27 de enero de 2009

Individuo, comunidad y socialismo

Albert Einstein: un punto de vista científico
sobre el individuo, la comunidad y el socialismo

Por: Batallón ALBA
Fecha de publicación: 26/01/09

¿Es la economía propiamente una ciencia? Al principio parece que no hay diferencias esenciales, por ejemplo, entre la astronomía y la economía, pues en ambos casos los investigadores buscan leyes para un grupo limitado de fenómenos de forma que la interconexión entre ellos se comprenda tanto como sea posible. Pero pronto se entiende que estas diferencias esenciales si existen. Establecer leyes generales en economía es mucho más difícil por que la observación de los fenómenos económicos, a diferencia de los astronómicos, es afectada por un número mucho más grande de factores que además son muy difíciles de evaluar por separado. Agreguemos a esto que la experiencia acumulada en economía desde el principio de la civilización ha sido influida por causas que no son exclusivamente económicas. Por ejemplo, casi todos los grandes Estados de la historia debieron su existencia a la conquista de otros pueblos. Los pueblos conquistadores se establecieron entonces como la clase privilegiada del país conquistado, se aseguraron la propiedad de la tierra y escogieron un sacerdocio de entre sus propias filas. Los sacerdotes controlaron la educación y convirtieron la división en clases en una institución permanente. Crearon así un sistema de valores por el que el común de la gente, en gran medida de forma inconsciente, orienta su comportamiento social.

Pero la tradición histórica es después de todo demasiado reciente y en ninguna nación o civilización se ha podido superar en forma universal y permanente lo que podemos llamar "la actitud depredadora" de los seres humanos en cuanto a sus relaciones sociales. Los hechos económicos que podemos observar solamente reflejan esta fase depredadora, y las leyes que podemos derivar de ellos no son necesariamente aplicables a otras fases previsibles. Puesto que el verdadero propósito del socialismo es precisamente sobreponernos a esa actitud depredadora que prevalece hoy en las relaciones entre los seres humanos, el conocimiento económico actual no puede indicarnos mucho sobre la sociedad socialista. Y puesto que el socialismo está orientado hacia un fin ético-social, la ciencia sólo puede limitarse a ayudar a proporcionar los medios necesarios para cumplir tal fin. Como es ampliamente sabido y reconocido, la ciencia no puede por si misma fijarse fines éticos ni mucho menos inculcarlos en los seres humanos; la ciencia sólo puede proveer los medios con los que lograr ciertos fines. Pero los fines en realidad son concebidos e impulsados por personas y grupos con altos ideales éticos, y si estos fines no son débiles e ilusorios, sino más bien vitales, vigorosos y posibles, son, en algún momento propicio, reconocidos por muchos seres humanos. Pero estos fines no son entendidos y aquilatados solamente - ni principalmente- bajo la forma de razonamientos lógicos, sino sobre todo son reconocidos y valorados en su significado profundo bajo su forma mítica y simbólica. De inmediato, entonces, estos altos fines pasan a ser reclamados intensamente por muchísimas personas quienes así, de forma no siempre plenamente consciente en lo teórico, determinan la transformación de la sociedad.

Por estas razones, no debemos sobrestimar la ciencia y los métodos científicos cuando se trata de problemas humanos; y no debemos pensar que los expertos son los únicos que tienen derecho a expresarse en las cuestiones que afectan a la organización de la sociedad. La sociedad humana en verdad está pasando por una terrible crisis y su estabilidad está en grave peligro. Es típico de tal situación que los individuos se sientan indiferentes o incluso muestren agresividad hacia el grupo, pequeño o grande, al que pertenecen. Una experiencia personal puede servir de ejemplo: hace poco estaba discutiendo con un hombre inteligente y muy buena persona sobre la amenaza de otra guerra que en mi opinión pondría en peligro seriamente la existencia de la humanidad, y le dije que solamente una organización supranacional nos podría proteger de ese peligro. Entonces mi amigo, muy calmado y tranquilo, me dijo: "¿Pero porqué se opone usted tan profundamente a la desaparición de la raza humana?"

Hasta hace pocos años nadie habría hecho tan ligeramente una declaración como ésa. Es la manifestación de un hombre que se ha esforzado inútilmente en lograr un equilibrio interior y que tiene perdida la esperanza de conseguirlo. Es la expresión de la soledad dolorosa y del aislamiento que mucha gente está sufriendo en la actualidad. ¿Cuál es la causa? ¿Hay una salida? Es fácil plantear estas preguntas, pero difícil contestarlas con seguridad. Debo intentarlo, sin embargo, lo mejor que pueda, aunque estoy muy consciente del hecho de que nuestros sentimientos y esfuerzos son a menudo contradictorios y obscuros y que no siempre pueden expresarse en fórmulas fáciles y simples.

El hombre es, a la vez, un ser solitario y un ser social (comunitario). Como ser solitario, procura proteger su propia existencia y la de los que están más cercanos a él, para satisfacer sus deseos personales, y para desarrollar sus capacidades naturales. Como ser social, intenta ganar el reconocimiento y el afecto de sus compañeros humanos, para compartir sus placeres, para confortarlos en sus dolores, y para mejorar sus condiciones de vida. Estos objetivos diferentes -y frecuentemente contradictorios dado el carácter especial del hombre- determinan el grado en el que un individuo puede alcanzar su equilibrio interno y puede contribuir al bienestar de la sociedad (comunidad). Es muy posible que la fuerza relativa de estas dos pulsiones esté, en lo fundamental, fijada hereditariamente. Pero la personalidad que finalmente emerge en cada persona está determinada en gran parte por el ambiente en el cual se desarrolla, por la estructura de la sociedad en la que crece, por la tradición de esa sociedad, y por su valoración de los tipos de comportamiento. El concepto abstracto "sociedad" significa para el ser humano individual la suma total de sus relaciones directas e indirectas con sus contemporáneos y con todas las personas de generaciones anteriores. El individuo puede pensar, sentirse, esforzarse, y trabajar por si mismo; pero él depende tanto de la sociedad -en su existencia física, intelectual, y emocional- que es imposible de concebir fuera del marco de la sociedad. Es la "sociedad" la que provee al hombre de alimento, hogar, herramientas de trabajo, lenguaje, formas de pensamiento, y la mayoría del contenido de su pensamiento; su vida es posible por el trabajo y las realizaciones de los muchos millones en el pasado y en el presente que se ocultan detrás de la pequeña palabra "sociedad" (comunidad).

Por lo tanto, la dependencia del individuo de la sociedad es un hecho que no puede ser suprimido -- exactamente como en el caso de las hormigas y de las abejas. Sin embargo, mientras que la vida de las hormigas y de las abejas está fijada con rigidez en el más pequeño detalle, los instintos hereditarios, el patrón social y las relaciones de los seres humanos son muy susceptibles de cambio. La memoria, la capacidad de hacer combinaciones creativas, el regalo de la comunicación oral, han hecho posible progresos entre los seres humanos, los cuales son dictados por necesidades biológicas. Tales progresos se manifiestan en tradiciones, instituciones, y organizaciones; en la literatura; en las realizaciones científicas y tecnológicas; en las obras de arte. Esto explica que el hombre puede influir en su propia vida y que el pensamiento consciente y los deseos pueden también jugar un papel en este proceso vital.

El hombre adquiere al nacer, de forma hereditaria, una constitución biológica que debemos considerar fija e inalterable, incluyendo los impulsos naturales característicos de la especie humana. Además, durante su vida, va adquiriendo una constitución cultural que obtiene de la sociedad por medio de la comunicación y a través de muchas otras influencias. Y es precisamente esta constitución cultural la que con tiempo y esfuerzo puede cambiar y determinar en un grado muy importante la relación entre el individuo y la sociedad. Así lo ha reconocido la antropología moderna con la investigación comparativa de las llamadas culturas primitivas. El comportamiento social de los seres humanos puede diferenciarse grandemente, dependiendo de los patrones culturales que prevalecen y de los tipos de organización que predominan en la sociedad. Y es en esta comprobación donde basan sus esperanzas los que se esfuerzan por mejorar la suerte del hombre: los seres humanos no están condenados por su constitución biológica a aniquilarse o a sufrir un destino cruel ocasionado por ellos mismos con una actitud depredadora, homicida y finalmente suicida.

Pero, entonces, ¿Cómo deben ser cambiadas la estructura de la sociedad y la actitud cultural del hombre para hacer que la vida humana se desenvuelva tan satisfactoria como sea posible? Bien, ante todo debemos estar siempre conscientes del hecho de que hay ciertas condiciones propias de los seres humanos que no podemos modificar. Como mencionamos antes, la naturaleza biológica del hombre es, para todos los efectos prácticos, inmodificable. Además, los progresos tecnológicos y el crecimiento de la población en los últimos siglos han creado ciertas condiciones culturales de vida que llegaron para quedarse. En lugares densamente poblados cuyos habitantes disfrutan de bienes imprescindibles para su existencia continuada, son indispensables tanto una división del trabajo extrema como un aparato altamente productivo. Se han ido para siempre los tiempos ilusoriamente deliciosos en que individuos o pequeños grupos podían ser autosuficientes. La humanidad constituye ahora una comunidad planetaria de producción y consumo.

Establecido este punto, podemos entonces indicar brevemente lo que constituye la esencia de la crisis de nuestro tiempo. Se refiere a la relación del individuo con la sociedad. En realidad el individuo es más consciente que nunca de su dependencia de la sociedad. Pero él no ve hoy la dependencia como un hecho positivo, como un lazo orgánico, como una fuerza protectora, sino más bien como algo que amenaza sus derechos naturales, o incluso su existencia económica. Por otra parte, su posición en la sociedad es tal que sus pulsiones egoístas se están agudizando constantemente, mientras que sus pulsiones sociales, que son por naturaleza más débiles, se deterioran progresivamente. Todos los seres humanos, cualquiera que sea su posición en la sociedad, están sufriendo ahora este proceso de deterioro. A sabiendas de nuestro propio egoísmo, nos sentimos inseguros, solos, y privados del disfrute ingenuo, simple, y sencillo de la vida. Y en verdad el hombre sólo puede encontrar sentido a su vida, corta y arriesgada como es, dedicándose a la sociedad (comunidad).

La anarquía económica de la sociedad capitalista es la verdadera fuente del mal. Una comunidad enorme de productores que trabajan sin cesar es privada hoy en día de los frutos de su trabajo colectivo. Y no por la fuerza, sino conforme a las reglas convenidas y legalmente establecidas. A este respecto, es importante señalar que los medios de producción -es decir, la capacidad productiva entera necesaria para producir bienes de consumo y capital adicional- es ahora en su mayor parte propiedad privada de particulares. Si llamamos "trabajadores" a todos los que no compartimos la propiedad de los medios de producción, tenemos que los propietarios de los medios de producción están en posición de comprar la fuerza de trabajo de estos trabajadores. Usando los medios de producción, el trabajador produce entonces nuevos bienes que se convierten en propiedad del capitalista. El punto esencial en este proceso es la relación entre lo que produce el trabajador y lo que le es pagado, ambos medidos en valor real. Como el contrato de trabajo es "libre", lo que el trabajador recibe está determinado y medido no por el valor real de los bienes que produce, sino por sus necesidades mínimas de subsistencia y por la demanda de fuerza de trabajo por parte de los capitalistas. Esta demanda siempre es menor a la oferta de fuerza de trabajo por parte del gran número de trabajadores que compiten individualmente entre sí por conseguir empleo. Los capitalistas son entonces los que “libremente” fijan las condiciones, y es importante entender en definitiva que el salario del trabajador no está determinado por el valor de su producto.

El capital privado tiende además a concentrarse con el tiempo en pocas manos, en parte debido a la competencia entre los capitalistas, y en parte porque el desarrollo tecnológico y el aumento de la división del trabajo estimulan la formación de unidades de producción cada vez más grandes que destruyen a las más pequeñas. El resultado de este proceso es una oligarquía del capital privado cuyo enorme poder no se puede controlar con eficacia ni siquiera en una sociedad organizada políticamente en forma democrática. Esto es así porque los miembros prominentes de los poderes públicos son seleccionados por los partidos políticos, los cuales son financiados en gran parte o influidos de diversas maneras por los capitalistas privados quienes, para todos los propósitos prácticos, separan al electorado de sus gobernantes, legisladores y magistrados. La consecuencia es que los representantes del pueblo de hecho no protegen suficientemente los intereses de los grupos no privilegiados de la población. Por otra parte, los capitalistas privados inevitablemente controlan, directa o indirectamente, las fuentes principales de información (prensa, radio, educación). Es así extremadamente difícil, y de hecho en la mayoría de los casos absolutamente imposible, para el ciudadano común individual obtener conclusiones objetivas y hacer un uso inteligente de sus derechos políticos.

Una economía basada en la propiedad privada del capital está así caracterizada en lo principal: primero, los medios de producción (capital) son poseídos de forma privada y los propietarios disponen de ellos como lo consideran oportuno; en segundo lugar, el contrato de trabajo es libre. Por supuesto, no existe una sociedad capitalista pura. En particular, debe notarse que los trabajadores, a través de luchas políticas largas y amargas, han tenido éxito en asegurar una forma algo mejorada de "contrato de trabajo libre" para ciertas categorías de trabajadores. Pero tomada en su conjunto, la economía actual no se diferencia mucho de capitalismo "puro". La producción está orientada hacia el beneficio del capitalista, no hacia el mayor y mejor uso de los bienes y servicios. No está garantizado que todos los que tienen capacidad y quieran trabajar puedan encontrar empleo; existe casi siempre un "ejército de desempleados". El trabajador está constantemente atemorizado con perder su trabajo. Puesto que desempleados y trabajadores mal pagados no proporcionan un mercado rentable, la producción de bienes de consumo se limita sólo a abastecer a los que pueden pagar por ellos, y la consecuencia es entonces una gran privación para amplios sectores de la población (excluidos). El progreso tecnológico produce con frecuencia más desempleo en vez de aliviarles a todos los trabajadores el esfuerzo de su trabajo. La motivación del beneficio, conjuntamente con la competencia entre capitalistas, produce también vaivenes indeseables en la acumulación, y en la utilización del capital, los cuales conducen a su vez a depresiones económicas cada vez más severas. La competencia desenfrenada conduce a un desperdicio enorme de trabajo y a la amputación definitiva de la conciencia social de los individuos. Considero esta mutilación de la conciencia social de los individuos el peor mal del capitalismo. Nuestro sistema educativo entero sufre de este mal. Se inculca una actitud competitiva exagerada al estudiante, que es entrenado para adorar el éxito codicioso como preparación para su carrera futura.

Estoy convencido de que hay solamente un camino para eliminar estos graves males: el establecimiento de una economía socialista acompañada por un sistema educativo orientado hacia metas sociales. En una economía así, los medios de producción son poseídos por la sociedad y utilizados de una forma planificada. Una economía planificada que ajuste la producción a las necesidades de la comunidad, distribuiría el trabajo a realizar entre todos los capacitados para trabajar y garantizaría un sustento a cada hombre, mujer, y niño. La educación del individuo, además de promover sus propias capacidades naturales, procuraría desarrollar en él un sentido de la responsabilidad para sus compañeros-humanos en lugar de la glorificación del poder y del éxito que se da en nuestra sociedad actual.

Sin embargo, es necesario recordar que una economía planificada no es todavía socialismo. Una economía planificada puede estar acompañada de la completa esclavitud del individuo. La realización del socialismo requiere solucionar algunos problemas sociopolíticos extremadamente difíciles: ¿cómo es posible, con una centralización de gran envergadura del poder político y económico, evitar que la burocracia llegue a ser todopoderosa y arrogante? ¿Cómo pueden estar protegidos los derechos del individuo y cómo conseguiremos un contrapeso democrático al poder de la burocracia?

albatallon@gmail.com

25 de enero de 2009

Hasta la izquierda le juega a Uribe

OCTAVIO QUINTERO
25 – 01 – 09


Ya se que sería más importante llamar la atención sobre los 600.000 puestos de trabajo que se perdieron en Colombia en noviembre del año pasado como reflejo primario de la gran crisis que envuelve al mundo industrializado con Estados Unidos a la cabeza y que, graciosamente, nuestro gobierno sigue diciendo, sin vergüenza, que el país está blindado al contagio.
Pero es que sigo creyendo que la cuestión central a resolver en Colombia no es la economía sino la política porque, precisamente, por tener el gobierno que tenemos es por lo que tenemos la casa patas arriba, hablando en términos sociales, pues, ya sabemos que los que están en la cúspide de la pirámide, disfrutan de lo lindo los toros desde la barrera. Bueno, al menos de momento.
No era cosa de adivinos prever que en el ocaso de Uribe los ahijados se iban a agarrar de las mechas por la sucesión del padrino. Cualquiera que tuviera una ligera noción de la política colombiana sabía que las cabezas de esos grupitos que se conformaron alrededor de Uribe son, unos, impotables, arrogantes y egoístas, como Santos y Vargas Lleras, por ejemplo; oportunistas otros, como las puntas conservadoras con el ex presidente Pastrana a la cabeza y Noemí Sanín a la cola; falsos profetas como los grupos religiosos que han pelechado a la sombra de este nefasto mandato, incluyendo a la propia iglesia católica que sostiene como Papa propio a ese troglodita de Rubiano y, en fin, vividores los más, como ese que desde la cárcel sigue orientando a su Convergencia Ciudadana, en clara desobediencia al mismo Uribe que al menos tuvo la honradez de decirles que aprobaran todas sus sandeces ejecutivas y/o legislativas, “mientras los metieran a la cárcel”. Es decir, si bien le entiendo al “padrino”, desde la cárcel no debieran seguir votando, como ese otro que se me escapaba, Álvaro Araujo, de Alas Equipo Colombia, que hasta gobernador propio tiene en el otrora invencible pueblo antioqueño que llevaba el hierro entre las manos porque en el cuello le pesaba, según su portentoso vate, Epifanio Mejía que, de vivir, quizás viendo a sus paisanos de hoy, tal inspiración no hubiera parido.
Fue entonces cuando llegó el cuarto de hora de Horacio Serpa. Un zorro como él sabía que era cuestión de esperar y, por supuesto, no dejarse quitar la iniciativa de conducir un partido liberal por la senda de la justicia social y la equidad económica. Pero no, quizás, un complejo entramado político lo obligó a dar un paso al costado dándole curso al reencauche en la dirección del liberalismo al precursor del imperio neoliberal en Colombia, César Gaviria y, luego, se refugió en una gobernación que, por importante que sea, no suple la orfandad en que quedó la base liberal tras su abdicación.
Apareció el Polo Democrático Alternativo (PDA). Soy testigo ático que importantes jefes y militantes liberales y conservadores, cuyos nombres no estoy autorizado a revelar, estuvieron a tiro de as de afiliarse al PDA. Pero comenzaron a desinflarse del Polo tras la tibia administración de Lucho Garzón en la capital y, de totazo, cuando apareció esa sorpresiva entrevista de Petro a la revista Cambio en la que dijo que el problema del país no era Uribe y que el Polo debía ser pragmático, un término que en política es algo así como matar a la madre para anticipar la herencia.
Lo de Petro fue un campanazo cuyo gong resonante tiene hecho añicos al PDA, un movimiento que empezó como esperanza y va a terminar como la más grande frustración de la izquierda por alcanzar el poder en Colombia, un país que, definitivamente, se queda a la zaga de la corriente socialista que oxigena las “venas abiertas” de nuestra patria latinoamericana.
Todo este largo introito para decir que me parece lánguida la actitud de Carlos Gaviria, el presidente del Polo, al no tallar de frente y de fondo su candidatura presidencial para el 2010.
También, quien tenga una ligera notición de la política colombiana sabe que esos 2 millones 700.000 votos que la izquierda alcanzó en las pasadas elecciones del 2006, en su gran mayoría, fueron depositados por su candidato, Carlos Gaviria.
Pero el Gaviria de hoy ha asumido una posición dubitante, y esto en política, es mortal. No otra cosa debe entenderse en su declaración a la periodista Margarita Vidal en El País, de Cali, cuando dice que (…) “No busco la candidatura, no busco el poder, pero si (…) se presentaran hechos que determinaran que la unidad del Polo o su posible éxito depende de que yo acepte o no una candidatura, yo no podría claudicar”.
Una lectura primaria de esa declaración, lleva a regocijo, pues, queda la esperanza de que muchos colombianos puedan votar en las próximas elecciones sin macularse en esos uribismos corrompidos o en ese conservatismo, a más de corrompido, ese sí, pragmático, como Petro.
Pero no sea ingenuo, doctor Gaviria: los halcones del Polo, encabezados por Petro, Lucho, Navarro Walf y la ‘princesita’ Maria Emma, que ya dividieron al Polo, a usted lo volverán añicos en la próxima convención, si es que usted sigue con la misma paciencia que llevó a Sócrates a beber la cicuta antes que desobedecer la ley, con lo que corrobora en parte su sentencia: “Yo sólo se que nada se”, especialmente de política, podría agregársele al cabo del tiempo.
No, doctor Gaviria: si quiere la Presidencia, búsquela; lúchela; alcáncela o piérdala, pero en el fragor de la batalla. No esperando a que la corona le caiga como le caían del cielo y por herencia a los Luises de Francia.

Lecturas especiales:burocracia

Lord ACTON y Richard SIMPSON
Traducción de Armando Martínez Garnica, especial para el Boletín Virtual.
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John Emerich Edward Dalberg-Acton nació en Nápoles en 1834, y por recomendación del primer ministro inglés, William E. Gladstone, fue elevado en 1869 a la categoría de Barón Acton de Aldenham, la propiedad familiar en Shropshire. Después de estudiar en la Universidad de Munich (1850-1857) regresó a Inglaterra y jugó un importante papel como vocero del catolicismo liberal en la era victoriana. Entre 1895 y 1902 fue profesor Regius de historia moderna en la Universidad de Cambridge. Mientras escribía una Historia de la Libertad publicaba sus observaciones en varias revistas (Rambler, Home and Foreign Review, Chronicle y North British Review), desarrollando su preocupación central: la libertad individual y los medios por los cuales debía ser asegurada. En esencia, Lord Acton fue un liberal en el clásico sentido de la palabra. Aunque este artículo fue firmado en la revista Rambler (febrero de 1859) por uno de sus principales colaboradores, Richard Simpson, se trata de un producto colectivo de la época de su más productiva colaboración, al punto que J. Rufus Fears lo incluyó en el primer volumen de los Escritos selectos de Lord Acton (Indianapolis, Liberty Fund, 1985, p. 518-530). En estos tiempos de burocratización rampante conviene leer esta denuncia liberal de uno de los atributos del estado moderno, pues podría inspirar una mejor comprensión de las instituciones burocráticas que siempre están amenazando las libertades del ciudadano. La versión castellana de este artículo fue realizada por Amelia Acebedo Silva para esta entrega de la Revista de Santander.
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Puede parecer paradójico a algunos de nuestros lectores que mientras profesamos una gran hostilidad a la burocracia, o a la interferencia de un gobierno centralizado en asuntos familiares y de la vida privada de los individuos, al mismo tiempo debamos salir en defensa de una encuesta gubernamental realizada sobre nuestra educación por una Comisión especial, la cual probablemente resultará en una mayor interferencia del gobierno.
Esto es más valedero en el caso de este tema, si consideramos que podríamos arreglárnosla del todo en la educación sin la intervención del Gobierno, algo que deberíamos preferir absolutamente; pero resulta que todas nuestras mentes más sensatas ya han llegado a la conclusión de que esto es imposible, tanto por nuestra pobreza y debilidad personales, como por el poder y la voluntad del Gobierno. El problema, por lo tanto, es hacer lo mejor que esté a nuestro alcance, y nuestra recomendación de cooperar con la Comisión se basa totalmente en esta consideración.
Para empezar, consideramos que cualquier sistema general de educación tiene una tendencia peligrosa, dado que tiende hacia la burocracia que tanto tememos y fomenta los principios burocráticos tanto entre los maestros como entre los estudiantes. La burocracia reside en las facultades, no en las clases. No es posible que exista una burocracia de los agricultores, de los hacendados o de los comerciantes, porque la simple similitud de estos oficios no es suficiente para que llegue a existir. Tampoco son suficientes la organización, la mutua dependencia y un suficiente entendimiento mutuo. Un gobierno militar no es una burocracia. Los hombres de una burocracia deben poseer suficiente cultura literaria y científica que los ponga en capacidad para erigirse en críticos y guías de vida de los otros, y en consecuencia en capacidad para conducir la vida de una nación. La burocracia no es algo ficticio, algo que se impone desde fuera, sino un desarrollo natural producido por la creación y organización de una masa de empleados públicos educados. Es la expresión de su vida social.
En todos los gobiernos puede existir una tiranía odiosa, monopolios, exacciones y abominables abusos de prácticamente toda índole, pero la idea de una burocracia no se realiza hasta tanto no se agregue el pedante elemento de la pretensión de conducir nuestras vidas, de querer saber qué es lo mejor para nosotros, de medir nuestro trabajo, de supervisar nuestros estudios, de prescribir nuestras opiniones, de hacerse responsable por nosotros, de decirnos cuando hay que ir a la cama, abrigarnos, ponernos nuestro gorro de noche y administrar nuestra comida. Este elemento no parece posible sin una argumentación persuasiva proveniente del poder gobernante, según la cual éste se encuentra en posesión del secreto de la vida y tiene un verdadero conocimiento de la ciencia política total, al punto que debe dirigir la conducta de todos los hombres, o al menos de todos los ciudadanos. Es por esta razón que cualquier gobierno que reconocidamente pone ante sus ojos el sumo bien de la humanidad, que procede a definirlo y dirige todos sus esfuerzos hacia este fin, tiende a convertirse en una burocracia.
El mundo ha conocido muchas realizaciones y muchos intentos de realización de toda suerte de burocracias: la de los abogados, de los clérigos, de los médicos, de los economistas políticos, de los maestros de escuela, de los filósofos o de los administradores paternales, todas las cuales han tenido su nostrum especial, su panacea para la humanidad sufriente, y todas se han sentido llamadas a obligar a la humanidad, quiéralo o no, a tragársela.
La burocracia de los abogados es el modelo universal de todas. La ley, de acuerdo con la definición griega, romana y clásica restaurada, se extiende a toda acción del hombre: los derechos legales de los legisladores incumben a toda acción humana posible; cualquier cosa que haga el sujeto puede ser cuestionada; pueden abusar, pero nunca exceder, su poder. La autoridad del gobierno es ilimitada hasta tanto no se le ponga límite. “Cualquier cosa que la ley no manda, está prohibido”, dijo Aristóteles, y “las leyes se pronuncian sobre todos los temas posibles”. Aún más, “la ley debe gobernar todas las cosas”. Este principio fue llevado tan lejos que en una sociedad donde la ley no se desarrolló de esta manera no se la consideraba merecedora del nombre de estado. Por ejemplo, Inglaterra habría sido considerada bárbara, indigna de un estadista y poco científica, al considerar todas las acciones legítimas, y la libertad del sujeto ilimitada, antes de que se generase una ley que las prohibiese. En Grecia y Roma la ley fue lo primero, y el hombre tenía que demostrar su derecho. En cambio, en Inglaterra el hombre fue lo primero, y la prueba de la ilegalidad de sus acciones le correspondía a la ley; allí no hay derecho administrativo, ningún poder en absoluto que pertenezca al gobierno como tal, excepto aquel que le concede la ley; no existe personificación del estado, no hay sacrificio del constituyente concreto al todo ideal. Inglaterra no tiene XII Tablas para declarar que “la salud del pueblo es la suprema ley”, pero se ciñe al principio medieval y cristiano jus cujusque suprema lex; la ley suprema se fundamenta en los derechos de los individuos, no en la supuesta conveniencia del Estado.
Pero la ley civil toma al hombre en su totalidad bajo su tutela y presume de ser la Providencia Mundana. Por ello es que los abogados, imbuidos de su espíritu, son la verdadera encarnación de la burocracia. Nunca se ha demostrado esto con mayor claridad que en la Convención de los leguleyos franceses, donde Robespierre declaró: “Tendremos un orden de las cosas donde todas las pasiones bajas y crueles serán encadenadas, y todas las pasiones benéficas y generosas serán estimuladas por las leyes”. Allí también Saint Just pretendió cambiar con una violenta dosis de legislación las costumbres y los modales de una nación, y hasta reformar el corazón humano.
Felizmente libre de esta exasperante plaga de abogados, Inglaterra, en cambio, ha sufrido mucho por la burocracia de los clérigos, tal como acaeció con el espionaje religioso establecido por las leyes penales, con la pretensión puritana de identificar iglesia y estado, de deducir las relaciones iglesia-estado únicamente de las Sagradas Escrituras, y de abolir las leyes canónica, civil, de procedimiento y común, así como los tribunales de justicia, en favor de su más antigua disciplina y tribunales de escritura y conciencia, una pretensión que fue ejecutada con espionaje inquisitorial y con el más severo esmero por los más poderosos clérigos, llevada incluso al terreno del más ínfimo detalle del ornamento femenino y de la diversión masculina. Así ocurrió en el Califato de Carlos I, con sus visires Laud y Juxon, y Spotswood, con sus cortes de la Alta Comisión y de la Cámara de la Estrella, y con sus cientos de actos gubernamentales motivados únicamente por el deseo de fijar a cada hombre pasivamente en su lugar, y de mantener en cada uno la sensación de que estaba bajo el cuidado paternal de personas que podrían juzgar mejor que él mismo lo que debería comer, beber y dejar de hacer.
Esto es más bien la burocracia fisiológica, tal como la soñó Bacon en su Nueva Atlántida. Baste decir que la mayor característica de la verdadera burocracia es la íntima convicción de sus conductores de que sus provisiones cubren adecuadamente el área total de la vida y del pensamiento humano, o al menos la parte más importante de ésta; por tanto, todas las otras provisiones son superfluas y, en el caso de ser contrarias a sus ideas son nocivas, y como tales deben ser abolidas tan pronto como sea posible para dejar libre el campo a la acción regeneradora de su benéfica influencia. De aquí resulta el intolerante, monopolizador e intruso carácter de toda verdadera burocracia, y su distinción respecto de la vulgaridad natural de la tiranía militar, o del mando del policía, pues éstas en principio sólo miran el exterior de las cosas, los actos expresos; en cambio la burocracia, cuando ha sido totalmente desarrollada, investiga los corazones y los pensamientos por medio de su policía secreta. Pero tomemos al soldado o al policía y eduquémoslo para que vigile nuestras costumbres, para que denuncie nuestras opiniones y para que interfiera en nuestras disposiciones familiares, y pronto le habremos enseñando a ser un burócrata. No hay burocracia en los burdos y fáciles expedientes de una patrulla de reclutamiento, o en el sargento reclutador que engatusa al mozo de labranza borracho para que se aliste en el ejército. Pero cuando se lleva un registro escrito de toda la población, de sus empleos y de sus conocimientos, y una reseña de sus capacidades corporales, y se le somete periódicamente a la maquinaria del reclutamiento militar, entonces comenzamos a percibir la presencia de una agencia burocrática que se confunde con la familia y dirige la vida nacional.
Pero esta agencia no se torna muy intolerable hasta que adquiere mayor desarrollo y comienza a inmiscuirse con la movilidad, la comunicación, la asociación, la opinión y la fe. Entonces se convierte en una especie de tutelaje minucioso aplicable a los niños pequeños, pero aplicado a los hombres y las mujeres adultas. Todo su tipo es pedagógico; su símbolo es el maestro, por supuesto que no el maestro de los viejos tiempos, cuando la palmeta se convirtió en el refugio de mayordomos fracasados, de arruinados harapientos, de inútiles que habían fracasado en cualquier otra ocupación, y de haraganes perezosos que no tenían crédito para disponer de capital para ninguna empresa superior. En una masa de tales materiales no había ni organización, ni ambición, ni inconformidad, y por lo tanto ningún embrión de burocracia.
Pero este tipo de maestro de escuela está desapareciendo rápidamente bajo la influencia del Gobierno, pues considerada tanto interna como externamente la vía del “preceptor” es ahora algo diferente de lo que fue antes. Considerada en sí misma la vocación de un maestro, pueden distinguirse en ella tres elementos: importancia de la responsabilidad –de formar un intelecto en ciernes y dirigir la adquisición de nuevos hábitos–; fastidio de la operación, por sus aburridoras repeticiones, contradicciones de estudiantes insolentes, enfados y decepciones; y por último la insignificancia del material con el que hay que trabajar, la mente infantil, no en sus manifestaciones amables sino en la rutina tan desagradable para sí misma como para el maestro: alfabetos, rudimentos, ideas simples y palabras, aritmética elemental y otras cosas tan carentes de interés para la mente más simple como para la más extraordinaria. Entonces, en relación con su posición externa, la trivialidad de los conocimientos necesarios es lo que mantiene el mercado docente abundantemente, aunque no bien provisto, y disminuye el valor de mercado aun de la mejor clase de maestros. Todas estas cosas tendían a mantener bajo el promedio de conocimientos de los profesores de primaria, o a confinar la profesión a la clase de hombres que si no eran aptos para ésta, tampoco lo eran para ninguno otro. Hay una contradicción en los elementos de carácter requeridos: la religiosa importancia de la responsabilidad requiere un alma desarrollada o religiosa que la aprecie; pero una mente desarrollada es demasiado apta y tiene que mantenerse totalmente asqueada tanto con la molesta y tediosa rutina del trabajo como con los pequeños detalles de alfabetos, lecciones de ortografía y sumas. Y una mente que podría fácilmente permitirse ser absorbida por estos asuntos muy difícilmente podría tener una opinión inteligente sobre la grandeza de su vocación. En consecuencia, el buen profesor de escuela era usualmente un personaje oscuro de principios elevados que trabajaba duro porque era su deber, y era capaz de aferrarse a su trabajo porque no tenía inteligencia para sentir el tedio del eterno círculo de la rutina que estaba condenado a recorrer. Entre tanto, el mal profesor de escuela era, con frecuencia, el individuo sórdido que acabamos de describir, que ingresaba a la profesión sin ninguna conciencia, sin pensar en el magnífico ideal de la profesión, impulsado sólo por la necesidad de conseguir comida y techo, e invitado por el fácil y elemental carácter de las bajas exigencias para el ingreso al oficio.
Pero los días de esta rutina sistemática fueron contados cuando el Gobierno comenzó a proveer escuelas y a pagar a los maestros conforme a los resultados de un examen de competencias. Este examen sólo prueba la agudeza o capacidad de los maestros, pero no su paciencia o su voluntad para economizar aquellas capacidades. Para un maestro de primaria modelo la paciencia, más que la agudeza, constituye el requisito fundamental. En efecto, los maestros de primaria pierden a sus estudiantes tan pronto como éstos superan los rudimentos y tienen que empezar otra vez con un nuevo grupo. Sus posibilidades de tener una oportunidad legítima de demostrar sus brillantes conocimientos son muy pocas; en corto tiempo está agotado, aburrido a morir, y con la paciencia perdida. Entonces comienza a probar nuevas teorías y a ensayar nuevos esquemas, a menos que compense su agotador esfuerzo mental mediante una apasionada complacencia; al menos rechaza la idea de entregar su vida a esta desagradable disciplina. Ansía la emancipación, o superarse a sí mismo, si no en su profesión, por lo menos a través de ella. Entra en relación con otros de la misma clase, con quienes agita teorías y esquemas. Cada día se aliena más y más por la árida y simple tarea de instruir en los mismos rudimentos a sucesivos grupos de niños. Comienza a desagradarle esta vocación casi religiosa que constituye la vida ascética de tantas devotas personas religiosas, y se apega más y más al Gobierno que despertó su ambición intelectual mediante sus exámenes de competencias y el cual sostiene la bolsa de la cual depende. Entonces comienza a verse a sí mismo como un miembro de la clase de funcionarios, como un empleado público, y pasa a menospreciar toda autoridad, excepto aquella que premia su ambición. Aquí, entonces, hay una organización amplia, influyente, pedante, una herramienta disponible de interferencia gubernamental, si llegara a surgir algún Ledru Rollin que quisiera utilizarla.
Y los muchachos formados en el principio de competencias constituyen otro elemento de peligro en la misma dirección. El maestro naturalmente desea presentar al inspector una escuela digna de ser acreditada. Ha hecho todo lo posible para despabilar a sus estudiantes e imbuirlos con una especie de entusiasmo por “las letras”, y los jóvenes han alcanzado las nociones de una educación que los hace inconformes con el trabajo no intelectual y les genera la expectativa de algún empleo de oficina. El hijo del albañil que ha aprendido el latín y el uso de las esferas desdeña entonces el arte artesanal de su padre y decide no ser un artesano: busca un lugar como oficinista, mensajero, funcionario de ferrocarril, policía, cartero, algo “literario”, o algo en el gobierno, donde su competencia escrita y conocimientos librescos pudieran valer algo. Entonces la influencia del sistema de competencias mismo cambia el respeto y los sentimientos afables que hacían del maestro una especie de padre para sus alumnos, por la ambición, y lleva a los estudiantes a valorar sus conocimientos no por alguna excelencia sustancial de sí mismos, sino por el poder que confieren para triunfar sobre otros y superar su nivel social original. Además, las materias en las cuales la competencia tiene lugar son materias sin valor intrínseco de mercado, improductivas respecto de la generación de alimentos o de vestidos, pues simplemente son preparaciones para ayudar a la mente en la futura empresa de la vida. Pero estas preparaciones elementales hasta ahora han sido tratadas en las escuelas como el asunto sustancial de la vida, y en efecto hay una vida en la cual ellos son el asunto sustancial, es decir, la vida del buró. La educación competitiva, por tanto, está formando gradualmente una gran clase de hombres jóvenes cuyo interés es el de remodelar la sociedad sobre una base burocrática y multiplicar oficinas de forma tal que pudieran ganarse la vida con lo que habían aprendido en la escuela.
Ahora, en un país como el nuestro, donde un poder en la Constitución es el elemento democrático, el desarrollo de la inteligencia del pueblo tiene que traer continuamente más y más de ellos al número de aquellos quienes son investidos con el ejercicio del poder político. Y la sola multiplicación de los miembros de un Estado es un paso hacia la burocracia; y ésta casi requiere tanto la multiplicación de los empleados como el aumento de su poder para fisgonear las acciones de cada ciudadano. Por ejemplo, cuando la Revolución Francesa concedió el derecho al sufragio universal fue por supuesto necesario tener cuidado de que el mismo hombre no fuera fraudulentamente a votar varias veces en la misma o en diferentes urnas. De aquí que a cada elector –todo varón adulto– se le tuvo que proporcionar una especie de pasaporte y tarjeta de identificación, documentos con los cuales la policía tenía que certificar todos los cambios de domicilio y por último todo desplazamiento. Las señas del hombre eran entonces descritas en el documento que portaba y quedaba expuesto a que en cualquier momento o lugar se le pidiera presentarlo. Vemos entonces que el abominable sistema de pasaporte fue un resultado lógico del sufragio universal y del voto; y queda probado que la burocracia es una secuela natural tanto de la multiplicación e intensificación del elemento democrático de la sociedad como de la autocracia. Y cuando este grupo numeroso de empleados se compone de hombres jóvenes educados en escuelas competitivas, ellos deben corresponder al tipo que se espera que tales escuelas produzcan. Un conocimiento atiborrado y una noción de todas las ciencias no es una reserva de la que se pueda depender: su resultado real es una engreída ignorancia, una agudización de las facultades lógicas comunes de la mente que la adaptan para el más común de los procesos lógicos, el desarrollo de los principios hasta sus últimas consecuencias, pero que la deja bastante desprovista para la ocupación real de la razón: sopesar probabilidades, permitir la interferencia de principios contrarios y apreciar todos los hechos que dan base a la inducción. La juvenil, ardiente y desprovista mente insiste en principios a priori. Los derechos del hombre, de un lado, el derecho divino de los reyes, del otro, dividen entre sí a los intelectos sin formación.
Las cabezas maduras en edad o en juicio registran con prontitud la absoluta inutilidad del intento de aplicar métodos matemáticos y metafísicos a los asuntos prácticos de la moralidad y de la política. Pero desafortunadamente el método a priori tiene grandes atractivos: su resuelta infalibilidad, su segura universalidad, su total desprecio por todos los contradictores y la facilidad de su adaptación; todos éstos cautivan al joven estudiante pues están al mismo nivel de sus capacidades, dado que la lógica requiere poca ayuda externa. Ésta es interna, sus principios son innatos y es tan perfecta en la juventud como en la edad madura. Rápidamente aprendida, fácilmente utilizada: dado un prolífico principio general, y, como la piel de la vaca tiriana, la lógica pronto la corta en tiras suficientes para rodear una ciudad. Pero el aprendizaje, ese vacilante deseo cauto de estar en lo correcto y ese temor a estar equivocado que prueba la validez de cada paso por medio de ejemplos y experimentos, es un camino largo, difícil y desagradable; es por ello que se le recomienda al joven estudiante seguirlo por algo distinto a su atractivo, pues lleva en su rostro la huella del tedioso trabajo prosaico.
Sin embargo, es la característica de todos los grandes hombres de estado. Selden declaró que él y sus asistentes no dejaron documento sin revisar cuando preparaban el texto de la Declaración de los Derechos. Burke, pese a sus vastas capacidades filosóficas y a la facilidad y brillantez con que discutía sobre los principios generales, es el gran profeta de la política prosaica. Todos los grandes estadistas y juristas se caracterizan por tal amor a los hechos, por tal examen cuidadoso de las autoridades, por tal argumentación especial, al punto que parecen ser cínicamente indiferentes al desarrollo lógico de los principios, a la oratoria, a la filosofía, a las más grandes y admirables explosiones de la naturaleza y del sentimiento. En la esfera de la ley y de la política el hombre de juicio frío y razón informada acaba con tales rasgos, desprecia al retórico y solamente respeta los hechos.
Esta consideración nos permitirá apreciar en su justo valor la alabanza reclamada por los franceses y que se les concede por todas las mentes justas. “Nosotros somos lógicos”, dicen ellos; “nosotros realizamos los principios hasta su completo desarrollo y sacrificamos los hechos a la razón; nosotros somos predominantemente racionales”. Por el contrario, “los ingleses son más prácticos pero menos sensatos”, no piensan o realizan sus principios; están en una duda perpetua respecto de los sistemas racionales, y nunca llegan a una conclusión pura y simple; la fortuna los favorece, pero sus mentes son de un orden inferior.” Podemos observar la característica francesa en la mente irlandesa. Sin olvidar que el irlandés Burke está a la pura cabeza de los representantes del espíritu inglés, no podemos ocultarnos a nosotros mismos que un espíritu muy similar rige en Irlanda y en Francia, y con las mismas consecuencias políticas. Estas dos naciones son conducidas a una personificación del gobierno, a considerarlo como un gobernante personal, animado por su propia razón y voluntad, que actúa según sus sentimientos e impulsos; y a esperar que él guíe, dirija y gobierne todo. En vez de considerarlo como un comité temporal –una especie de junta administrativa nacional elegida para dirigir los asuntos nacionales por un tiempo de acuerdo con el sentimiento nacional, hasta que un cambio en el humor público lo sustituya por otro equipo que represente otra política– consideran al gobierno como una providencia, omnipotente, y por tanto como el responsable de todos los males. Como el gobierno es para ellos el gran señor de las provisiones, no codician nada tanto como un lugar en él. La ambición nacional es la de ser un empleado público, sin considerar como es que va a funcionar el Estado si todos llegasen a estar empleados en él, si todos recurren a él y si todos esperan que los sostenga.
Ellos resuelven de manera lógica la primera y la más simple idea de gobierno, no vuelven sobre la noción para analizarla y modificar sus sentimientos respecto de ésta; esto es ser lógico, esto es ser medianamente educado en un gran sistema nacional de aprendizaje superficial y ostentoso. Haber agudizado intelectos sin juicios experimentados: esto es ser cualificado casi naturalmente para periodistas, como brillantes y parcializados ensayistas, corresponsales especiales, reporteros, escritorzuelos, así como todos los empleos secundarios de las letras. Pero no por ello apto para una gran visión imperial de las cosas, para el mando, para la asociación, para la justicia, para las más elevadas divagaciones filosóficas, hasta que el defecto haya sido erradicado gracias a un trabajo real y mucho y paciente pensamiento. La jactanciosa superioridad de nuestros vecinos intelectuales es realmente una inferioridad, porque la educación práctica del iletrado inglés es en sus resultados mucho más cercana al aprendizaje más desarrollado que la cultura literaria a medias de Francia, la que sólo hace a un hombre lógico y consistente en tomar la parte por el todo, en usar trilladas verdades a medias, y en no ver el límite de su propia capacidad. No es que tal manera de ver las cosas sea peculiar al francés. Demos al analfabeto inglés la educación del francés y pronto tendrá las ideas francesas.
Es sólo entre tal gente que la burocracia, en su forma más pura e intensa, es posible; cuando el mecanismo de gobierno es considerado como el último fin de todas las cosas, el principal bien del hombre, cuando el hombre es solamente un disponible animal gobernable, destinado a ser manejado por el profundo arcano de reportes, órdenes, admoniciones y regulaciones policiales. El hombre medianamente educado nunca es consciente de su ignorancia, piensa que todo lo sabe; en otras palabras, cree que lo poco que sabe equivale a todo. Sea este poco una familiaridad con los procedimientos administrativos, y estos procedimientos seguramente se presentan ante su imaginación como las cosas más importantes y más grandes del mundo. Ellos serán su religión y más que su religión: cuando su función le provee alimento y vestido entonces se alcanzan todas las pasiones dignas de interés, y los administradores se reunirán en busca de protección y defensa mutuas, y para exaltar su función dentro de la gran profética y social institución del mundo.
Y gente con esta admiración de sus funciones son siempre los mejores funcionarios; se ocupan de sus deberes con un apasionado y religioso fervor que garantizan la más entusiasta actividad. En consecuencia, el espíritu burocrático conquista el favor de los secretarios de estado, el celo de sus subordinados facilita y simplifica su trabajo. Es maravillosa la facilidad de movimiento que imprime a las ruedas de la política. Los administradores conocen tan bien su propio departamento que el pesado mecanismo de nuestros estúpidos viejos aficionados integrantes de juntas, supervisores, sheriffs, jueces y legisladores no tienen la menor posibilidad de resistirlos. Pensemos en el poder con que un mediocre comisario judicial se abalanza sobre una testaruda junta de guardianes que ordena dar ayuda al pobre en su propio domicilio en vez de destruir su hogar. Llega con el triple prestigio de un lugar superior, un conocimiento superior de la ley y una perfecta familiaridad con los detalles de la práctica administrativa. Se echa encima como un experto sobre un conjunto de aprendices, como un marinero de agua dulce, como un viajero en un grupo de patanes que no ha viajado. Toda persona tiene derecho a respeto en asuntos de su propio oficio. La división de departamentos ha permitido a nuestro comisario reunir en sus manos todas las riendas de todas las subdivisiones de su ramo; conoce sus estadísticas de memoria; logra con rapidez entenderse con el oficial de la junta o con cualquier otro oficial pago y permanente, y con muy poca habilidad se las arregla para que las cosas marchen como lo desea. Nada se le opone, excepto de vez en cuando el erudito conocimiento científico de algún filósofo retirado, quien además de asumir una perspectiva general de todos los departamentos políticos, y reducir las pretensiones del comisario a sus justas dimensiones, es capaz de enfrentarlo en su propio terreno y sostener sus argumentos aun en contra de la competencia especial del otro; entonces se origina el debate y la publicidad, pudiéndose enmendar los detestables procedimientos.
Pero, a medida que el Estado crece, y sobre todo entre las clases que requieren ser administradas, igualmente la administración tiene que incrementarse; el número de empleados debe crecer más y más, deben organizarse, y la clasificación de la gente cuyos asuntos tienen que administrar debe marchar al mismo ritmo de crecimiento de tal organización. En cada departamento se formará gradualmente una poderosa fraternidad para preguntar, registrar, reportar o denunciar, primero que todo, simplemente acerca de nuestras capacidades para contribuir a la carga de impuestos; luego acerca de nuestros nacimientos, fallecimientos y matrimonios; pronto los tendremos averiguando acerca de nuestra religión y podemos estar seguros de que se inmiscuirían en aquello sobre lo que indagan, si se atrevieran, pues así lo hacen siempre que se atreven. Preguntan acerca de la religión de un soldado, de un pobre o de un prisionero tan pronto ingresa al cuartel, al asilo o a la prisión. ¿Es ese hombre realmente libre en adelante para cambiar de religión según le plazca, conforme a nuestra constitución y a nuestras leyes, o es administrado por el empleado público que puede obligarlo a mantenerse como era al ingresar, antes que tomarse la molestia de cambiar el registro? Las clases más pobres ya son administradas burocráticamente. Se ha dado un paso adelante y un hombre de estado, sistemático y especulativo, puede en cualquier momento encontrar la ocasión para ir más lejos.
Es un gran error suponer que un sistema burocrático solamente es posible allí donde existe un gobierno monárquico; éste puede surgir gradualmente bajo cualquier sistema político y hacer despótica a cualquier forma de gobierno. Un hombre investido de autoridad es lo que es, cualquiera sea la forma como la haya adquirido: por título heredado, por las bayonetas de sus soldados, o por el sufragio universal. La vía de su ascenso es accidental, su posición es el elemento positivo, su esencia es que él es un dirigente. Cualquier salvaguardia necesaria para algunas autoridades es necesaria para todas. No es menor el riesgo ante el engrandecido demócrata que ante el monarca o ante el aristócrata: es la naturaleza humana de todos ellos por igual entrometerse, y unir tanto como fuese posible el control con el poder ejecutivo, así como para no tener a nadie que pueda interferir con su intromisión. ¿Qué puede ser más claro que el hecho de que controlar es el poder supremo? ¿Qué más lógico que el que un poder supremo debe imponer activamente su supremacía? Un pueblo lógico, es decir, semiculto, transferirá el poder nominal al lugar donde éste realmente existe, y acumulará su totalidad en el pueblo o en el monarca. Así, mediante la burocracia el pueblo o el monarca adquiere carácter igualmente despótico. Ésta otorga poder despótico a cualquier gobierno que sirve. Las repúblicas suizas y las constituciones germana y sarda son tan despóticas en su administración como el Imperio Francés, porque en todas ellas su administración es burocrática.
Cuando es poderosa, la burocracia es esencialmente revolucionaria porque es lógica, es decir, porque sigue un desarrollo libresco de principios generales, no el camino práctico de las experiencias y los hechos, y es por lo tanto, llevada a introducir cambios radicales inconsistentes con los hábitos de la gente para quienes legisla. En intereses y en condición, los funcionarios forman una clase aparte, cuya ocupación es clasificar al resto de la sociedad de la forma que les ocasione el menor problema, y al mismo tiempo multiplicar sus deberes hacia ellos de tal manera que tengan más derechos sobre ellos por el salario que reciben y una excusa para multiplicar sus efectivos. Se mantiene siempre cambiando a la gente según los lineamientos arbitrarios de una clasificación artificiosa, o aritmética, pero no según los principios humanos; no tiene en cuenta la historia y los hábitos de la gente ¿qué debería saber ella de hábitos o de historia? Su única meta es descubrir perpetuamente nuevos modos de interferencia, proveer más trabajo al buró, y someter a la gente siempre más completamente a su modo de hacer las cosas.
Es revolucionaria hacia la cabeza del gobierno porque su poder no reside en una persona en particular sino en el sistema, el buró, el cuerpo complejo; es suprema y marcha bien con o sin una cabeza. La cabeza depende de ella, pero no al contrario; cae una y otra se levanta en su lugar, pero cualquiera que surja tiene que utilizar la organización que ya está lista. No puede gobernar sin ésta, no dispone del tiempo para formar un nuevo sistema, y está obligada a adoptar aquel que tiene a mano. Por lo tanto, la cabeza que manifiesta algún síntoma de una tendencia reformista hostil tiene que temer la burocracia como su más terrible, su más revolucionario enemigo.
Ahora, cómo evitar las aproximaciones insidiosas a este vil sistema. Primero, tenemos que restringir tanto como sea posible la esfera de intromisión del gobierno y mantener nuestra independencia en tantas áreas de la vida como sea posible; nunca consentir que el gobierno tenga un poder sobre una clase que no deseamos que tenga sobre otra. Nunca aplaudir una ley injusta en contra de otros, por temor a que algún día se vuelva contra nosotros. Ser paciente bajo la necesaria falta de preparación y torpeza de un sistema independiente donde cada parte es equilibrada mediante controles; y oponernos firme y consistentemente a cada gran intento de centralización, tal como una igualación de las cifras diferenciadas de la pobreza y una administración central de los deberes de los consejos de guardianes, cualquiera que sean las ventajas o conveniencias que se nos prometan a cambio. La clase de los funcionarios debe mantenerse baja. Por esta razón, lamentamos la prueba de competencias como herramienta que alienta conocimientos que no encuentran una legítima posibilidad de empleo en el trabajo que habrá de realizarse, y que nos provee un inquieto e intruso cuerpo de pedantes jóvenes. Por el contrario, el antiguo sistema nos dejaba en paz con la certeza de que no teníamos nada que temer de la garantizada incapacidad y contenido no ambicioso de aquellos a quienes les fueron confiados los constantes deberes rutinarios del Estado. Los funcionarios deben estar siempre sujetos al público, y ser castigados por cada falta de cortesía o incumplimiento de funciones hacia aquellos cuyos asuntos tienen que administrar. Y en caso de disputas, la ley debe siempre suponer prima facie que el funcionario está equivocado, o por lo menos debe mantener la balanza perfectamente equilibrada. Ellos tienen, por supuesto, que ser responsables ante sus superiores oficiales, pero no en cuestiones entre ellos y el público, ya que el público no tiene la capacidad para proceder contra el funcionario, excepto cuando cuenta con el consentimiento de su superior; entonces es cuando se sientan las bases de una verdadera burocracia. Repetimos: todas las quejas, todas las acciones contra ellos, debe ser públicas. Mientras a los funcionarios no se les permita adquirir la francmasonería de una sociedad secreta, no pueden hacer mucho daño.
Finalmente, nunca estaremos protegidos de la burocracia hasta que hayamos exorcizado de nuestros hombres públicos aquel espíritu doctrinario que impera en revolucionarios como Jeremy Bentham, Buckle y Bright, aquel positivismo que trata al hombre estadísticamente y como masa, no como individuo; aritméticamente, no de acuerdo a sus intereses. En consecuencia, tenemos que abrigar siempre sospechas respecto de cualquier escuela que trate a los hombres como cifras para sumar, restar, dividir, multiplicar y reducir a fracciones comunes.

21 de enero de 2009

El cambio no es de color

OCTAVIO QUINTERO
21 – 01 -09

Bueno, no se qué tan importante sea para nosotros los latinoamericanos el advenimiento de un presidente negro (o afrodescendiente, si se prefiere) a la presidencia de Estados Unidos. Resulta un acontecimiento, ciertamente, entre los estadounidenses que, al decir del propio Obama, a su padre hace 60 años (apenas), no le hubieran permitido entrar a ningún restaurante de Estados Unidos.
No estoy afectado de obamanomía, y pude leer sin contagiarme el discurso que el mundo celebra como la pieza oratoria más bien lograda por un presidente de USA después de Washington.
Yo diría que el discurso de Obama en su posesión debe tenernos a todos muy preocupados, incluyendo a sus conciudadanos.
Pero como no se trata de mirar el solar ajeno, empecemos por advertir que el nuevo presidente de Estados Unidos ha entrado a ejercer, en lo que a nosotros respecta, con la misma óptica de sus antecesores: considerando a Latinoamérica como el “patio trasero” del Imperio. Ni nos mencionó.
Dentro de los problemas que tiene en frente Obama, y dentro de la problemática que tiene que enfrentar de entrada, antes de que el andamio se le venga encima, Latinoamérica en general, y Suramérica en particular, no existen para el negro; y lo digo como decimos negro entre nosotros: con cariño.
Por ejemplo, me parecía un exabrupto que Obama recibiera en su primera cita como presidente electo a Calderón, el que se robó las elecciones en México hace dos años. Y después vi que dizque se trataba de una tradición de los presidentes estadounidenses. Debe ser que así intentan resarcir en parte el robo de casi la mitad del territorio mexicano en el siglo antepasado.
Podríamos convenir que resulta mejor que el Emperador nos ignore, especialmente en estos momentos en que cosas más importantes para nosotros avanzan o empiezan a darse, que la asunción al trono de Washington de un afrodescendiente.
Quizás, en virtud de esa subestimación, podamos seguir avanzando, calladitos, en la consolidación de nuestra Patria Grande, la Patria de nuestros verdaderos Padres Libertadores, hasta donde ya nada ni nadie pueda detenernos en la busca de nuestro verdadero y real destino.
Por ejemplo, más trascendental para nuestros intereses latinoamericanos ha sido el encuentro, al cabo de 23 años de distanciamiento, entre los presidentes de Argentina y Cuba, Cristina Kirchner y Raúl Castro; más trascendental para nosotros es que Evo haya sobrevivido al feroz ataque del Imperio capitalista hace unos meses y que sigan despuntando en el oriente líderes que apuntan al socialismo del siglo XXI sin pena y con gloria. Más trascendental para nosotros los latinoamericanos es la forma en que sigue avanzando nuestra integración y nuestras instituciones regionales, quizás no tan rápido como quisiéramos. Y más importante a nuestros particulares intereses regionales es que Venezuela siga siendo faro de nuestros ideales y Brasil, nuestro gigante suramericano, siga compartiendo nuestra visión económica, política y social, quizás con algunos matices más capitalistas de lo que quisiéramos, pero bueno…
Y en fin: hechos trascendentales son los que se están viviendo en Latinoamérica hace más de 10 años sin que el Imperio, entretenido en su explotación económica neoliberal y en sus juegos de guerra en Asia y el Medio Oriente, se de por enterado. Y tal vez fue y será mejor así. Por eso celebro que Obama no nos haya mencionado en su discurso porque da a entender que seguimos subestimados y eso en términos del “Arte de la guerra” es una ventaja.
Ello no quiere decir que su discurso no resulte sombrío para nosotros. Parodiando a Kennedy, antes que estar viendo qué puede hacer Washington por nosotros, veamos qué podemos hacer por Washington…
Fuera de charla, el contagio de la crisis empresarial y financiera que ataca al Imperio, y que rápidamente se traducirá también en crisis social de grande extensión y repercusión, toca a nuestras puertas, de manera brutal. Habrá que estar preparados, por ejemplo, para recibir a muchos conciudadanos que emigraron a USA en busca del “sueño americano”. Están y seguirán siendo los primeros en perder sus puestos de trabajo y en salir en bombas, aquellos que se encuentran indocumentados. Y lo anterior es válido también para los latinos en Europa. Y esas remesas que, por ejemplo en Colombia ya constituían el segundo renglón de ingreso de divisas, desaparecerán.
En el campo económico, los gobiernos latinoamericanos debieran estar viendo a ver cómo blindan sus países de la fuga de capitales que se precipitará, no por desconfianza de nosotros, sino porque las trasnacionales, que todas se han apoderado de nuestros recursos y nuestros productos, concentrarán en sus casas principales la mayor cantidad de sus utilidades para soportar el vendaval. Y también se marchitarán las exportaciones porque, como ellos, los países industrializados sí pueden, lo primero que harán será, cerrar sus mercados. Y vendrán unas inflaciones devastadores y un desempleo impresionante. Todo por cuenta del aquelarre neoliberal que desde el señor Reagan en adelante, con la anuencia de unos ímprobos gobiernos latinoamericanos nos impuso el Imperio.
Fuera injusto, irónico e inaceptable que ahora tengamos nosotros que poner el pecho a la crisis del mercado y del capitalismo, cuando en el furor de su bonanza, poco o nada recibimos.
En fin, sigamos con nuestra tarea sin pensar que porque Obama sea negro va a cambiar la historia del mundo capitalista, del cual y por el cual, fue elegido. Nuestro destino no depende del color de la piel sino de la ideología socialista. Y esa, no creo que resida en el alma de Obama.
Ni bobos que fueran los dueños del poder para haberlo dejado subir.

12 de enero de 2009

La estafa financiera

OCTAVIO QUINTERO
12-01-09

Mucha tinta y verbo ha corrido en los medios de comunicación masiva en torno al derrumbe de las pirámides en Colombia.
Supimos por Cosongo (30-11-08), un blog que se establece en el diario El Tiempo y se alimenta de las ideas de Mario Lamus, quien también funge como coordinador de La Hojarasca, un portal riquísimo en estética, poética, dialéctica e información, que “la pirámide mas grande del mundo es la economía gringa”.
Según Lamus, quien se basa en el historiador Eric Zencey, la genial idea de captar dinero mediante la promesa de altísimas tasas de interés fue aplicada por primera vez en Estados Unidos por un tal Carlo Ponzi en 1920.
Otro columnista, Eduardo Pizarro Leongómez, nos informa en El tiempo (12-01-09), que fue en Albania en donde se produjo por los años de 1996 y 1997 la defraudación más grande del mundo con el cuento de las pirámides y, basándose también en otro historiador, Chistopher Jarvis, nos indica que hay dos modelos de pirámides: una que se basa en la captación de dineros a altas de tasas de interés que se van pagando con la captación sucesiva de otros ahorradores hasta que revientan; y otra clase que capta e invierte en actividades ilícitas, como el lavado de activos para poder sostener los altos rendimientos a sus ahorradores, que sería el caso concreto de la DMG en Colombia.
Ni Cosongo ni Pizarro se refieren a la tercera modalidad de pirámide, la más conocida, la más antigua y universal, legalizada por el capitalismo, que es el sector financiero que puede apalancarse (así dicen los banqueros) en depósitos del público; en emisiones de la banca central o también, se da el caso, en lavado de activos.
La diferencia es que esta banca no retorna a los ahorradores las jugosas ganancias que así obtiene con la plata de sus clientes. Todas quedan en las arcas particulares de sus principales accionistas. Cuando estas pirámides se revientan, y ocurre cíclicamente, muchas veces ni cuenta nos damos porque el Estado, hablo entonces de estos estados capitalistas, salen en su rescate dentro de lo que alguien con mucho seso llamó “socialización de las pérdidas y privatización de las utilidades”.
La crisis económica que sacude actualmente al sistema financiero internacional es fruto de un reventón piramidal que arrastra a la ruina a millares de personas en Estados Unidos y Europa, entre las que, por supuesto, no se encuentran los heliotropos más altos en la cúspide de la pirámide porque estos están siendo salvados en sus patrimonios y jugosos honorarios por los gobiernos de turno. En sólo Estados Unidos van acordados más de un millón de millones de dólares (o lo que entre nosotros conocemos como billón), y el rancho ardiendo. La crisis, al promediar este año, nos mostrará heridas más profundas y sangrientas cuando aterrice de barriga en la parte más débil de la sociedad, convertida en millones de empleos destruidos; pequeños patrimonios evaporados; restricción crediticia; cierre de importaciones; alza de tasas de interés, déficit fiscales insondables y proteccionismo a ultranza en los países industrializados que inevitablemente contagiarán a toda la economía mundial.
Pero volviendo al tema de las pirámides, que es el cuento, y la forma como el sector financiero se apalanca, vean si no es lo mismo a lo que pasó en ese 1920 de Carlos Ponzi que nos recuerda Cosongo, o en la Albania que trae a colación Pizarro Leongómez, con una profunda carga de nostalgia ideológica cuando recuerda que en antes, cuando se entonaba el canto “El pueblo, unido, jamás será vencido”, era para reivindicar cuestiones sociales y no para apoyar a “delincuentes” como David Murcia Guzmán.
Pues, mi apreciado Eduardo, si pone la retrospectiva ideológica en contexto, verá que entre este David y un tal Luis Carlos Sarmiento Angulo, la única diferencia es que el que se rubrica como DMG, sí estaba retornando buena parte de sus jugosas ganancias a los ahorradores y, en cambio, el que se anuncia como OLCS, se queda con todo, y todo es todo: con el pan y con el queso porque, averígüelo y verá con tristeza, si aún le late el corazón a la izquierda, cuántas familias quedaron sin vivienda en la crisis del UPAC y cuántas más quedarán en el inmediato futuro ante la crisis de la UVR, embargadas por OLCSA.
Así que su nostalgia ideológica no parece tan legítima y, en cambio, da nostalgia de verdad, ver a un ex combatiente social fungiendo como esbirro y secuaz de los enemigos del pueblo. Eso sí es humillación.
¿En dónde reposa la estrategia del sector financiero? En la confianza. Si en usted confían 100 personas y le depositan de a peso cada una y como garantía usted les expide un papel que puede llamarse pagaré a la vista, que es el más comerciable, díganme: ¿Quién se quedó con la plata? El banco. ¿Y cree alguien que ese banco bajó al sótano y guardó su plata en una caja fuerte esperando a que usted regrese por ella? No, él, con la plata suya, empezó a especular en el mercado y tan sólo dejó en depósito, como apalancamiento, se dice, un 10 por ciento del total depositado por si alguien, en algún momento, llega y le dice, por ejemplo: “Déme mi plata”.
Así que, para quebrar un banco, cualquier banco, el más grande del mundo, sólo basta con que los ahorradores vayan todos al mismo tiempo a pedirle la plata. Seguro que no la tiene.
Como ellos saben eso, por ahí dicen, con mucha lógica y buen sentido, que la primera estrategia de OLCSA para desacreditar a DMG fue entrenar a 10 personas y darles el capital semilla para que salieran por los lados de Pasto y Putumayo a montar pirámides y luego quedarle mal a la gente para que se fuera perdiendo la confianza y empezaran todos a retirar sus fondos. También entrenaron personas para que hicieran camorra a las puertas de las oficinas con el fin de infundir pánico entre los ahorradores
Pero DMG no caía en descrédito sencillamente porque cumplía a cabalidad con sus clientes. Entonces, tuvo que intervenir, seguramente a petición de parte, el presidente Uribe quien, de la noche a la mañana “descubrió” que DMG era en realidad un lavadero de dólares del narcotráfico y decidió intervenirla generando pánico económico. Por cosas más graves como, por ejemplo, robo continuado, pudieran ser intervenidos todos los bancos de Colombia y el mundo; o por estafa mayor, que, quien trabaja con plata ajena en su propio beneficio, no merece más que el mote de ESTAFADOR.
Esto mismo se descubrió por allá por la década de los 90 en el siglo pasado cuando, pocos deben recordar ya, Pablo Escobar firmaba desde su cárcel particular llamada “La Catedral”, papelitos que presentaban en los bancos las personas, y era suficiente para que les dieran el dinero que el capo pedía.
La banca, aquí y en todas partes, siempre ha combinado las tres modalidades de pirámide que ahora escandaliza a los medios, tan sólo porque apareció una especie de Robin Hood financiero que decidió no ser tan agalludo como los banqueros formales. Si los gobierno realmente fueran defensores de la clase menos favorecida, debieran obligar a los bancos a retornar a sus clientes tasas de interés en proporción directa a sus utilidades porque, quién lo niega, sus ganancias todas provienen de los dineros de la gente.
Cuando haya un gobierno que obligue a la banca, diga usted, a retornar en tasa de interés al menos el 50 por ciento de sus utilidades, seguramente desparecerán las pirámides de por vida; y lo contrario, resulta cierto: mientras la banca siga esquilmando a los ahorradores, quedándose con el pan y con el queso, protegida por el mismo gobierno, las pirámides, o cualquier otra figura que se le parezca, que las hay, las hay, como las brujas, seguirán apareciendo en el firmamento.
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Nota; hay en http://www.voltairenet.org/es, un excelente artículo titulado en general como “Globalización Económica, privatización de los servicios públicos”, pero que al abrirlo aparece el subtítulo “El sistema financiero internacional un sistema mafioso”, que me permito recomendarles para mayor ilustración.

8 de enero de 2009

Codicia, regulación o capitalismo

Claudio Katz (especial para ARGENPRESS.info)

El agravamiento de la crisis ya forma parte del paisaje cotidiano. Los informativos invariablemente incluyen el desmoronamiento de algún banco, el desplome de las Bolsas y anuncios de masivos despidos. La intensidad del temblor está a la vista, pero sus causas permanecen en la oscuridad. Las explicaciones neoliberales y keynesianas que ocupan la primera plana, no aportan respuestas significativas.

Desenfreno

Cuándo los bancos comenzaron a desmoronarse los neoliberales se quedaron afónicos y sólo atinaron exigir la protección del estado. Archivaron sus doctrinas de libre competencia y reclamaron el socorro del sistema financiero. Argumentaron que las entidades privadas bombean el dinero requerido por toda la sociedad y deben ser preservadas con los fondos públicos. (1)

Pero si el corazón del capitalismo requiere ese sostén carecen de sentido todas las alabanzas al riesgo y a la competencia, como pilares de una nueva era de ese sistema. La consistencia de esos cimientos se verifica en los momentos críticos y en las áreas estratégicas. Es incongruente postular que las privatizaciones y las desregulaciones son sólo aptas para la prosperidad. Lo importante es registrar su viabilidad en los momentos revulsivos y es evidente que no lograron pasar la prueba.

Los neoliberales desconocieron todas las advertencias del estallido. Ignoraron el descontrol del endeudamiento, los apalancamientos y los colapsos bancarios registrados en numerosos países. Cuando era evidente que estas eclosiones conducían a un vendaval en el centro del sistema reforzaron las supersticiones mercantiles. Asignaron un impacto pasajero a esas conmociones y atribuyeron su irrupción a las rémoras de una “cultura populista”. Esta ceguera expresó los intereses de una elite que ha rivalizado por acaparar los lucros del negocio financiero.

Los neoliberales descubren ahora el costado adverso de esa exacerbada competencia y explican el desmoronamiento de las entidades por la codicia de los banqueros. Pero olvidan cuán absurdo es reclamar moderación en una actividad tan competitiva. La rivalidad que rige al capitalismo exige mayor fiereza en las finanzas. Todos los sermones en boga para restaurar la “ética de los negocios” omiten esa compulsión. (2)

Los economistas ortodoxos han detectado repentinamente las adversas consecuencias de la predisposición al riesgo. Se olvidan de los elogios que propinaron a esa postura, en desmedro del conservadurismo empresario. En el auge enaltecieron las virtudes del aventurero y en la crisis resaltan las ventajas de la cautela. Pero siempre ignoran que los grandes estallidos financieros no obedecen a una u otra conducta individual.

Lo que determina la marcha ascendente o descendente de la acumulación son las propias contradicciones del sistema y no las inclinaciones psicológicas de cada capitalista. Todos los protagonistas de este régimen están forzados a valorizar su inversión con medidas que afectan a sus competidores y no pueden impedir los desequilibrios sistémicos que genera esa actitud.

Algunos economistas galardonados atribuyen la crisis actual a los sofisticados mecanismos de intermediación que alumbraron las finanzas. Destacan que “el mercado no valúa adecuadamente a esos títulos complejos” (3). ¿Pero dónde ha quedado la infinita sabiduría de la oferta y la demanda, en comparación al estrecho horizonte humano de los funcionarios? Si ahora descubren la inoperancia de ese principio en la órbita financiera: ¿Por qué razón esa misma norma debería gobernar al resto de la economía?

La crisis en curso sepulta el mito que asignó a los banqueros (y a sus matemáticos) la cualidad de percibir y gestionar en forma rentable, las señales de riesgo que transmite el mercado. En realidad esos administradores subvaloran las amenazas de colapsos, puesto que participan en un juego que obliga a subir siempre la apuesta. La regla del beneficio creciente les impide evaluar los riesgos involucrados en los préstamos que manejan. Y cuándo esas fallas se corroboran descargan sus traumáticas consecuencias sobre el resto de la sociedad.

Falta de confianza

Algunos neoliberales atribuyen las causas inmediatas del tsunami a los desaciertos de la política monetaria. Estiman que la reducción de las tasas de interés administradas por la Reserva Federal obligó a las entidades a inflar el otorgamiento de préstamos (4). Consideran que la masiva concesión de créditos hipotecarios de baja calidad (subprime) reprodujo la pauta establecida por el gobierno norteamericano, en el manejo de las entidades semi-públicas del sector (Fannie y Freddie) (5).Con este razonamiento exculpan a los bancos de la burbuja inmobiliaria.

Pero en realidad, la objetada disminución de las tasas apuntó a reactivar la economía y a permitir la oleada de préstamos que enriqueció a los financistas. Por eso no cuestionaron en ese momento una política monetaria que, además, no los obligaba a implementar créditos de ninguna índole.

Por otra parte, la caprichosa división de responsabilidades entre funcionarios y banqueros omite la estrecha vinculación que mantienen ambos grupos. Los personajes que llegan a la conducción de la FED o el Tesoro desarrollan su carrera previa en los grandes los bancos y suelen retomar esos cargos cuándo se retiran de la actividad oficial. Lejos de sufrir los rigores de cierta política monetaria, los financistas participan activamente en la fijación de esas orientaciones, a través de distintos comités gubernamentales.

Ante la falta de argumentos los neoliberales recurren a las creencias. Han convertido la confianza en un término mágico, que explica el estallido, la continuidad o la superación de la crisis. Suponen que el desplome financiero irrumpió por la pérdida de esa cualidad y se disipará con su reestablecimiento. El estado de ánimo de los empresarios es visto como la llave maestra del ciclo económico.

Pero en los hechos ambos procesos están conectados por una causalidad inversa. Los capitalistas invierten cuándo avizoran ganancias y sustraen capital en los períodos opuestos. Por esta razón mientras la crisis continúe deteriorando los beneficios, ninguna exhortación transformará la desazón en optimismo. Todas las divagaciones sobre la confianza solamente retratan los diálogos que mantiene la clase dominante con sí misma, en la búsqueda de una luz al final del túnel.

Los voceros más experimentados de las finanzas reconocen que “el capitalismo se encuentra acorralado” por la gravedad del descalabro. Igualmente apuestan a una crisis corta y manejable, que sería coronada con el reestablecimiento pleno de la “economía de mercado” (6). Pero esta expectativa contradice los sombríos diagnósticos que enuncian y choca con cierta pérdida de consenso neoliberal entre las clases dominantes. Hay mucho deseo y poco realismo en la esperanza de un temblor irrelevante o benigno. (7)

Especulación y desregulación

Los keynesianos han desplazado a sus adversarios del escenario mediático. Se atribuyen el mérito de presagiar la crisis, mediante reiterados cuestionamientos a la desregulación financiera. Pero en su mayoría acompañaron las prioridades de la elite bancaria y sólo expusieron objeciones en los últimos años.

Cuándo el establishment aplaudía los atropellos sociales inaugurados por Reagan y Thatcher, Stiglitz presidía el Banco Mundial, Soros se enriquecía especulando contra las monedas europeas y Jeffery Sachs instrumentaba el ajuste de las economías periféricas. Este mismo cambio de bando se registra actualmente en sentido inverso. Greenspan modera el fervor neoliberal y Feldstein promueve el gasto el gasto público. Pero esta flexibilidad para olfatear hacia dónde sopla el viento no es sinónimo de lucidez para caracterizar la crisis.

Una explicación que comparten las dos vertientes de la economía convencional asocia el colapso actual con las “exageradas bonificaciones a los directivos” (8). Este premio a la especulación es condenado, con el mismo vigor que se cuestionan los fraudes perpetrados por personajes como Bernard Madoff. Esas conductas son invariablemente presentadas como excepciones y no como expresiones de la actividad bancaria imperante.

La estafa de Madoff por 50.000 millones de dólares contra poderosas entidades (Santander, BBVA, HSBC, Paribas), a través de una simple pirámide ha sido un episodio más del negocio financiero. Prometía altos rendimientos por inversiones inexistentes, que disfrazaba con la llegada de nuevos clientes. Con esa maniobra extendió a las fortunas de las elites los engaños que caracterizan a la intermediación. Su malversación cayó en desgracia, porque franqueó la permisiva frontera que separa las actividades toleradas de los desbordes ilegales.

En el ambiente de impunidad neoliberal de los últimos años se han consumado todo tipo de fraudes. Sus principales artífices fueron los bancos y las empresas constructoras que montaron la burbuja inmobiliaria. Estos desfalcos se coronaron con los 140.000 millones de dólares que concedió Bush a sus banqueros predilectos, mediante una oscura maniobra de exención impositiva.

Este generalizado reinado de la estafa no debería ocultar que el propio capitalismo genera periódicamente oleadas de especulación para extender el crédito. Esta expansión requiere financistas con habilidades para inventar sofisticados instrumentos de endeudamiento. Cómo estos individuos obtienen ganancias proporcionales a las calesitas que logran montar, siempre tienden a violar las reglas vigentes.

Algunos keynesianos –como Krugman y Samuelson- explican el exceso de especulación por la ausencia de regulaciones y esperan enmendar esta carencia con normas más estrictas (9). Pero estas reglas abundan, en la selva legislativa que manejan los distintos lobbys de banqueros en la trastienda del poder. Esa estructura -y no la abstracta ausencia de reglamentaciones- ha precipitado la crisis. Algunas normas han tendido a delegar en los propios banqueros el manejo consensuado de la operatoria (acuerdos de Basilea) y otras han incentivado una gestión más estrecha con las autoridades (a través de la independencia de los bancos centrales). Pero las entidades nunca han operado en el vacío.

La fantasía de evitar la repetición del crujido financiero con nuevas disposiciones legales ha recobrado fuerza. Pero estas conmociones son inherentes al capitalismo y no existe ninguna forma de impedir su reiteración. El propio sistema genera periódicamente presiones para valorizar el capital y crea anticuerpos para esterilizar las regulaciones precedentes. Esta reacción se verificó, por ejemplo, en el debut del neoliberalismo y volverá a registrarse cuando el capitalismo necesite recomponer la tasa de beneficio.

Si todo el desmadre en curso obedeciera a una falta de supervisión, no habría tanto temor por la evolución futura de las finanzas. Ya existe un amplio consenso para modificar el funcionamiento de los bancos, verificar las operaciones bursátiles y acotar el alcance de las actividades más riesgosas. Pero es obvio que estas iniciativas sólo introducirían correctivos menores.

Los keynesianos idealizan las regulaciones que establecen los estados capitalistas para ordenar el funcionamiento de los mercados financieros. Suponen que estas normas definen la dinámica del negocio bancario, omitiendo que lo esencial es la garantía que aporta el poder público a los distintos papeles en circulación. Lo que permite comercializar estos títulos es la percepción de solidez en el aval estatal. Con este respaldo fluyen las monedas, se colocan los bonos públicos y se intercambian los documentos privados. Cuándo esas garantías fallan las reglamentación pierden relevancia y las crisis asumen la gravedad que se observa en la coyuntura actual.

Los economistas heterodoxos desconocen por completo este problema. Como son cultores del capitalismo y del estado suponen que basta con establecer regulaciones óptimas para favorecer el bien común. El salvataje de los bancos ha refutado categóricamente esa presunción. Pero, además, se abrió una crisis que ha puesto en duda la capacidad del estado para proteger todos los títulos en circulación. Esta vulnerabilidad no depende de una u otra regulación, sino de la propia gravedad y evolución del crack financiero.

Pero lo más llamativo de los últimos meses ha sido el reverencial temor que exhiben todos los keynesianos frente a los financistas. Krugman y Stiglitz han propiciado el salvataje de los bancos sin reparar en costos, ni demandar penalidades. Constatan la “trampa de liquidez” que propagan los bancos -al recibir auxilios estatales que atesoran sin reactivar el crédito-pero no demandan ningún correctivo.

Las estrellas del pensamiento económico actual también notan el escaso impacto que tienen las decrecientes tasas de interés sobre la mejora de la inversión o el consumo. Saben que los bancos aprovechan la baratura de los fondos disponibles para compensar quebrantos, reconvertir su operatoria o adquirir otras entidades. Este bloqueo se podría revertir con medidas de expropiación, pero los nuevos mimados del establishment han archivado cualquier estrategia de eutanasia del rentista.

Los keynesianos pretenden disuadir la especulación sin obstruir la rivalidad por la ganancia. En las crisis enfatizan el primer objetivo y en la prosperidad apuntalan el segundo propósito. Pero siempre ignoran que ambas metas son periódicamente socavadas por la propia reproducción capitalista.

Coordinación y reactivación

Muchos keynesianos atribuyen la propagación global de la crisis a la “escasa coordinación que mantienen los gobiernos”. Especialmente Krugman y Stiglitz resaltan esta carencia (10). Advierten contra la expansión no consensuada del gasto público, las devaluaciones inconsultas y el proteccionismo comercial.

Su reclamo de sincronización refleja el carácter internacionalizado de la crisis. Cómo el temblor sacude a la principal economía del planeta, el contagio hacia Europa y Japón ha sido tan acelerado, como el fracasado desacople de la semiperiferia emergente. Ni siquiera Suiza o el Golfo Pérsico han podido sustraerse de un tsunami financiero, que ya frenó a la locomotora china y amenaza reproducir las conmociones padecidas por América Latina y el Sudeste Asiático.

Este alcance planetario induce a los heterodoxos a buscar remedios en la coordinación. Por eso objetan el salvataje a costa del vecino que predominó al comienzo de la crisis. Especialmente en Europa la brutal disputa entre países por preservar los depósitos bancarios conducía al hundimiento colectivo. El mismo efecto tendía a generar la simultánea política de aumentar (Banco Central Europeo) y reducir (Reserva Federal) las tasas de interés.

Todos los keynesianos aplauden ahora la generalizada adopción del modelo inglés de capitalización bancaria como correctivo de la crisis. Las diferencias de aplicación que separan a los franceses (ingerencia estatal en los directorios) de los norteamericanos (no interferencia en esa gestión) y la presión británico-estadounidense para mantener el libre movimiento de capitales en Nueva York y Londres, no alteran esta búsqueda de una respuesta común al descalabro financiero.

En las propuestas en debate los economistas heterodoxos reivindican las iniciativas tendientes a disminuir la gravitación de los paraísos fiscales, reducir el protagonismo de las calificadoras de riesgo e introducir mecanismos de alerta bancaria. También avalan el recorte de retribuciones a los ejecutivos y la modificación de las normas de funcionamiento bancario global (Basilea II). Pero ninguno de estos cambios es sustancial y su aplicación exige un piso (todavía incierto) del desplome financiero.

El diseño de un “nuevo Bretton Woods” que pregona Stiglitz es más ambicioso, pero flota en el aire (11). Definir un nuevo prestamista internacional de última instancia y establecer los criterios de otra moneda (canasta, multilateral, Bancor) requieren cierta estabilización de la tormenta financiera. Y este compromiso, a su vez, presupone un desenlace de las relaciones de fuerza entre las potencias, que aparecería sobre el final y no en el debut de la crisis.

La indefinición que impera en torno al dólar y el euro es un nítido síntoma de este carácter inicial del temblor. El billete estadounidense se transformó en el refugio espontáneo de todas las clases dominantes del planeta. Pero el descomunal déficit fiscal y comercial norteamericano pone en duda la continuidad de esa tendencia.

El euro también ha brindado protección a los capitales que abandonan las divisas de los países europeos más amenazados (Polonia, Dinamarca, Suecia, Islandia). Pero no se sabe cómo responderá este signo al descalabro de los convenios presupuestarios de Maastrich. Más peligroso aún es el desbordante endeudamiento que registran varios países del Viejo Continente (Italia, Grecia, España).

Todas las convocatorias angelicales a la “coordinación internacional” disfrazan las duras reglas de realpolitik, que imperan en los encuentros oficiales. En la cumbre de noviembre pasado que reunió a 20 presidentes, Estados Unidos exigió un compromiso general con su rescate financiero. Pretende garantizar especialmente la continuada afluencia hacia el Norte de los fondos acumulados por Asia y los países exportadores de petróleo.

Con esta finalidad el “Grupo de 7” fue ampliado a China, Rusia, Brasil, India y Arabia Saudita. La presencia de otros países es un formalismo diplomático, ya que Argentina, Indonesia, México o Turquía figuran en lista de lisiados y no de proveedores de dinero. En las próximas cumbres, Obama intentará continuar esta política de atracción de capitales hacia Estados Unidos.

Todos los mensajes keynesianos para “reformar al FMI” con una “nueva arquitectura financiera” han quedado supeditados a esta prioridad de reconstrucción de los bancos maltrechos. Con la finalidad de relanzar al Fondo como administrador de ese socorro, ya se discute la concesión de atribuciones a los nuevos contribuyentes de capital. Esas iniciativas podrían empalmar también, con el traspaso de acciones de los bancos más quebrados a sus mecenas de Asia o el Mundo Árabe. Pero en cualquier caso el FMI continuará actuando como representante de los acreedores contra los pueblos de la periferia.

Este rol –que no perturba a Stiglitz, ni a Krugman- desmiente las fantasías que exhiben algunos presidentes latinoamericanos en un giro benevolente del FMI. Las expectativas en “préstamos sin condiciones para los más necesitados” han quedado desactivadas por los recientes créditos otorgados a Ucrania o Hungría (y negociados con Islandia y Pakistán). Estos acuerdos incluyen todas las exigencias de ajuste neoliberal.

Los keynesianos viven como un triunfo la aplicación actual de sus orientaciones. Suponen que esta implementación confirma la superioridad de su programa. Pero este giro solo ilustra la afinidad que mantienen con sus adversarios. El FMI y todos los gobiernos conservadores han abrazado las propuestas de reactivación, porque en la crisis las clases dominantes recurren al gasto público para frenar la recesión.

Obama se apresta a lanzar el mayor plan de infraestructura de los últimos 50 años (136.000 millones de dólares). Este mismo tipo de erogaciones instrumentarán los presidentes neoliberales de Europa (170.000 millones de euros) y el mandatario derechista de Japón (255.000 millones de dólares). El propósito común de estas iniciativas es auxiliar a los banqueros e industriales afectados por la debacle financiera.

Los keynesianos aplauden este socorro pero advierten contra su eventual fracaso, si las decisiones se aplican en forma tardía, con instrumentos inadecuados o con dosis reducidas. La obviedad de estos razonamientos salta a la vista. Si las medidas dan resultado confirmarán su conveniencia y si fallan demostrarán su insuficiencia.

Pero la severidad de la crisis induce a los popes de la heterodoxia a reclamar también mayores impuestos a ricos y menores gastos militares (Stiglitz) o el bombeo directo de más dinero oficial, traspasando la intermediación bancaria (Krugman). En comparación a las iniciativas que debaten otros economistas del mismo círculo, estas propuestas sobresalen por su cautela. (12)

Todos los keynesianos esperan el resurgimiento del capitalismo con políticas anticíclicas. Desconocen las limitaciones de estas orientaciones y su escaso impacto fuera de ciertas condiciones. Para comprender lo que está sucediendo hay que recurrir a otras teorías.

“Financiarización”

La gravedad de la crisis ha recreado el interés por la interpretación marxista, que postula el carácter intrínseco de los desequilibrios capitalistas. Este enfoque rechaza las interpretaciones psicológicas o naturalistas y subraya la gravitación que tiene la rivalidad por el beneficio en el estallido de esas conmociones. Partiendo de este principio hemos resaltado dos causas específicas del temblor en curso (sobre-acumulación y sobreproducción) y un detonante (encarecimiento de las materias primas). (13)

La crisis de sobre-acumulación se gestó junto a la enorme masa de liquidez agolpada en la esfera financiera. Estos fondos quedaron desconectados de la acumulación productiva y se transformaron en capitales ficticios carentes de contrapartida real. El rendimiento que devengó la actividad financiera potenció, a su vez, una atrofia que condujo al desmoronamiento de los bancos. (14)

Este proceso de sobre-acumulación presenta tres singularidades. En primer lugar, incluye sofisticadas modalidades de securitización y apalancamiento. Al titularizar la colocación de bonos emitidos sobre otros bonos, los banqueros empapelaron el planeta con papeles vulnerables. Perpetraron esta transferencia del riesgo envolviendo los títulos más insolventes en paquetes fragmentados. Estados Unidos exportó por esta vía la mitad de sus títulos tóxicos, colocando especialmente CDS y CDO (seguros del sofisticado combo financiero). Las municipalidades, universidades o fondos de pensión que adquirieron estos documentos -atraídos por su alto rendimiento- deben responder ahora con sus propios activos por esas operaciones.

La mundialización de los desequilibrios financieros constituye el segundo rasgo de la crisis de sobre-acumulación. Desde los años 80 los capitales excedentes se volcaron a innumerables mercados, provocando el colapso de las Sociedades de Ahorro y Préstamo de Estados Unidos, el sacudón del sistema monetario europeo y el temblor bancario japonés. Posteriormente precipitaron la tormenta del sudeste asiático (1994-95) y el terremoto global, que sucedió a la caída del fondo LTCM vinculado a inversiones en Rusia (1998). Ya aquí el descontrol sobre títulos derivados influyó sobre el alcance de dos estallidos, que presagiaron el desmoronamiento actual.

La expansión de las finanzas personales constituye la tercera singularidad de la financiarización reciente. Este esquema generó lucros adicionales con los ingresos de los trabajadores, mediante el desbordante otorgamiento de créditos para solventar la vivienda, la educación o el consumo corriente. Por esa vía los asalariados se transformaron en clientes sofocados por cuotas insostenibles. La crisis justamente estalló con una variante crítica de estos préstamos, concedida a los perceptores de ingresos irregulares o muy bajos.

Este tipo de negocios se montó en las condiciones de cierta estabilidad política y social que generó la ofensiva neoliberal del capital. La crisis actual se forjó durante ese período, que consagró la hegemonía de los banqueros. Esta supremacía no es un dato de arrastre, ni proviene de principio del siglo XX. Se consumó con el aval de otros sectores de las clases dominantes, que renunciaron a tajadas del beneficio para apuntalar la ofensiva contra las conquistas sociales que impuso el ajuste financiero.

Este esquema recompuso la tasa de explotación, mediante la disciplina que instauró la gestión de la empresa, orientada por los rendimientos bursátiles de corto plazo. El agotamiento de este curso amenaza, ahora, los privilegios obtenidos por los banqueros. (15)

La crisis de sobre-acumulación ya provocó una descomunal limpieza de los capitales excedentes que circulan en la Bolsa. Aunque este derrumbe involucra capital ficticio y no poder de compra real, los 30 billones de dólares esfumados en los últimos doce meses son indicativos de la depuración en marcha. En este mismo período las acciones cayeron un 30-40% en Estados Unidos y Europa y entre 44% y 70% en los restantes mercados. Estos porcentajes se aproximan al traumático 75% que se registró entre 1929 y 1932. (16)

Al observar respiros en semejante picada bursátil o tenues reducciones en las altas tasas interbancarias, algunos financistas evalúan que “lo peor ya pasó”. Pero en realidad, el pánico se ha trasladado a la esfera productiva.

El test automotor

El desborde de capitales financieros no obedece exclusivamente a su autonomía de la órbita productiva. También expresa un generalizado excedente de mercancías. Esta sobreproducción es la principal causa de la crisis actual. En última instancia, todos los títulos privados se comercializan como promesas de las ganancias generadas en la actividad industrial o los servicios. La desconfianza en la compra-venta de esos papeles se ha multiplicado, porque ahora trastabillan las ventas que realizan los beneficios creados con la explotación de los asalariados.

El sobrante de bienes expresa la existencia de aumentos en la producción (y la productividad) que superan el poder de compra. La sobreproducción irrumpió primero en el sector de la construcción, con la multiplicación de viviendas inaccesibles a sus potenciales adquirientes. Este problema se acentúa ahora con masivos desalojos que dejan las casas sin ocupar. Este proceso fue aceitado con créditos de alto riesgo, pero obedece a una tendencia subyacente del capitalismo a la sobreproducción. (17)

La burbuja inmobiliaria ha reproducido la euforia que acompañó a las acciones tecnológicas, durante el furor de inversiones en chips y computadoras de principio de los 90. En realidad, desde el crack ferroviario de mitad del siglo XIX todas las oleadas especulativas de cierta significación se han basado en el lucro creciente que rodea a cierta actividad.

Pero los capitalistas nunca pagan las consecuencias de estos vaivenes. La burbuja inmobiliaria norteamericana convertirá a 7,3 millones de propietarios en deudores morosos y dejará sin vivienda a 4,3 millones de personas. Hasta ahora no se aprobó ningún plan para frenar esta confiscación. Sólo existen vagas normas para prorrogar los pagos de los insolventes que demuestren su intención de saldar la hipoteca. Esta penalización de las victimas en pleno salvataje de los banqueros es un rasgo escandaloso de la crisis actual.

La saturación de bienes se extiende a todos los sectores, pero golpea especialmente a la industria automotriz. Cómo el desplome de las ventas ha creado un stock inmanejable, General Motors, Chrysler y Ford se encuentran al borde de la bancarrota. Este sector emplea directamente a 2,2 millones de trabajadores y brinda ocupación indirecta a un número semejante de asalariados.

Este dramático impacto social no alteró la cautela de Bush a la hora de auxiliar a estas corporaciones. Esta inacción contrasta con el automático socorro que recibieron los bancos. Esta diferencia obedece a la preeminente influencia de los financistas y a una demanda de ajuste contra los obreros, que reclama todo el establishment. Los legisladores han explicitado las reducciones de salarios, los despidos y la flexibilidad laboral que exigen como contrapartida del auxilio estatal.

La negociación con los sindicatos apunta a equiparar inmediatamente los salarios en las tres corporaciones con los niveles inferiores vigentes en otras compañías (Nissan, Toyota). El objetivo es adaptar luego este recorte al promedio internacional, a través de achicamientos, que comenzaron con reducciones de indemnizaciones y jubilaciones.

Esta agresión ilustra en forma contundente el carácter capitalista de la crisis y la tendencia a zanjarla desvalorizando la fuerza de trabajo. Por esa vía las empresas norteamericanas pretenden revertir su pérdida de competitividad y su retraso en la innovación (autos más pequeños y eléctricos). Esta reconversión no opone en bloque a la industria estadounidense y foránea. Más bien apunta a inducir nuevas asociaciones entre ambos sectores.

Si esta arremetida patronal prospera, sus efectos se extenderán a otras actividades. El test automotor fue anticipado por la reorganización perpetrada en el sector aeronáutico y será un ensayo de la cirugía general, que se prepara en toda la industria norteamericana.

Sobreproducción global

La misma sobreproducción que afecta a las plantas foráneas de General Motors, Ford y Chrysler (especialmente en Canadá e Inglaterra) deteriora el balance de Toyota, Suzuki y Nissan y en breve golpeará a las empresas europeas. Este impacto ilustra el carácter internacional de la plétora de mercancías. Para modernizar su producción, las automotrices reorganizaron drásticamente sus métodos de producción durante la década pasada. Esta adaptación de costos condujo al actual sobrante de vehículos.

También en la rama automotriz se gestó el modelo de competencia global en torno a salarios descendentes, que potenció la irrupción del polo asiático. Al cabo de varios años de inundación de productos baratos, todos los rincones de la economía global se encuentran abarrotados de mercancías.

Esta sobreproducción es consecuencia directa de la creciente localización de las empresas trasnacionales en China, que aprovecharon la revolución del transporte y las comunicaciones para lucrar con la fuerza de trabajo barata, que abunda en el Extremo Oriente.

El exceso de mercancías ya se observa, además, en otros rubros (textil, electrodomésticos) y tiende a provocar un significativo desplome de los precios. Esta caída comenzó a insinuarse en la órbita industrial a partir de la crisis asiática (1997), pero quedó inicialmente ensombrecida por la escalada inflacionaria que impusieron los combustibles y los alimentos. Con la maduración de la crisis el viraje deflacionario tiende a consolidarse. (18)

Las irrisorias tasas de interés no logran revertir esta espiral descendente, ya que el reducido costo del dinero muestra poca incidencia sobre el nivel de actividad. De todos los indicadores que mensuran la intensidad de la recesión (nivel de la tasa interbancaria, caída de precio de la vivienda, contracción del gasto del consumidor), la variable más crítica es la deflación. Si la declinación de los precios no es contenida quedará abierto el camino hacia la depresión.

La sobreproducción en curso presenta significativas diferencias con su antecedente de fines de los 60. En ese momento el resurgimiento de la economía japonesa y alemana abarrotó de productos el mercado mundial, precipitando el agotamiento del esquema fordista de posguerra.

Pero esa crisis fue sucedida por una reorganización neoliberal, que permitió a las empresas transnacionales fabricar en Asia parte de los productos consumidos en Occidente. Este proceso desvalorizó los viejos sobrantes de mercancías, reordenó los mercados, penalizó a ciertos capitalistas y generó los nuevos productos adicionales que atiborran el mercado mundial

El papel de las materias primas

Otro desencadenante de la crisis actual fue el encarecimiento de los insumos básicos registrado en los últimos seis años. Este repunte descontroló los costos y generó una presión inflacionaria que afectó la rentabilidad. Las empresas acostumbradas a competir bajando precios, no lograron adaptarse al petróleo despistado, los metales impagables y los alimentos en ascenso.

Pero esta presión inflacionaria no constituye una explicación de la crisis equiparable al proceso de sobre-acumulación de capitales o sobreproducción de mercancías. Mientras que estos dos fenómenos expresan contradicciones intrínsecas del capitalismo, la subproducción de materias primas representa una perturbación secundaria del sistema. Irrumpe por la escasa adaptación de estos recursos al incremento de la productividad, en comparación a los bienes industriales.

Los precios de las materias primas treparon en los últimos años por la presión de los especuladores, que intentaron compensar el desplome bursátil y bancario con la adquisición de bienes básicos. Esta oleada de compras divorció las cotizaciones de los insumos de su oferta y demanda genuina. Los fondos de inversión apostaron a una crisis corta que mantendría la apreciación de estos productos, pero el descalabro financiero terminó afectando su propia jugada. Los precios de los cereales cayeron a la mitad y la OPEP no ha logrado impedir que el petróleo vuelva al piso de años anteriores.

Resulta igualmente difícil presagiar la evolución de estos mercados. La novedosa incidencia que ejerce la depredación del medio ambiente sobre el vaivén cíclico de estos productos, acrecienta esa indeterminación. La destrucción capitalista de la naturaleza podría provocar una escasez estructural de recursos no renovables, cuya sustitución requerirá grandes inversiones, que en la crisis se han tornado inciertas. La continuada prioridad que asigna el Pentágono a las guerras por el abastecimiento de estos insumos es un índice de esa indefinición.

En este plano, el principal conflicto gira en torno a la sustitución del crudo por las energías no contaminantes. El influyente lobby petrolero-militar indujo a Bush a reforzar la dependencia del combustible importado, en un contexto de escasos descubrimientos, encarecimiento de la extracción y sangrientas batallas en las regiones más apetecidas de África, Medio Oriente y Asia Central. Obama ha prometido transitar el sendero opuesto, pero el nuevo un escenario de estancamiento productivo y abaratamiento del petróleo conspira contra sus proyectos. (19)

La coyuntura empuja hacia la depreciación de las materias primas, pero la evolución ulterior de estos precios es una incógnita. En cualquier caso, estos bienes no quedarán atados a un patrón de inexorable deterioro de los términos de intercambio. Numerosos estudios refutan la teoría de ese retroceso secular. Se han verificado tendencias inversas o ciclos cambiantes en ambas direcciones. Cómo los insumos básicos tienen mayor dificultad para amoldarse al incremento de la productividad, su encarecimiento es periódicamente contrarrestado con oleadas de tecnificación, que afianzan la oscilación de estos precios. (20)

Este vaivén afecta a los países periféricos que invariablemente padecen la oleada descendente y nunca aprovechan la fase inversa para reducir su dependencia de las exportaciones básicas. Esta adversidad se repite en la coyuntura actual, pero acentuando la subdivisión entre un grupo emergente de economías semiperiféricas y el grueso de los empobrecidos del Tercer Mundo.

Consumo mundial polarizado

La crisis actual podría explicarse también por la contracción de la demanda. Al expandir la desigualdad social, el neoliberalismo impuso restricciones al poder de compra en forma directa (contracción de los salarios) e indirecta (inestabilidad del empleo y aumento de la informalidad). La sobreproducción generada durante este período puede ser vista como una crisis de realización, que obstruye la concreción del valor mercancías, cómo resultado de limitaciones vigentes en la esfera del consumo.

Estos obstáculos obedecen a la caída porcentual de los salarios en el ingreso total de las economías avanzadas. La ampliación del desempleo condujo a reemplazar el modelo de aumento de sueldos por debajo de la productividad por un esquema de agobiante congelamiento. También el estallido de los créditos subprime refleja la fractura social, que separa a los norteamericanos en un 90 % de empobrecidos deudores y un 10% de opulentos acreedores. (21)

El exceso de productos y las limitaciones del consumo constituyen dos caras de una misma moneda, pero la gravitación de ambos procesos es conceptualmente desigual. Mientras que la sobreproducción constituye la fuerza rectora de las disrupciones que conmueven al capitalismo, las restricciones de la demanda conforman un efecto derivado. El sobrante periódico de bienes es la principal contradicción de un sistema regido por rivalidades entre empresarios, que impiden adaptar la cantidad y el tipo de los bienes fabricados a las necesidades sociales. Este desequilibrio distingue al capitalismo de la subproducción crónica que afectaba a los regímenes precedentes.

La competencia por fabricar con mayor productividad y menores costos es más determinante de las crisis, que los obstáculos interpuestos al consumo de esos bienes. Mientras que el capitalismo recurre a numerosos instrumentos para contrarrestar este segundo desequilibrio, tiene escasas herramientas para atenuar la despiadada pugna por el beneficio. Los desajustes que impone la sobreproducción determinan los desequilibrios que acompañan a las crisis de realización.

En este terreno lo más significativo no ha sido la contracción general del poder adquisitivo, sino la fractura global de la demanda. El esquema de altos consumos norteamericanos de productos asiáticos (financiados por el resto del mundo) incluyó la expansión del consumo en la metrópoli. Esta ampliación se sustentó en una desenfrenada dilatación del endeudamiento. Los pasivos de los particulares aumentaron en Estados Unidos del 47% del ingreso personal (1959) al 117% (2007) y del 25% del PBI al 98% del PBI. (22)

En términos generales el consumo norteamericano se ha duplicado en comparación a los años 70. Es indudable que una porción de ese gasto fue sostenido por la elite de los enriquecidos, pero otro segmento igualmente relevante ha sido solventado por los trabajadores, con más horas de trabajo y labores complementarias del núcleo familiar.

Este modelo de consumo internacional polarizado ha quedado muy vapuleado por la crisis. La expectativa de corregirlo con mayor demanda asiática y creciente austeridad occidental ha perdido fuerza con la inviabilidad del desacople. Mientras que el volumen de compras anual de 1300 millones de chinos moviliza 1,2 billones de dólares, las adquisiciones de 300 millones de norteamericanos involucran 9,7 billones de dólares. Es obvio que cualquier cambio de estas proporciones será un largo y traumático proceso.

La fuerte caída del consumo norteamericano o europeo no tiende a mejorar las compras de la periferia. Al contrario, el incremento de 40 millones de hambrientos registrado durante el 2008 (que elevó ese total a 963 millones de individuos) es un anticipo de los sufrimientos que padecerá el Tercer Mundo. Gran parte del consumo faltante en la periferia inferior del planeta se dilapida en las economías centrales, agravando la brecha que separa a las regiones desguarnecidas de zonas que concentran la opulencia.

La estrechez de la demanda es una contradicción importante pero complementaria de la sobreproducción. Es importante registrar la jerarquía y la convergencia de ambos desajustes, para analizar los desequilibrios variados que afectan al capitalismo contemporáneo. (23)

¿Qué tipo de caída de la tasa de ganancia?

El desplome de la tasa de ganancia es otro indicador categórico de la magnitud de la crisis. Esta declinación fue anticipada y retroalimentada por el desmoronamiento de Wall Street y se verificará en próximos balances de las corporaciones. Con esta caída se revierte la significativa recuperación de la rentabilidad, que impuso desde mediados de los años 80 la ofensiva del capital sobre el trabajo. Varios teóricos marxistas han estimado la magnitud de ese repunte, en sus estudios de la ley de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia. (24)

Este principio postula que el nivel del beneficio obtenido por los capitalistas tiende a declinar junto con los aumentos de la inversión, que reducen la proporción del trabajo vivo (directamente realizado por los asalariados) en comparación al trabajo muerto (ya incorporado en la maquinaria o en las materias primas). Como la plusvalía que nutre a la ganancia se genera en el primer ámbito, el incremento de la capitalización desemboca en una contracción porcentual del beneficio. ¿En qué medida la crisis actual confirma ese postulado?

Un terreno de indirecta corroboración es la dependencia que ha demostrado la acumulación de la explotación inmediata de los asalariados. El giro estratégico de las grandes corporaciones hacia el continente asiático, puso en contacto al capital con la mayor dotación de fuerza de trabajo barata del planeta. Este viraje no se hubiera producido, si las ganancias de las empresas se nutrieran primordialmente de la robotización o de las actividades calificadas.

Pero la explicación de la crisis actual, como un resultado del deterioro de la tasa de ganancia que genera la ascendente productividad, es muy controvertida. Requiere suponer que esa declinación se arrastra desde hace tiempo, en contraste con la evidente recuperación que tuvo la rentabilidad bajo el neoliberalismo. Desconocer este dato, o afirmar que ese beneficio se mantuvo por debajo del promedio prevaleciente en la posguerra, conduce a una interpretación forzada de la ley de Marx. (25)

Este principio no exige postular una caída permanente del porcentaje del lucro patronal, puesto que una situación de ese tipo imposibilitaría la continuidad del capitalismo. La ley de la tendencia decreciente no opera en flecha, ni explica todos los vaivenes de la acumulación. Constituye tan solo un determinante de las crisis, con variada gravitación en cada convulsión del sistema. Su utilidad para explicar la depresión del 30 o la contracción de mitad de los 70, no le otorga jerarquía absoluta para caracterizar el desplome actual.

La tasa de ganancia ascendió durante la posguerra, declinó en los años 70, recuperó margen en las décadas posteriores y vuelve a desplomarse en la actualidad. En los períodos de contracción del beneficio opera con plenitud la ley de Marx y en las etapas de recomposición de esa ganancia prevalen las fuerzas que contrarrestan su incidencia. Desde mitad de los años 80 hasta la crisis actual predominó este segundo contexto, como consecuencia del reforzamiento de la explotación, la reducción de los salarios y el abaratamiento de ciertos insumos.

Si se otorga primacía interpretativa a la ley para analizar el período en curso hay que asignar una relevancia equivalente a los procesos de inversión, que determinan la contracción porcentual del beneficio. Esta caracterización supondría postular que el neoliberalismo estuvo precedido o signado por altos gastos en maquinaria y gran modernización industrial. Sostener este diagnóstico es muy difícil.

Quizás el mayor inconveniente para aplicar la ley de la tendencia decreciente al contexto actual proviene de la novedosa segmentación de rentabilidades, que se observa entre los sectores domésticos y mundializados del capital. Estas brechas son muy significativas en el caso norteamericano. Mientras que las empresas globalizadas tuvieron lucros elevados, las compañías exclusivamente nacionales lograron parcos beneficios.

La reducción porcentual del trabajo vivo -que aporta la fuente directa del beneficio- socava la tasa de beneficio. Pero esta contradicción se desenvuelve en torno a la gestación, maduración y estallido de la sobreproducción. El estudio de esta conexión es una asignatura pendiente de la economía marxista.

Notas:
1) Wolf Martin, “E hora de um resgate abrangente no mercado”, Financial Times-Folha de Sao Paulo, octubre 2008.
2) “Estamos asistiendo al olvido peligroso de los cimientos morales (del capitalismo). El respeto de la palabra empeñada, la santidad de los contratos, el valor del ahorro y… la renuncia a la ganancia instantánea”, Grondona Mariano “El capitalismo, la democracia y la integridad”, La Nación, 21-12-08.
3) Selten Reinhard. “Crear una regulación que no pueda evitarse”, Clarín, 23-11-08.
4) Marx Daniel “La crisis terminó, vendrán más ajustes”, Ámbito Financiero, 19-3-08.
5) Edwars Sebastián, “No temerle al pragmatismo”, Clarín, 26-10-08.
6) The Economist- La Nación, “El capitalismo está acorralado, pero aún sirve”, 18-10-08.
7) Los teóricos de la derecha transmiten este mensaje tranquilizador, afirmando que “un capítulo se cierra…pero son tonterías las tesis del otro es mundo posible y del fin del imperialismo o el capitalismo”, Jorge Castañeda, La Nación, 24-12-08.
8) Phelps Edmund, “Los bancos deberán buscar un nuevo rol”, Clarín, 23-11-08.
9) “Hubo un sistema financiero paralelo, sin las regulaciones tradicionales”, Krugman Paul “El gobierno argentino está haciendo un poco mejor las cosas”, Clarín, 16-12-2008. Krugman Paul, “No llores por mi, Estados Unidos”, New York Times- La República, 18-10.08. Krugman Paul, “Bancos: iliquidez o insolvencia”, New York Times-Clarín, 29-12-07. Krugman Paul, Planes de estímulo débiles y con serios errores”, New York Times-Clarín, 31-1-08. Krguman Paul, “La economía real también necesita un gran rescate”, New York Times-La Nación, 18-10-08. Samuelson Paul, “Mercado no es igual a capitalismo sin regulación”, Clarín, 23-11-08.
10) Krugman Paul “La riesgosa negativa de Alemania”, New York Times-La Nación 17-12-08. Stiglitz Joseph, “Ahora todos somos keynesianos, incluso la derecha”, 10-12-08.
11) Stiglitz Joseph, “El dólar ya no sirve como reserva”, Clarín, 23-11-08.
12) Reich planteó aplicarle la ley de quiebras a los bancos para implementar su reorganización bajo protección judicial (capítulo 11) y Roubini sugirió paralizar las ejecuciones hipotecarias. Reich Robert, “El rescate equivocado”, New York Times-Clarín, 12-12-08. Roubini Nouriel, “La recesión llegó a EEUU y podría durara hasta 2009”, Clarín, 25-1-08.
13) Katz Claudio. “Lección acelerada de capitalismo”, www.lahaine.org/katz (4-10-08), Inprecor 541-542, septiembre-octubre 2008, www.internationalviewpoint.org/spip.
14) Las características de estos procesos son descriptas entre otros por: Rude Christopher, “El rol de la disciplina en la estrategia imperial. El Imperio Recargado, CLACSO, Buenos Aires, 2005. Bryan Dick, “The inventiveness of capital”, 13 Jul 2008, www.workersliberty.org y Chesnais Francois, “Alcance y rumbo de la crisis financiera”, 25-1-08, www.vientosur.info/documentos.
15) Hemos retratado este modelo en Katz Claudio, “Enigmas contemporáneos de las finanzas y la moneda”, Revista Ciclos, n 23, 1er semestre 2002, Buenos Aires.
16) Clarín, 23-11-08.
17) En esta caracterización plantea: Caputo Leiva Orlando, “La economía mundial: la crisis inmobiliaria de Estados Unidos”. Seminario Taller del Ministerio del Poder Popular para la Planificación y el Desarrollo con Economistas Internacionales, Caracas, 27 al 31 de marzo de 2008.
18) Este proceso ilustra: Aglietta Michel, Berrebi Laurent. Desordres dans le capitalisme mondial, Odile Jacob, Paris, 2007, (Introducción).
19) Amin describe las tendencias bélicas y Klare la complejidad de los dilemas petroleros. Amin Samir “Financial collpase, systemic crisis?”, World Forum of Alternatives, Caracas 2008. Klare Michael, “Mauvaises nouvelles a la pompe”, Inprecor 536-537, mars avril 2008.
20) Entre 1876-80 y 1928-29 la mejora de términos de intercambio fue de 20-40% y desde 1956 hasta 1962 predominó un deterioro, que invirtió en 1968. El reciente ascenso (2002-2007) sucedió a la caída de los años 90. Bairoch, Paul El tercer mundo en la encrucijada: el despegue económico desde el siglo, XVIII al XX Alianza, Madrid, 1973, (cap 13).
21) Para conjunto de G 7 la parte salarial en el valor agregado pasó de 66,5% (1982) a 57,2% (2006) Husson Michel, “La lignes de fracture”, Politis n 990, 21-2-08.
22) Clarín, 9-12-08.
23) La conmoción en curso debe ser vista como una reproducción ampliada de todas las contradicciones que corroen al sistema. Este enfoque metodológico fue sugerido por Bujarin y desarrollado por Mandel. Bujarin Nikolai, El imperialismo y la acumulación de capital. De Tiempo Contemporáneo, Buenos Aires, 1973. Mandel, Ernest, El capitalismo tardío, ERA, México, 1978, (cap 1).
24) Hemos recogido e interpretado esta indagación en: Katz Claudio “Una interpretación contemporánea de la ley de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia”. Herramienta n 13, invierno 2000, Buenos Aires.
25) Es el inconveniente que presenta la caracterización de Castillo José. “Crisis económica mundial en el marco de 40 años de crisis crónica del capitalismo”,
www.aporrea.org/temas 07/11/08