17 de septiembre de 2010

¿Cuánto debe valer un dólar?

El problema del dólar es un asunto muy complejo. Y utilizo este término plenamente consciente de que unas veces se puede usar como excusa de algo que uno no sabe explicar, y entonces se escapa diciendo que es un asunto “muy complejo”, o que no quiere explicar, porque el asunto resulta tan “complejo” que se corre el riesgo de que la consiguiente explicación no se entienda.
Me explico: si uno defiende la apreciación del dólar frente a la moneda local, está a favor de las empresas y los trabajadores que se dedican especialmente a las exportaciones; y si uno defiende la depreciación, está a favor de aquellas empresas y trabajadores cuyo radio de operaciones se circunscribe especialmente al mercado interno.
Es preciso matizar este comentario con una anécdota que creo haber citado varias veces: Un ministro de agricultura le pidió a su departamento técnico que le preparara un documento sobre la reforma agraria para un debate que esa noche tenía en el Congreso. El técnico asignado no pudo comenzar el estudio hasta que el ministro no le dijo si lo que pedía lo quería favorable o desfavorable.
Eso resume todo el debate sobre el dólar. Cualquier comentario que se haga sobre la relación puede ser favorable o desfavorable. Ahí sí, como se dice, depende del cristal con que se mire.
Los comentaristas enfrente de estas ambivalencias analíticas debiéramos ser lo más honestos posible. Yo estoy seguro que todos los analistas que se sumergen en este tema saben las ventajas y desventajas de una u otra dirección del precio del dólar. Y sabemos también, como se pregona, que todo extremo es vicioso.
En palabras más simples, la autoridad monetaria debe mantener una relación que no sea ni tan, tan; ni muy, muy. Eso es lo que hace, o debe hacer, el Banco Central: comprar o vender dólares en el mercado, según las circunstancias de apreciación o depreciación.
No hay que ser apologéticos en uno u otro sentido. Y menos aseverar cosas que no son ciertas, en aras de pasar de eruditos.
En el caso colombiano, algunos analistas han dado en decir que somos presa del virus holandés. ¡Por Dios!
En reciente columna expliqué que la apreciación del peso frente al dólar obedece a la adopción de una política económica, la neoliberal, que nos ha hecho muy competitivos con los productos colombianos, gracias a la miserabilización de los salarios de los trabajadores, de un lado; y a la generosidad tributaria y jurídica, en materia económica, con que estamos premiando a las empresas extranjeras que vienen a comprar nuestras empresas insignias, especialmente las estatales, a precios de gallina vieja.
No puedo cerrar este comentario sin mostrar, muy sucintamente, que la apreciación del peso frente al dólar, y en general de cualquier moneda local, tiene sus bondades, y muy buenas, si uno quisiera mostrar, objetivamente, la otra cara de la moneda:
1) Hace menos costosa la financiación externa, tanto del gobierno como de las empresas privadas. 2) Incentiva la inversión y mitiga los costos, induciendo competitividad e incremento en la producción. 3) Hace menos costoso el pago de la deuda externa pública y privada, lo que permitirá tener, en el caso de la deuda pública, un ahorro fiscal que podría redireccionarse a una mayor inversión social. 4) Incentiva a las empresas a adquirir materias primas y bienes de capital de origen importado a un bajo costo, aumentando por esa vía la productividad y posiblemente incrementando los niveles de empleo. 5) la moneda local revaluada genera beneficios para la sociedad, dados los efectos positivos que esto tiene sobre el nivel de precios y de ingresos.
En resumen, lo que debe discutirse es si la relación es equilibrada o no. Si lo es, de malas los exportadores. Lo que tienen que hacer es revisar sus procesos de producción a fin de volverse más competitivos, no a punta de salarios bajos y subsidios a través de la tasa de cambio, sino de sus propios méritos productivos, y punto.
Y esto último lo digo consciente de que se trata de una utopía económica, ya que no sólo en Colombia sino en todo el mundo capitalista, la competitividad de los empresarios siempre viene dada por unos subsidios directos e indirectos del Estado, es decir, de todos los contribuyentes, y por unos salarios que roban, cuanto más, mejor, la plusvalía laboral.

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