde ese momento, el modelo de una paz sobre la derrota militar de la insurgencia ganó todo el terreno. El candidato Uribe no se equivocaba. La sociedad seguía anhelando la pacificación, y la deseaba a cualquier precio. Se trataba de aprovechar y presentar en forma adecuada una serie de sucesos acumulados en tres años de fracasos, y todo se daría. Y se dio.

Vino el turno para el nuevo gobierno. Y la cabeza de ese gobierno también tuvo cuatro años, al final de los cuales la paz con derrota militar tampoco se ha dado. Álvaro Uribe no puede ocultar que ha contado con todas las herramientas del Estado para aplicar su proyecto. El presupuesto militar ha crecido año tras año, y las fuerzas militares, con dirección del ejército de los Estados Unidos, tras el Plan Patriota, se han concentrado en el Sur del país. El sistema judicial se ha orientado para aplicar mano dura, y los medios de comunicación no le han negado ni una oportunidad para hacer alarde de sus políticas. En fin, el país ha marchado a su ritmo.

Y sin embargo, el incumplimiento es inocultable. Ahora, en pleno 2006, tras la muerte de cientos de guerrilleros y soldados, tras el encarcelamiento de centenares de connacionales puestos en libertad posteriormente por “falta de pruebas”, con el desplazamiento campo-ciudad incólume, con decenas de desaparecidos que acosan la conciencia del Príncipe, con la ‘negociación’ paramilitar que se manifiesta nítidamente día a día en sus reales pretensiones y resultados, colmada por tanto de numerosos interrogantes, se puede aseverar que en Colombia estamos igual o peor que en 2002 en asuntos de política de paz.

Es inocultable. La paz sobre el polvo de la derrota de la insurgencia no se dio. Políticos del orden regional y nacional, policías, militares y ‘contratistas’ de los Estados Unidos siguen bajo el poder de la guerrilla. Tenemos un Presidente derrotado y que ha incumplido la principal bandera de su gobierno, y no obstante aspira a la reelección. Afanado por la evidencia, aspira –como Ernesto Samper en su rincón*– a que una acción militar lo salve. Pero las fuerzas que le apoyan están tensas al máximo para que así sea. Cierran espacios políticos y presionan sin descanso. Son múltiples las denuncias desprendidas de las pasadas elecciones del 12 de marzo que evidencian la falta de garantías para ejercer la oposición en Colombia, pero además las listas con amenazas que circulan y la desaparición de Jaime Gómez, asesor de la senadora Piedad Córdoba, confirman que entre guerra y paz hay todo un país sumido. ¿Cuál será ahora su promesa?

Modelos desgastados

Ni paz fácil ni paz con derrota militar. Esta pudiera ser la máxima a la que se llegue después de recorrer las distintas políticas de paz desarrolladas en Colombia a lo largo del último medio siglo.

Políticas de paz fácil (desarme acordado de la insurgencia) se pusieron en marcha con Rojas Pinilla, Belisario Betancur, Virgilio Barco, César Gaviria y Andrés Pastrana. Guardadas las proporciones, ninguno de estos procesos comprometió exactamente lo que es el poder real en Colombia (ni tierra ni modelo industrial ni propiedad del suelo urbano ni fuerzas armadas ni gobierno, por sólo mencionar unos temas). Lo máximo que se debió ceder tuvo que ver con la apertura política, es decir, con más democracia formal.

Políticas de paz con derrota militar intentaron Guillermo León Valencia, Julio César Turbay y Álvaro Uribe. Al final de sus períodos, todos estos gobiernos dejaron unas guerrillas más desarrolladas y más cohesionadas, producto de la persecución de que eran objeto.

Quebrado el modelo de derrota militar, a lo que se enfrenta la sociedad colombiana es a un importante interrogante: ¿Más de lo mismo?

Estamos obligados por tanto –si queremos reconstruir nuestro país– a exigir de quienes aspiran a ponerse al frente de esta sociedad que reconozcan los innumerables errores cometidos en estas cinco largas décadas de mezquindad y se replanteen nuevas formas de acción. Y ese proceso debe empezar por aceptar, del lado Ejecutivo, que no es posible la paz si no se construye sobre un modelo real de justicia social. Recorrer las causas ciertas que llevaron a que guerrilleros otrora liberales, estimulados y sostenidos por sus dirigentes desde Bogotá, no se desmontaran pese a las órdenes recibidas, embarcándose en un proyecto de guerra revolucionaria, es una condición indispensable para superar el ideologismo y los modelos edificados en juegos de escenario desde las oficinas de los halcones.

Es cierto que las cosas cambian, y en el conflicto nacional hay factores nuevos que enturbian su comprensión y su resolución, pero también es cierto que en su transfondo las circunstancias son las mismas: una sociedad hondamente polarizada, con inmensas desigualdades, con un modelo concentrador e inequitativo, con miles de campesinos desconocidos en sus necesidades, pero asimismo con dirigentes que piensan el país desde la comodidad de la ciudad y sus fortunas.

En esencia, es simple el problema y relativamente sencillo resolverlo. Cuando los Estados Unidos deciden transformarlo en un problema de terroristas, y ahora cuando van más allá y lo minimizan a problema de “narcotraficantes”, se hace nítida la carga ideológica que empeña a los políticos responsables de la supuesta resolución de nuestra cotidianidad, lo cual nos exige precisar los nuevos temas por afrontar en una política de paz: cultivos de uso ilícito, drogas, extradición, intercambio humanitario, son algunos de estos nuevos temas sin los que no es posible desbloquear nuestro viciado pasado y nuestro manipulado presente. Pero pegados a estas temáticas siguen vigentes otras como reorganización territorial, autonomía regional, presidencialismo, propiedad de la tierra, reconversión industrial, soberanía. Y ahora, para echarle más leña al fuego, libre cambio con Estados Unidos. Paralelo a todo lo cual marcha el cese de hostilidades.

Crear las condiciones de confianza para que el país recupere la disposición a desmontar el conflicto es la primera obligación de un mandatario que de verdad esté por la paz y se la juegue por ella. Tal vez unas medidas económicas que valoren el esfuerzo diario de los más pobres del país ayuden a ello. Políticas en servicios públicos, salud, educación, empleo, que tomen en cuenta a los millones que están en la línea de pobreza y por debajo de la misma, pudieran despertar el fervor que se requiere para abordar una paz justa e integral, que va mucho más allá de quienes están alzados en armas y que tiene que ver desde el principio con el tema ¿para quién se gobierna?, así como con el propósito estratégico ¿qué país se desea y cómo se obtiene?

Recuperar la dignidad del conjunto de los colombianos es el otro paso por dar, para que aflore la voluntad de participación en todo el país. Para lograrlo es obligatorio asumir a Colombia como nación capaz y soberana. Y para que así sea hay varias medidas urgentes por adelantar: recuperar con los Estados Unidos unas relaciones entre iguales y de respeto, dignificando al mismo tiempo nuestro papel histórico en la región; recuperar la justicia nacional, negando la extradición de más colombianos; valorar nuestro medio ambiente e igualmente a quienes habitan las regiones más ricas en diversidad de nuestro territorio, parando las fumigaciones de los cultivos de uso ilícito. Estos y otros temas son necesarios. Pero se requiere grandeza, mucha grandeza.

Los candidatos a la Presidencia de la República en Colombia, ajenos a la propuesta de paz con tierra arrasada, debieran, como mecanismo para enrutar al país hacia un futuro cierto, firmar un acuerdo por encima de sus partidos y de pretensiones personales, disponiendo en el centro de sus agendas que más allá de quien llegue a la Primera Magistratura se obligará a poner en marcha una política de paz profunda y de calado estratégico. Una política más allá del partido vencedor, y, para que así se entienda, conformará con los partidos perdedores, liderados por sus candidatos, un Gabinete de inclusión y unidad nacional que la haga realidad.

Un proyecto social así debiera poner en marcha y de inmediato, una vez que se gane el gobierno, unas medidas económicas, políticas y sociales para una paz justa. Así, por fuera del espejismo de una mesa de diálogo de paz fácil –desbaratadas por sucesivos gobiernos y desbaratada totalmente por Uribe y sus acuerdos en Santa Fe de Ralito–, se pudiera disponer de las mejores condiciones para un “cese bilateral de fuegos”. El triunfo electoral de la oposición, paralelo a los cambios que vive el continente, y también a la derrota del Plan Colombia y su fase de Plan Patriota, bien puede despojar de argumentos o razones cualquier disparo insurgente.

Paz o guerra, vida o muerte, están en las manos de los colombianos.

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* En mayo de 1995, Ernesto Samper, acosado por el origen caliente de sus dineros, le exigió al general Rozo José Serrano, comandante de la Policía Nacional, que antes del 20 de julio tuviera entre rejas “al menos a unito” del Cartel de Cali. En efecto, Serrano capturó a Gilberto Rodríguez Orejuela y Samper culminó su mandato.

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