30 de agosto de 2009

El imperio mediático

De la libertad de opinión como adulación al Poder. De la libertad de expresión como autocensura convenida

Hace muchos años, don Ramón de Campoamor nos legó un pensamiento que viene bien a la intención de esta reflexión que me propongo exponer.
Decía que en este mundo traidor, nada hay verdad ni mentira. Todo es según el color del cristal con que se mira.
Conforme a este portentoso pensamiento, es enteramente discutible el mensaje que me propongo exponer a continuación en torno a la libertad de expresión y el derecho a la información sobre la que tanta labia hemos echado a lo largo de los años, especialmente en los últimos en que varios países de Centro y Suramérica viran hacia la izquierda después de largos años de regímenes de derecha en el Poder (así con mayúscula porque ha sido abrumador).
Si uno enmarcara su pensamiento en un principio que admitiera que la libertad de expresión inherente a los medios masivos de comunicación debe servir ante todo como garantía al ejercicio de la vida democrática, y no para que por esa misma libertad de expresión se manipule la información a favor de algún poder político o económico dominante, tendríamos que convenir que, quizás con algunas excepciones que no conozco, no hemos ni estamos observando el ejercicio de un periodismo objetivo en el estricto campo de la información que, según varias de las constituciones vigentes en la región, debe ser “veraz e imparcial”.
Hasta no hace muchos años la inmensa mayoría de medios de comunicación convivían alineados políticamente en un dial que no pasaba mucho del centro a la izquierda, y en cambio sí, se profundizaba hasta bien entrada la extrema derecha. Por vía de ejemplo, pensemos en el PRI mexicano o el Frente Nacional colombiano.
En ese orden de ideas poco o nada se discutía si los medios liberales censuraban las ideas conservadores o los conservadores las liberales. Quien se haya desempeñado como periodista o columnista de la época sabe bien que así era. Inclusive, los medios se aseguraban bien de contratar a periodistas, y ni se diga a los columnistas, que se identificaran con sus ideologías, y en las más de las veces, adiestrarlos, por no decir alienarlos, en sus propias ideas.
Ahora que el péndulo se descuelga de lo más alto de su derecha hacia el centro y la izquierda, no podemos seguir mirando la libertad de expresión y de información con el mismo cristal de entonces. Amén de que el periodismo que llega a nuestros días ya no está dominado por lo político sino por lo económico. Ya la divisa de los medios no es ideológica sino empresarial. El neoliberalismo ha hecho de nosotros los periodistas, y lo digo con todo respecto por quien pueda pensar distinto, lo que el narcotráfico con la guerrilla en Colombia: nos ha convertido en su ejército regular.
Hoy en día, el grueso de la información nacional e internacional dominada por empresas periodísticas internacionales, entroncadas ellas mismas con multinacionales de diversas ramas económicas, nos llega obviamente condicionada a los intereses del trust de las comunicaciones. Eso ha llevado a ilustres pensadores a situarnos en la era de la información y a ubicar a la prensa en el primer lugar de los poderes estatales, valga decir, por encima del Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial.
Lamentablemente en esta era de la información, los medios nos han arrastrado a vivir una especie de “Mentira organizada”, como dije en mi libro de hace 10 años. Y con esto no estoy criticando ni a los periodistas ni a los medios, sino apenas reconociendo un hecho evidente del que tenemos que partir para comprender la sentencia de Don Ramón, en el sentido de que todo depende del color del cristal con que se mire.
Podríamos asegurar con alto porcentaje de acierto, que nadie funda un medio en el afán de informar veraz e imparcialmente a la sociedad, sino en su afán particular de divulgar sus ideas y socializar, como se dice hoy en día, su opinión, ésta que por naturaleza se configura de su más profunda subjetividad.
Aterrizando el tema en el campo colombiano, que conozco de primera mano, era lo que discutíamos ante la Corte Constitucional 15 años atrás, cuando mediante bien armada entelequia del entonces magistrado, Carlos Gaviria, se cayó la tarjeta profesional de periodista.
Si en el artículo 20 de la Constitución se dice que… “Se garantiza a toda persona la libertad de (…) recibir información veraz e imparcial, es evidente que esa garantía que ofrecía el Estado debió haberla asegurado elevando a la categoría de profesión el ejercicio periodístico, y distinguiendo a los periodistas, como se distingue a todo profesional: médicos, abogados, ingenieros, arquitectos y demás, con una tarjeta que le garantiza al usuario, en nuestro caso a los lectores, que estaban siendo atendidos por un profesional del ramo y no por teguas, fruto de las circunstancias.
El magistrado Gaviria nunca quiso distinguir esto, y en su ponencia confundió opinión con información y así concluye que por ser un derecho de libre ejercicio, el periodismo no constituía una profesión sino un oficio que cualquiera a discreción podía ejercer. Y hasta puso el ejemplo de que revestía más responsabilidad social el ingeniero que tendía un puente sobre un río que el periodista que hacía una noticia, como si formar opinión pública no fuera la mayor responsabilidad social que ser alguno pueda asumir sobre la tierra.
Nos desgañitamos los de entonces por hacerle entender que la información, en el contexto del artículo 20 de la Constitución no era enteramente libre porque el mismo texto la circunscribía a que fuera veraz e imparcial, y que opinar e informar eran cosas distintas, pero al parecer, calaron más en la materia gris del magistrado Gaviria las razones de la SIP que las del CPB, el Colegio y la Federación de Periodistas, y todas las demás organizaciones periodísticas regionales que dieron la batalla, lamentablemente perdida.
El esperpento jurídico que masacró la Tarjeta Profesional de Periodista, era lo único que necesitaba el neoliberalismo, representado por la SIP tanto ayer como hoy, para enterrar el poco aroma de libertad de expresión que en medio del fragor político podía aspirarse de vez en cuando en los medios tradicionales.
Así empezaron a brotar de todas partes, como flor en primavera, periodistas y columnistas lanzados por el gran capital a los medios de comunicación a esparcir el evangelio neoliberal. Esos periodistas y esos columnistas curiosamente resultaban ser siempre herederos directos de los dueños de los medios o entronques importantes de empresarios. Ese periodista que surgía del vulgo; y ese columnista que se maduraba en el autodidactismo “no va más”, como dice un conocido locutor de futbol cuando se acaba el partido.
Si esto nos ha quedado claro, podemos ahora entender la lucha mediática que se libra en Venezuela, Ecuador, Bolivia, Paraguay, Nicaragua, Honduras y demás países, como últimamente Argentina, que intentan zafarse del modelo neoliberal a ultranza; o la lucha que algunos damos en Colombia contra los medios oficialistas y oficiales de hecho y por conveniencia.
Todos los medios periodísticos en conflicto con los gobiernos prosocialistas, provienen de modelos capitalistas que los fundaron, los crecieron y reprodujeron a su imagen y semejanza. Y los gobiernos socialistas que irrumpen en esos lares, tratan de fundar, crecer y reproducir medios propios a su imagen y semejanza.
Resulta pertinente precisar ahora que la principal razón y causa de esa lucha mediática no proviene de un interés político que, digamos, se oponga al gobierno de izquierda por razones ideológicas, y al de derecha por lo tanto mismo, sino que la prensa de derecha responde al interés económico de su fuente capitalista y la de izquierda busca hacerse a un nicho en el mundo mediático, y con toda razón, en los gobiernos prosocialistas.
He seguido muy de cerca el caso de Venezuela, por ejemplo, y puedo afirmar que Chávez no ha amenazado con quitarle la licencia a ningún medio de radio o televisión. Lo que sí ha dicho en forma clara y contundente, es que no está dispuesto a renovar la licencia de funcionamiento, una vez se les venza a unos medios que le han decretado feroz oposición. Esto puede ser discutible, como todo, pero no resulta ilegal. Y si se considera un ataque a la libertad de expresión, asunto también discutible y harto, entonces debemos mirar el anverso de la moneda y juzgar con el mismo principio a los medios de oposición en los sistemas capitalistas cuyos gobiernos asedian y la empresa privada asfixia privándolos de publicidad bajo el silencio cómplice de la augusta SIP que no ve aquí rastros de censura ni pruebas de persecución como, por ejemplo, soterradamente anda haciendo el actual gobierno colombiano con el tercer canal que ofrece como vara de premio al medio de su predilección que mejor se porte… Y la SIP, ni fu ni fa.
Es que no podemos obligar a nadie a gobernar con el enemigo o a hacerle más fácil el camino hacia nuestra propia destrucción. Una cosa es respectar las ideas del contrario, pero no hasta el martirio de Voltaire cuando dice… “No estoy de acuerdo con lo que usted dice pero daría mi vida para que pudiera decirlo”. Eso es puro simbolismo de alguien que manejó como el que más la fina ironía y que en su momento también dijo, quizás con más realismo: “Proclamo en voz alta la libertad de pensamiento y muera el que no piense como yo”.
Honduras es un típico y patético ejemplo de la lucha por el poder que se libra, desde el campo mediático, entre capitalismo y socialismo siglo XXI en nuestra región. La SIP, dominada por los empresarios del periodismo, que tan alto eleva el SOS de la persecución a la libertad de prensa en Venezuela, no ha dicho ni mu sobre el asesinato de periodistas y la abierta censura que implantó Micheletti tras el golpe de Estado a Zelaya.
Y presten atención, para que nos demos cuenta de que efectivamente todo depende del color del cristal con que se mire: las pataletas de Chávez no serían tan estridentes ni el silencio de Estados Unidos tan profundo, si el golpe de Estado no hubiera sido contra el gobierno democrático de Zelaya sino contra el gobierno democrático de Uribe.
No podría cerrar esta reflexión sin referirme al nuevo periodismo que se expande en el ciberespacio a través de Internet. Para mi gusto, creo que ese es el Gran Hermano que la tan anhelada libertad de expresión necesitaba para alcanzar el más poderoso de todos los poderes: el conocimiento, como tan maravillosamente lo describe Alvin Toffler.
Quienes poco a poco nos hemos ido insertando en este mundo, nos resulta imposible hablar de censura o quejarnos de persecución. Se dice, y parece cierto, que los grandes cambios políticos que se han logrado en los últimos tiempos, incluyendo la elección de Obama en Estados Unidos, se debe en buena parte a la Internet. Se cree también que la quiebra de muchos y tradicionales medios impresos de Estados Unidos y de Europa, se debe igualmente al auge informativo de los medios virtuales. Yo, por ejemplo, hace más de cinco años no compro periódicos ni revistas y ya no necesito desayunarme con El Tiempo sobre la mesa; pero tampoco puedo pasar a manteles sin antes haber echado una miradita a lo que dicen mis corresponsales y abonados en la red.
Yo no voy a señalar qué tipo de periodismo debemos seguir: si hacia la derecha o hacia la izquierda. Creo que eso pertenece al fuero interno de cada quien y allá él.
Me interesa sólo como periodista y colega de quienes se expresan a través de lo medios tradicionales o alternativos, alcanzar claridad sobre lo que hacemos, y que podamos juzgar en nuestra recóndita conciencia si lo estamos haciendo bien o mal; si con nuestra profesión estamos contribuyendo a construir un tejido social más valioso y dueño de su propio destino, o le estamos haciendo el juego al poder económico que macabramente se beneficia cada vez más de nuestra mayor alienación y desventura.
Como en la socorrida toma de juramento en los cargos públicos, si lo primero, que Dios y la Patria os lo premien; si lo segundo, que El y Ella os lo reclamen.

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