25 de enero de 2009

Lecturas especiales:burocracia

Lord ACTON y Richard SIMPSON
Traducción de Armando Martínez Garnica, especial para el Boletín Virtual.
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John Emerich Edward Dalberg-Acton nació en Nápoles en 1834, y por recomendación del primer ministro inglés, William E. Gladstone, fue elevado en 1869 a la categoría de Barón Acton de Aldenham, la propiedad familiar en Shropshire. Después de estudiar en la Universidad de Munich (1850-1857) regresó a Inglaterra y jugó un importante papel como vocero del catolicismo liberal en la era victoriana. Entre 1895 y 1902 fue profesor Regius de historia moderna en la Universidad de Cambridge. Mientras escribía una Historia de la Libertad publicaba sus observaciones en varias revistas (Rambler, Home and Foreign Review, Chronicle y North British Review), desarrollando su preocupación central: la libertad individual y los medios por los cuales debía ser asegurada. En esencia, Lord Acton fue un liberal en el clásico sentido de la palabra. Aunque este artículo fue firmado en la revista Rambler (febrero de 1859) por uno de sus principales colaboradores, Richard Simpson, se trata de un producto colectivo de la época de su más productiva colaboración, al punto que J. Rufus Fears lo incluyó en el primer volumen de los Escritos selectos de Lord Acton (Indianapolis, Liberty Fund, 1985, p. 518-530). En estos tiempos de burocratización rampante conviene leer esta denuncia liberal de uno de los atributos del estado moderno, pues podría inspirar una mejor comprensión de las instituciones burocráticas que siempre están amenazando las libertades del ciudadano. La versión castellana de este artículo fue realizada por Amelia Acebedo Silva para esta entrega de la Revista de Santander.
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Puede parecer paradójico a algunos de nuestros lectores que mientras profesamos una gran hostilidad a la burocracia, o a la interferencia de un gobierno centralizado en asuntos familiares y de la vida privada de los individuos, al mismo tiempo debamos salir en defensa de una encuesta gubernamental realizada sobre nuestra educación por una Comisión especial, la cual probablemente resultará en una mayor interferencia del gobierno.
Esto es más valedero en el caso de este tema, si consideramos que podríamos arreglárnosla del todo en la educación sin la intervención del Gobierno, algo que deberíamos preferir absolutamente; pero resulta que todas nuestras mentes más sensatas ya han llegado a la conclusión de que esto es imposible, tanto por nuestra pobreza y debilidad personales, como por el poder y la voluntad del Gobierno. El problema, por lo tanto, es hacer lo mejor que esté a nuestro alcance, y nuestra recomendación de cooperar con la Comisión se basa totalmente en esta consideración.
Para empezar, consideramos que cualquier sistema general de educación tiene una tendencia peligrosa, dado que tiende hacia la burocracia que tanto tememos y fomenta los principios burocráticos tanto entre los maestros como entre los estudiantes. La burocracia reside en las facultades, no en las clases. No es posible que exista una burocracia de los agricultores, de los hacendados o de los comerciantes, porque la simple similitud de estos oficios no es suficiente para que llegue a existir. Tampoco son suficientes la organización, la mutua dependencia y un suficiente entendimiento mutuo. Un gobierno militar no es una burocracia. Los hombres de una burocracia deben poseer suficiente cultura literaria y científica que los ponga en capacidad para erigirse en críticos y guías de vida de los otros, y en consecuencia en capacidad para conducir la vida de una nación. La burocracia no es algo ficticio, algo que se impone desde fuera, sino un desarrollo natural producido por la creación y organización de una masa de empleados públicos educados. Es la expresión de su vida social.
En todos los gobiernos puede existir una tiranía odiosa, monopolios, exacciones y abominables abusos de prácticamente toda índole, pero la idea de una burocracia no se realiza hasta tanto no se agregue el pedante elemento de la pretensión de conducir nuestras vidas, de querer saber qué es lo mejor para nosotros, de medir nuestro trabajo, de supervisar nuestros estudios, de prescribir nuestras opiniones, de hacerse responsable por nosotros, de decirnos cuando hay que ir a la cama, abrigarnos, ponernos nuestro gorro de noche y administrar nuestra comida. Este elemento no parece posible sin una argumentación persuasiva proveniente del poder gobernante, según la cual éste se encuentra en posesión del secreto de la vida y tiene un verdadero conocimiento de la ciencia política total, al punto que debe dirigir la conducta de todos los hombres, o al menos de todos los ciudadanos. Es por esta razón que cualquier gobierno que reconocidamente pone ante sus ojos el sumo bien de la humanidad, que procede a definirlo y dirige todos sus esfuerzos hacia este fin, tiende a convertirse en una burocracia.
El mundo ha conocido muchas realizaciones y muchos intentos de realización de toda suerte de burocracias: la de los abogados, de los clérigos, de los médicos, de los economistas políticos, de los maestros de escuela, de los filósofos o de los administradores paternales, todas las cuales han tenido su nostrum especial, su panacea para la humanidad sufriente, y todas se han sentido llamadas a obligar a la humanidad, quiéralo o no, a tragársela.
La burocracia de los abogados es el modelo universal de todas. La ley, de acuerdo con la definición griega, romana y clásica restaurada, se extiende a toda acción del hombre: los derechos legales de los legisladores incumben a toda acción humana posible; cualquier cosa que haga el sujeto puede ser cuestionada; pueden abusar, pero nunca exceder, su poder. La autoridad del gobierno es ilimitada hasta tanto no se le ponga límite. “Cualquier cosa que la ley no manda, está prohibido”, dijo Aristóteles, y “las leyes se pronuncian sobre todos los temas posibles”. Aún más, “la ley debe gobernar todas las cosas”. Este principio fue llevado tan lejos que en una sociedad donde la ley no se desarrolló de esta manera no se la consideraba merecedora del nombre de estado. Por ejemplo, Inglaterra habría sido considerada bárbara, indigna de un estadista y poco científica, al considerar todas las acciones legítimas, y la libertad del sujeto ilimitada, antes de que se generase una ley que las prohibiese. En Grecia y Roma la ley fue lo primero, y el hombre tenía que demostrar su derecho. En cambio, en Inglaterra el hombre fue lo primero, y la prueba de la ilegalidad de sus acciones le correspondía a la ley; allí no hay derecho administrativo, ningún poder en absoluto que pertenezca al gobierno como tal, excepto aquel que le concede la ley; no existe personificación del estado, no hay sacrificio del constituyente concreto al todo ideal. Inglaterra no tiene XII Tablas para declarar que “la salud del pueblo es la suprema ley”, pero se ciñe al principio medieval y cristiano jus cujusque suprema lex; la ley suprema se fundamenta en los derechos de los individuos, no en la supuesta conveniencia del Estado.
Pero la ley civil toma al hombre en su totalidad bajo su tutela y presume de ser la Providencia Mundana. Por ello es que los abogados, imbuidos de su espíritu, son la verdadera encarnación de la burocracia. Nunca se ha demostrado esto con mayor claridad que en la Convención de los leguleyos franceses, donde Robespierre declaró: “Tendremos un orden de las cosas donde todas las pasiones bajas y crueles serán encadenadas, y todas las pasiones benéficas y generosas serán estimuladas por las leyes”. Allí también Saint Just pretendió cambiar con una violenta dosis de legislación las costumbres y los modales de una nación, y hasta reformar el corazón humano.
Felizmente libre de esta exasperante plaga de abogados, Inglaterra, en cambio, ha sufrido mucho por la burocracia de los clérigos, tal como acaeció con el espionaje religioso establecido por las leyes penales, con la pretensión puritana de identificar iglesia y estado, de deducir las relaciones iglesia-estado únicamente de las Sagradas Escrituras, y de abolir las leyes canónica, civil, de procedimiento y común, así como los tribunales de justicia, en favor de su más antigua disciplina y tribunales de escritura y conciencia, una pretensión que fue ejecutada con espionaje inquisitorial y con el más severo esmero por los más poderosos clérigos, llevada incluso al terreno del más ínfimo detalle del ornamento femenino y de la diversión masculina. Así ocurrió en el Califato de Carlos I, con sus visires Laud y Juxon, y Spotswood, con sus cortes de la Alta Comisión y de la Cámara de la Estrella, y con sus cientos de actos gubernamentales motivados únicamente por el deseo de fijar a cada hombre pasivamente en su lugar, y de mantener en cada uno la sensación de que estaba bajo el cuidado paternal de personas que podrían juzgar mejor que él mismo lo que debería comer, beber y dejar de hacer.
Esto es más bien la burocracia fisiológica, tal como la soñó Bacon en su Nueva Atlántida. Baste decir que la mayor característica de la verdadera burocracia es la íntima convicción de sus conductores de que sus provisiones cubren adecuadamente el área total de la vida y del pensamiento humano, o al menos la parte más importante de ésta; por tanto, todas las otras provisiones son superfluas y, en el caso de ser contrarias a sus ideas son nocivas, y como tales deben ser abolidas tan pronto como sea posible para dejar libre el campo a la acción regeneradora de su benéfica influencia. De aquí resulta el intolerante, monopolizador e intruso carácter de toda verdadera burocracia, y su distinción respecto de la vulgaridad natural de la tiranía militar, o del mando del policía, pues éstas en principio sólo miran el exterior de las cosas, los actos expresos; en cambio la burocracia, cuando ha sido totalmente desarrollada, investiga los corazones y los pensamientos por medio de su policía secreta. Pero tomemos al soldado o al policía y eduquémoslo para que vigile nuestras costumbres, para que denuncie nuestras opiniones y para que interfiera en nuestras disposiciones familiares, y pronto le habremos enseñando a ser un burócrata. No hay burocracia en los burdos y fáciles expedientes de una patrulla de reclutamiento, o en el sargento reclutador que engatusa al mozo de labranza borracho para que se aliste en el ejército. Pero cuando se lleva un registro escrito de toda la población, de sus empleos y de sus conocimientos, y una reseña de sus capacidades corporales, y se le somete periódicamente a la maquinaria del reclutamiento militar, entonces comenzamos a percibir la presencia de una agencia burocrática que se confunde con la familia y dirige la vida nacional.
Pero esta agencia no se torna muy intolerable hasta que adquiere mayor desarrollo y comienza a inmiscuirse con la movilidad, la comunicación, la asociación, la opinión y la fe. Entonces se convierte en una especie de tutelaje minucioso aplicable a los niños pequeños, pero aplicado a los hombres y las mujeres adultas. Todo su tipo es pedagógico; su símbolo es el maestro, por supuesto que no el maestro de los viejos tiempos, cuando la palmeta se convirtió en el refugio de mayordomos fracasados, de arruinados harapientos, de inútiles que habían fracasado en cualquier otra ocupación, y de haraganes perezosos que no tenían crédito para disponer de capital para ninguna empresa superior. En una masa de tales materiales no había ni organización, ni ambición, ni inconformidad, y por lo tanto ningún embrión de burocracia.
Pero este tipo de maestro de escuela está desapareciendo rápidamente bajo la influencia del Gobierno, pues considerada tanto interna como externamente la vía del “preceptor” es ahora algo diferente de lo que fue antes. Considerada en sí misma la vocación de un maestro, pueden distinguirse en ella tres elementos: importancia de la responsabilidad –de formar un intelecto en ciernes y dirigir la adquisición de nuevos hábitos–; fastidio de la operación, por sus aburridoras repeticiones, contradicciones de estudiantes insolentes, enfados y decepciones; y por último la insignificancia del material con el que hay que trabajar, la mente infantil, no en sus manifestaciones amables sino en la rutina tan desagradable para sí misma como para el maestro: alfabetos, rudimentos, ideas simples y palabras, aritmética elemental y otras cosas tan carentes de interés para la mente más simple como para la más extraordinaria. Entonces, en relación con su posición externa, la trivialidad de los conocimientos necesarios es lo que mantiene el mercado docente abundantemente, aunque no bien provisto, y disminuye el valor de mercado aun de la mejor clase de maestros. Todas estas cosas tendían a mantener bajo el promedio de conocimientos de los profesores de primaria, o a confinar la profesión a la clase de hombres que si no eran aptos para ésta, tampoco lo eran para ninguno otro. Hay una contradicción en los elementos de carácter requeridos: la religiosa importancia de la responsabilidad requiere un alma desarrollada o religiosa que la aprecie; pero una mente desarrollada es demasiado apta y tiene que mantenerse totalmente asqueada tanto con la molesta y tediosa rutina del trabajo como con los pequeños detalles de alfabetos, lecciones de ortografía y sumas. Y una mente que podría fácilmente permitirse ser absorbida por estos asuntos muy difícilmente podría tener una opinión inteligente sobre la grandeza de su vocación. En consecuencia, el buen profesor de escuela era usualmente un personaje oscuro de principios elevados que trabajaba duro porque era su deber, y era capaz de aferrarse a su trabajo porque no tenía inteligencia para sentir el tedio del eterno círculo de la rutina que estaba condenado a recorrer. Entre tanto, el mal profesor de escuela era, con frecuencia, el individuo sórdido que acabamos de describir, que ingresaba a la profesión sin ninguna conciencia, sin pensar en el magnífico ideal de la profesión, impulsado sólo por la necesidad de conseguir comida y techo, e invitado por el fácil y elemental carácter de las bajas exigencias para el ingreso al oficio.
Pero los días de esta rutina sistemática fueron contados cuando el Gobierno comenzó a proveer escuelas y a pagar a los maestros conforme a los resultados de un examen de competencias. Este examen sólo prueba la agudeza o capacidad de los maestros, pero no su paciencia o su voluntad para economizar aquellas capacidades. Para un maestro de primaria modelo la paciencia, más que la agudeza, constituye el requisito fundamental. En efecto, los maestros de primaria pierden a sus estudiantes tan pronto como éstos superan los rudimentos y tienen que empezar otra vez con un nuevo grupo. Sus posibilidades de tener una oportunidad legítima de demostrar sus brillantes conocimientos son muy pocas; en corto tiempo está agotado, aburrido a morir, y con la paciencia perdida. Entonces comienza a probar nuevas teorías y a ensayar nuevos esquemas, a menos que compense su agotador esfuerzo mental mediante una apasionada complacencia; al menos rechaza la idea de entregar su vida a esta desagradable disciplina. Ansía la emancipación, o superarse a sí mismo, si no en su profesión, por lo menos a través de ella. Entra en relación con otros de la misma clase, con quienes agita teorías y esquemas. Cada día se aliena más y más por la árida y simple tarea de instruir en los mismos rudimentos a sucesivos grupos de niños. Comienza a desagradarle esta vocación casi religiosa que constituye la vida ascética de tantas devotas personas religiosas, y se apega más y más al Gobierno que despertó su ambición intelectual mediante sus exámenes de competencias y el cual sostiene la bolsa de la cual depende. Entonces comienza a verse a sí mismo como un miembro de la clase de funcionarios, como un empleado público, y pasa a menospreciar toda autoridad, excepto aquella que premia su ambición. Aquí, entonces, hay una organización amplia, influyente, pedante, una herramienta disponible de interferencia gubernamental, si llegara a surgir algún Ledru Rollin que quisiera utilizarla.
Y los muchachos formados en el principio de competencias constituyen otro elemento de peligro en la misma dirección. El maestro naturalmente desea presentar al inspector una escuela digna de ser acreditada. Ha hecho todo lo posible para despabilar a sus estudiantes e imbuirlos con una especie de entusiasmo por “las letras”, y los jóvenes han alcanzado las nociones de una educación que los hace inconformes con el trabajo no intelectual y les genera la expectativa de algún empleo de oficina. El hijo del albañil que ha aprendido el latín y el uso de las esferas desdeña entonces el arte artesanal de su padre y decide no ser un artesano: busca un lugar como oficinista, mensajero, funcionario de ferrocarril, policía, cartero, algo “literario”, o algo en el gobierno, donde su competencia escrita y conocimientos librescos pudieran valer algo. Entonces la influencia del sistema de competencias mismo cambia el respeto y los sentimientos afables que hacían del maestro una especie de padre para sus alumnos, por la ambición, y lleva a los estudiantes a valorar sus conocimientos no por alguna excelencia sustancial de sí mismos, sino por el poder que confieren para triunfar sobre otros y superar su nivel social original. Además, las materias en las cuales la competencia tiene lugar son materias sin valor intrínseco de mercado, improductivas respecto de la generación de alimentos o de vestidos, pues simplemente son preparaciones para ayudar a la mente en la futura empresa de la vida. Pero estas preparaciones elementales hasta ahora han sido tratadas en las escuelas como el asunto sustancial de la vida, y en efecto hay una vida en la cual ellos son el asunto sustancial, es decir, la vida del buró. La educación competitiva, por tanto, está formando gradualmente una gran clase de hombres jóvenes cuyo interés es el de remodelar la sociedad sobre una base burocrática y multiplicar oficinas de forma tal que pudieran ganarse la vida con lo que habían aprendido en la escuela.
Ahora, en un país como el nuestro, donde un poder en la Constitución es el elemento democrático, el desarrollo de la inteligencia del pueblo tiene que traer continuamente más y más de ellos al número de aquellos quienes son investidos con el ejercicio del poder político. Y la sola multiplicación de los miembros de un Estado es un paso hacia la burocracia; y ésta casi requiere tanto la multiplicación de los empleados como el aumento de su poder para fisgonear las acciones de cada ciudadano. Por ejemplo, cuando la Revolución Francesa concedió el derecho al sufragio universal fue por supuesto necesario tener cuidado de que el mismo hombre no fuera fraudulentamente a votar varias veces en la misma o en diferentes urnas. De aquí que a cada elector –todo varón adulto– se le tuvo que proporcionar una especie de pasaporte y tarjeta de identificación, documentos con los cuales la policía tenía que certificar todos los cambios de domicilio y por último todo desplazamiento. Las señas del hombre eran entonces descritas en el documento que portaba y quedaba expuesto a que en cualquier momento o lugar se le pidiera presentarlo. Vemos entonces que el abominable sistema de pasaporte fue un resultado lógico del sufragio universal y del voto; y queda probado que la burocracia es una secuela natural tanto de la multiplicación e intensificación del elemento democrático de la sociedad como de la autocracia. Y cuando este grupo numeroso de empleados se compone de hombres jóvenes educados en escuelas competitivas, ellos deben corresponder al tipo que se espera que tales escuelas produzcan. Un conocimiento atiborrado y una noción de todas las ciencias no es una reserva de la que se pueda depender: su resultado real es una engreída ignorancia, una agudización de las facultades lógicas comunes de la mente que la adaptan para el más común de los procesos lógicos, el desarrollo de los principios hasta sus últimas consecuencias, pero que la deja bastante desprovista para la ocupación real de la razón: sopesar probabilidades, permitir la interferencia de principios contrarios y apreciar todos los hechos que dan base a la inducción. La juvenil, ardiente y desprovista mente insiste en principios a priori. Los derechos del hombre, de un lado, el derecho divino de los reyes, del otro, dividen entre sí a los intelectos sin formación.
Las cabezas maduras en edad o en juicio registran con prontitud la absoluta inutilidad del intento de aplicar métodos matemáticos y metafísicos a los asuntos prácticos de la moralidad y de la política. Pero desafortunadamente el método a priori tiene grandes atractivos: su resuelta infalibilidad, su segura universalidad, su total desprecio por todos los contradictores y la facilidad de su adaptación; todos éstos cautivan al joven estudiante pues están al mismo nivel de sus capacidades, dado que la lógica requiere poca ayuda externa. Ésta es interna, sus principios son innatos y es tan perfecta en la juventud como en la edad madura. Rápidamente aprendida, fácilmente utilizada: dado un prolífico principio general, y, como la piel de la vaca tiriana, la lógica pronto la corta en tiras suficientes para rodear una ciudad. Pero el aprendizaje, ese vacilante deseo cauto de estar en lo correcto y ese temor a estar equivocado que prueba la validez de cada paso por medio de ejemplos y experimentos, es un camino largo, difícil y desagradable; es por ello que se le recomienda al joven estudiante seguirlo por algo distinto a su atractivo, pues lleva en su rostro la huella del tedioso trabajo prosaico.
Sin embargo, es la característica de todos los grandes hombres de estado. Selden declaró que él y sus asistentes no dejaron documento sin revisar cuando preparaban el texto de la Declaración de los Derechos. Burke, pese a sus vastas capacidades filosóficas y a la facilidad y brillantez con que discutía sobre los principios generales, es el gran profeta de la política prosaica. Todos los grandes estadistas y juristas se caracterizan por tal amor a los hechos, por tal examen cuidadoso de las autoridades, por tal argumentación especial, al punto que parecen ser cínicamente indiferentes al desarrollo lógico de los principios, a la oratoria, a la filosofía, a las más grandes y admirables explosiones de la naturaleza y del sentimiento. En la esfera de la ley y de la política el hombre de juicio frío y razón informada acaba con tales rasgos, desprecia al retórico y solamente respeta los hechos.
Esta consideración nos permitirá apreciar en su justo valor la alabanza reclamada por los franceses y que se les concede por todas las mentes justas. “Nosotros somos lógicos”, dicen ellos; “nosotros realizamos los principios hasta su completo desarrollo y sacrificamos los hechos a la razón; nosotros somos predominantemente racionales”. Por el contrario, “los ingleses son más prácticos pero menos sensatos”, no piensan o realizan sus principios; están en una duda perpetua respecto de los sistemas racionales, y nunca llegan a una conclusión pura y simple; la fortuna los favorece, pero sus mentes son de un orden inferior.” Podemos observar la característica francesa en la mente irlandesa. Sin olvidar que el irlandés Burke está a la pura cabeza de los representantes del espíritu inglés, no podemos ocultarnos a nosotros mismos que un espíritu muy similar rige en Irlanda y en Francia, y con las mismas consecuencias políticas. Estas dos naciones son conducidas a una personificación del gobierno, a considerarlo como un gobernante personal, animado por su propia razón y voluntad, que actúa según sus sentimientos e impulsos; y a esperar que él guíe, dirija y gobierne todo. En vez de considerarlo como un comité temporal –una especie de junta administrativa nacional elegida para dirigir los asuntos nacionales por un tiempo de acuerdo con el sentimiento nacional, hasta que un cambio en el humor público lo sustituya por otro equipo que represente otra política– consideran al gobierno como una providencia, omnipotente, y por tanto como el responsable de todos los males. Como el gobierno es para ellos el gran señor de las provisiones, no codician nada tanto como un lugar en él. La ambición nacional es la de ser un empleado público, sin considerar como es que va a funcionar el Estado si todos llegasen a estar empleados en él, si todos recurren a él y si todos esperan que los sostenga.
Ellos resuelven de manera lógica la primera y la más simple idea de gobierno, no vuelven sobre la noción para analizarla y modificar sus sentimientos respecto de ésta; esto es ser lógico, esto es ser medianamente educado en un gran sistema nacional de aprendizaje superficial y ostentoso. Haber agudizado intelectos sin juicios experimentados: esto es ser cualificado casi naturalmente para periodistas, como brillantes y parcializados ensayistas, corresponsales especiales, reporteros, escritorzuelos, así como todos los empleos secundarios de las letras. Pero no por ello apto para una gran visión imperial de las cosas, para el mando, para la asociación, para la justicia, para las más elevadas divagaciones filosóficas, hasta que el defecto haya sido erradicado gracias a un trabajo real y mucho y paciente pensamiento. La jactanciosa superioridad de nuestros vecinos intelectuales es realmente una inferioridad, porque la educación práctica del iletrado inglés es en sus resultados mucho más cercana al aprendizaje más desarrollado que la cultura literaria a medias de Francia, la que sólo hace a un hombre lógico y consistente en tomar la parte por el todo, en usar trilladas verdades a medias, y en no ver el límite de su propia capacidad. No es que tal manera de ver las cosas sea peculiar al francés. Demos al analfabeto inglés la educación del francés y pronto tendrá las ideas francesas.
Es sólo entre tal gente que la burocracia, en su forma más pura e intensa, es posible; cuando el mecanismo de gobierno es considerado como el último fin de todas las cosas, el principal bien del hombre, cuando el hombre es solamente un disponible animal gobernable, destinado a ser manejado por el profundo arcano de reportes, órdenes, admoniciones y regulaciones policiales. El hombre medianamente educado nunca es consciente de su ignorancia, piensa que todo lo sabe; en otras palabras, cree que lo poco que sabe equivale a todo. Sea este poco una familiaridad con los procedimientos administrativos, y estos procedimientos seguramente se presentan ante su imaginación como las cosas más importantes y más grandes del mundo. Ellos serán su religión y más que su religión: cuando su función le provee alimento y vestido entonces se alcanzan todas las pasiones dignas de interés, y los administradores se reunirán en busca de protección y defensa mutuas, y para exaltar su función dentro de la gran profética y social institución del mundo.
Y gente con esta admiración de sus funciones son siempre los mejores funcionarios; se ocupan de sus deberes con un apasionado y religioso fervor que garantizan la más entusiasta actividad. En consecuencia, el espíritu burocrático conquista el favor de los secretarios de estado, el celo de sus subordinados facilita y simplifica su trabajo. Es maravillosa la facilidad de movimiento que imprime a las ruedas de la política. Los administradores conocen tan bien su propio departamento que el pesado mecanismo de nuestros estúpidos viejos aficionados integrantes de juntas, supervisores, sheriffs, jueces y legisladores no tienen la menor posibilidad de resistirlos. Pensemos en el poder con que un mediocre comisario judicial se abalanza sobre una testaruda junta de guardianes que ordena dar ayuda al pobre en su propio domicilio en vez de destruir su hogar. Llega con el triple prestigio de un lugar superior, un conocimiento superior de la ley y una perfecta familiaridad con los detalles de la práctica administrativa. Se echa encima como un experto sobre un conjunto de aprendices, como un marinero de agua dulce, como un viajero en un grupo de patanes que no ha viajado. Toda persona tiene derecho a respeto en asuntos de su propio oficio. La división de departamentos ha permitido a nuestro comisario reunir en sus manos todas las riendas de todas las subdivisiones de su ramo; conoce sus estadísticas de memoria; logra con rapidez entenderse con el oficial de la junta o con cualquier otro oficial pago y permanente, y con muy poca habilidad se las arregla para que las cosas marchen como lo desea. Nada se le opone, excepto de vez en cuando el erudito conocimiento científico de algún filósofo retirado, quien además de asumir una perspectiva general de todos los departamentos políticos, y reducir las pretensiones del comisario a sus justas dimensiones, es capaz de enfrentarlo en su propio terreno y sostener sus argumentos aun en contra de la competencia especial del otro; entonces se origina el debate y la publicidad, pudiéndose enmendar los detestables procedimientos.
Pero, a medida que el Estado crece, y sobre todo entre las clases que requieren ser administradas, igualmente la administración tiene que incrementarse; el número de empleados debe crecer más y más, deben organizarse, y la clasificación de la gente cuyos asuntos tienen que administrar debe marchar al mismo ritmo de crecimiento de tal organización. En cada departamento se formará gradualmente una poderosa fraternidad para preguntar, registrar, reportar o denunciar, primero que todo, simplemente acerca de nuestras capacidades para contribuir a la carga de impuestos; luego acerca de nuestros nacimientos, fallecimientos y matrimonios; pronto los tendremos averiguando acerca de nuestra religión y podemos estar seguros de que se inmiscuirían en aquello sobre lo que indagan, si se atrevieran, pues así lo hacen siempre que se atreven. Preguntan acerca de la religión de un soldado, de un pobre o de un prisionero tan pronto ingresa al cuartel, al asilo o a la prisión. ¿Es ese hombre realmente libre en adelante para cambiar de religión según le plazca, conforme a nuestra constitución y a nuestras leyes, o es administrado por el empleado público que puede obligarlo a mantenerse como era al ingresar, antes que tomarse la molestia de cambiar el registro? Las clases más pobres ya son administradas burocráticamente. Se ha dado un paso adelante y un hombre de estado, sistemático y especulativo, puede en cualquier momento encontrar la ocasión para ir más lejos.
Es un gran error suponer que un sistema burocrático solamente es posible allí donde existe un gobierno monárquico; éste puede surgir gradualmente bajo cualquier sistema político y hacer despótica a cualquier forma de gobierno. Un hombre investido de autoridad es lo que es, cualquiera sea la forma como la haya adquirido: por título heredado, por las bayonetas de sus soldados, o por el sufragio universal. La vía de su ascenso es accidental, su posición es el elemento positivo, su esencia es que él es un dirigente. Cualquier salvaguardia necesaria para algunas autoridades es necesaria para todas. No es menor el riesgo ante el engrandecido demócrata que ante el monarca o ante el aristócrata: es la naturaleza humana de todos ellos por igual entrometerse, y unir tanto como fuese posible el control con el poder ejecutivo, así como para no tener a nadie que pueda interferir con su intromisión. ¿Qué puede ser más claro que el hecho de que controlar es el poder supremo? ¿Qué más lógico que el que un poder supremo debe imponer activamente su supremacía? Un pueblo lógico, es decir, semiculto, transferirá el poder nominal al lugar donde éste realmente existe, y acumulará su totalidad en el pueblo o en el monarca. Así, mediante la burocracia el pueblo o el monarca adquiere carácter igualmente despótico. Ésta otorga poder despótico a cualquier gobierno que sirve. Las repúblicas suizas y las constituciones germana y sarda son tan despóticas en su administración como el Imperio Francés, porque en todas ellas su administración es burocrática.
Cuando es poderosa, la burocracia es esencialmente revolucionaria porque es lógica, es decir, porque sigue un desarrollo libresco de principios generales, no el camino práctico de las experiencias y los hechos, y es por lo tanto, llevada a introducir cambios radicales inconsistentes con los hábitos de la gente para quienes legisla. En intereses y en condición, los funcionarios forman una clase aparte, cuya ocupación es clasificar al resto de la sociedad de la forma que les ocasione el menor problema, y al mismo tiempo multiplicar sus deberes hacia ellos de tal manera que tengan más derechos sobre ellos por el salario que reciben y una excusa para multiplicar sus efectivos. Se mantiene siempre cambiando a la gente según los lineamientos arbitrarios de una clasificación artificiosa, o aritmética, pero no según los principios humanos; no tiene en cuenta la historia y los hábitos de la gente ¿qué debería saber ella de hábitos o de historia? Su única meta es descubrir perpetuamente nuevos modos de interferencia, proveer más trabajo al buró, y someter a la gente siempre más completamente a su modo de hacer las cosas.
Es revolucionaria hacia la cabeza del gobierno porque su poder no reside en una persona en particular sino en el sistema, el buró, el cuerpo complejo; es suprema y marcha bien con o sin una cabeza. La cabeza depende de ella, pero no al contrario; cae una y otra se levanta en su lugar, pero cualquiera que surja tiene que utilizar la organización que ya está lista. No puede gobernar sin ésta, no dispone del tiempo para formar un nuevo sistema, y está obligada a adoptar aquel que tiene a mano. Por lo tanto, la cabeza que manifiesta algún síntoma de una tendencia reformista hostil tiene que temer la burocracia como su más terrible, su más revolucionario enemigo.
Ahora, cómo evitar las aproximaciones insidiosas a este vil sistema. Primero, tenemos que restringir tanto como sea posible la esfera de intromisión del gobierno y mantener nuestra independencia en tantas áreas de la vida como sea posible; nunca consentir que el gobierno tenga un poder sobre una clase que no deseamos que tenga sobre otra. Nunca aplaudir una ley injusta en contra de otros, por temor a que algún día se vuelva contra nosotros. Ser paciente bajo la necesaria falta de preparación y torpeza de un sistema independiente donde cada parte es equilibrada mediante controles; y oponernos firme y consistentemente a cada gran intento de centralización, tal como una igualación de las cifras diferenciadas de la pobreza y una administración central de los deberes de los consejos de guardianes, cualquiera que sean las ventajas o conveniencias que se nos prometan a cambio. La clase de los funcionarios debe mantenerse baja. Por esta razón, lamentamos la prueba de competencias como herramienta que alienta conocimientos que no encuentran una legítima posibilidad de empleo en el trabajo que habrá de realizarse, y que nos provee un inquieto e intruso cuerpo de pedantes jóvenes. Por el contrario, el antiguo sistema nos dejaba en paz con la certeza de que no teníamos nada que temer de la garantizada incapacidad y contenido no ambicioso de aquellos a quienes les fueron confiados los constantes deberes rutinarios del Estado. Los funcionarios deben estar siempre sujetos al público, y ser castigados por cada falta de cortesía o incumplimiento de funciones hacia aquellos cuyos asuntos tienen que administrar. Y en caso de disputas, la ley debe siempre suponer prima facie que el funcionario está equivocado, o por lo menos debe mantener la balanza perfectamente equilibrada. Ellos tienen, por supuesto, que ser responsables ante sus superiores oficiales, pero no en cuestiones entre ellos y el público, ya que el público no tiene la capacidad para proceder contra el funcionario, excepto cuando cuenta con el consentimiento de su superior; entonces es cuando se sientan las bases de una verdadera burocracia. Repetimos: todas las quejas, todas las acciones contra ellos, debe ser públicas. Mientras a los funcionarios no se les permita adquirir la francmasonería de una sociedad secreta, no pueden hacer mucho daño.
Finalmente, nunca estaremos protegidos de la burocracia hasta que hayamos exorcizado de nuestros hombres públicos aquel espíritu doctrinario que impera en revolucionarios como Jeremy Bentham, Buckle y Bright, aquel positivismo que trata al hombre estadísticamente y como masa, no como individuo; aritméticamente, no de acuerdo a sus intereses. En consecuencia, tenemos que abrigar siempre sospechas respecto de cualquier escuela que trate a los hombres como cifras para sumar, restar, dividir, multiplicar y reducir a fracciones comunes.

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