28 de junio de 2010

Réquiem por el PDA

Luis Alberto Matta, militante del PDA, es un exiliado colombiano en Canadá. El 29 de septiembre del año pasado, días después de la consulta interna que dejó a Petro como candidato presidencial, Matta escribe en una columna que le reproduce ARGENPRESS.info, esta frase premonitoria y lapidaria:
“Aunque lo dudo, ojalá que Petro recapacite y no destruya al Polo con una alianza reaccionaria, clientelista e inmoral con la derecha. Amanecerá y veremos”.
Si alguna frase debiera un analista político enmarcar como piedra filosofal de su cotidiano trabajo es esa del hoy presidente Juan Manuel Santos cuando en defensa de sus muchas volteretas dadas a lo largo de su carrera política y burocrática dijo: (…) “Sólo los estúpidos no cambian cuando cambian las circunstancias”.
Bueno, Petro es un aventajado alumno de Juan Manuel en esta filosofía, inclusive desde antes de que el presidente electo se escudara en este inmarcesible pragmatismo para esconderle el bulto a sus eclécticas metamorfosis.
Es imposible olvidar un reportaje de Petro a la desaparecida revista Cambio hace más de dos años cuando dijo que el problema no era Uribe y que la izquierda en Colombia tenía que volverse pragmática si quería sobrevivir al medio hostil que le rodea.
Pragmatismo que aplicó muy bien cuando con su concurso y trabajo parlamentario respaldó el nombramiento del actual Procurador de cuyos autos es mejor no hablar, aunque no debiéramos olvidar esa magistral pieza de ignorancia jurídica en la que avala el referendo reeleccionista porque las trampas que se urdieron en su trámite eran menores.
Partiendo de esa misma entrevista es que Petro lanza la batalla interna por desplazar al ex magistrado Carlos Gaviria de su preeminencia en el Polo como único dirigente político capaz de retar con éxito al establecimiento, como ya lo había demostrado en las elecciones del 2006, cuando en condiciones más hostiles de las que Petro se queja ahora, lo dobló en votos como candidato presidencial enfrentado él, entonces, no al amasijo político de un Santos, sino a un monolítico e inamovible Uribe.
Ahora, en reportaje a María Isabel Rueda (El Tiempo, 28 – 06 – 10), Petro se encarga él mismo y solo de correr la lápida sobre el Polo, proclamando una alianza reaccionaria, clientelista e inmoral que, como lo vaticinó Mattos hace ya casi un año, ha decidido emprender al lado del presidente Santos haciéndole dúo a su aplaudida filosofía: “Sólo los estúpidos no cambian cuando cambian las circunstancias”.
Acá, al otro lado del río, quedan como 21 millones de estúpidos colombianos en la eterna espera, a veces activa, pero en especial pasiva, de que aparezca alguien que, al contrario de Santos y Petro no se acomoden a las circunstancias sino que hagan que las circunstancias se acomoden a las expectativas de la gente.

19 de junio de 2010

Democracia no es igual a República

Vicente Massot
18 – 10 – 06
Diario La Nación de Argentina
El último libro del autor es La excepcionalidad argentina
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Fundidas y confundidas como si fuesen hermanas gemelas, o poco menos, la República y la Democracia parecen destinadas –por de pronto en estas latitudes– a obrar a la manera de los sinónimos. En parte debido a la tentación, tan común entre nosotros, de generalizar al voleo términos y realidades que desconocemos, y, en parte, merced a ciertas razones de concesión política, la citada coyunda conceptual ha echado raíces en estas playas, al extremo de presentarse cual si fuese una verdad revelada.

Si todo no pasase de una disputa académica, el asunto carecería de importancia, más allá, claro, de los cenáculos dedicados al estudio de las ideas. Pero el asunto excede con creces el ámbito de la reflexión teorética. Entre otros motivos, porque, aun cuando no lo parezca, puede condicionar el derrotero institucional del país.

Sin necesidad de desandar la historia para prestarles atención a los orígenes del problema, la Democracia y la República ni son gemelas ni nacieron hermanadas ni arrastran en su trajinar características semejantes que permitan trazar, a su respecto, un denominador común. Las dos hicieron su aparición en el mundo antiguo –una, en Grecia, y la restante, en Roma– y desde entonces siguieron caminos coincidentes o divergentes según las circunstancias. La democracia ateniense no era republicana, de la misma manera que la república romana no era democrática.

Traer a comento estos datos no tiene por objeto ensayar una comparación imposible entre Pericles, Cicerón y nosotros, sino poner sobre el tapete un principio –el mayoritario– que el gran ateniense apuntó en su famoso discurso del año 431 antes de Cristo, al despedir a los primeros ciudadanos muertos en la Guerra del Peloponeso. Cuanto en esa oportunidad dijo el orador –que el gobierno democrático recibe su nombre en razón de que no depende de unos pocos, sino de la mayoría– sigue siendo, aún hoy, la condición necesaria de este régimen político. La democracia es, al mismo tiempo, una ideología de la igualdad y una técnica –no necesariamente neutral– para determinar la manera como se distribuye y ejerce el poder en correspondencia con los votos obtenidos por los partidos.

Tiene, pues, por base liminar, el número. De aquí que no haya faltado a la verdad Carl Schmitt al sostener: “El 51% de los votos en las elecciones da por resultado la mayoría parlamentaria; el 51% de los votos del Parlamento produce el derecho y la legalidad”. Es cierto que si la mitad más uno se obtuviera aherrojando los derechos y garantías de las demás facciones políticas y de la ciudadanía en general para competir electoralmente en igualdad de condiciones, no habría democracia, sino alguna variante devaluada que haría usurpación de título.

Por eso, nadie consideraría seriamente que las democracias populares de la Europa comunista o el PRI mexicano en sus épocas de dominio hegemónico o las denominadas democracias orgánicas de ciertos regímenes con reminiscencias fascistas fuesen sistemas en los que la legitimidad descansara sobre la voluntad de la mayoría trasparentada en elecciones libres de toda coacción. Salta a la vista que, en cualquiera de las experiencias mencionadas, ni el principio mayoritario era tomado en cuenta ni existía una oposición digna de ese nombre que tuviera la posibilidad de transformarse en alternativa de poder.

Pero ¿cómo calificar, en cambio, a aquellos regímenes en los que una mayoría electoral legítima gobierna con absoluta prescindencia de los pareceres de la minoría y enarbola su derecho a hacerlo en consonancia con el siguiente razonamiento? En una democracia indirecta –no las hay de otro tipo en el mundo moderno–, la voluntad de la mayoría parlamentaria libremente elegida se identifica con la voluntad popular y, por lo tanto, lo que sostenga y decida es legal. Si su acción quedara circunscripta a la esfera de los asuntos políticos –sin asomarse a esa otra esfera donde señorean los derechos fundamentales a la vida, la libertad de conciencia, la propiedad y la libertad de expresión– no habría razones para negarle credenciales democráticas. Ello permitiría, por ejemplo, en países de tradición presidencialista, que el Poder Ejecutivo dominase a voluntad al Legislativo y, por intermedio de la facultad que posee este de nombrar y remover a los jueces, controlara también la judicatura. Sin contar con que tendría la potestad de reformar la Constitución si lo creyese necesario y de elegir una Corte Suprema adicta. Con lo cual controlaría, en la práctica –cualesquiera que fueren sus protestas en contrario–, los tres poderes. Son los casos, salvando las inocultables distancias que existen entre ellos, de Hugo Chávez y Néstor Kirchner.

Cuando los opositores del venezolano cargan en su contra lanza en ristre, lo califican de antidemocrático, acusación que es falsa. Cuando aquí algunos se la toman con Kirchner y le revolean por la cabeza el mismo argumento, creyendo con eso perjudicarlo, en realidad yerran el blanco. Lo que a Chávez y Kirchner les tiene sin cuidado –y a buena parte de los gobernantes latinoamericanos de nuestro tiempo– son los principios republicanos. Dicho sin vueltas: son brutalmente democráticos y, a la vez, poco o nada republicanos.

Porque, cuanto más nos choca de los regímenes democráticos no republicanos la ausencia de ese acuerdo entre dos tradiciones que en Occidente no sólo ha sabido construir el espacio público de la ciudadanía respetando a mayorías y minorías, sino resolver el problema –vaya si agudo– de cómo gestionar las discrepancias en un ámbito de pluralidad e inclusión. Es evidente que, ante la ausencia de unanimidad en cuanto hace al manejo de los asuntos públicos de una sociedad cualquiera, debe gobernar el más votado. Pero si todo se agotara en este dato, quedaría satisfecha la democracia e insatisfechos el Estado de Derecho y la República.

Lo antes expuesto lleva a conclusiones que no riman con lo que es costumbre escuchar en las discusiones de carácter político. La idea de que la democracia –dicha así, a secas, sin ningún calificativo ulterior– es santa, inmaculada e inmarcesible en cuanto a sus valores resulta una falsedad manifiesta, como también lo es suponer que siempre resulta una forma legítima de participación en el gobierno de la ciudad, capaz de construir una ciudadanía moldeada por los hábitos de obediencia y respeto a la ley.

La cuestión no se prestaría a tantos y tan dolorosos malentendidos si no diéramos por sentada la sinonimia conceptual a la que hicimos referencia al principio de este artículo. En realidad, la consonancia de dos tradiciones diferentes –la democrática y la republicana– sólo se ha dado de una manera acabada –y ello luego de siglos de desencuentros– en los Estados Unidos, y en Europa después de la Segunda Guerra. Inversamente, esas tradiciones todavía se miran con ceño o lisa y llanamente se ignoran en buena parte del mundo.

El error de creer a pie juntillas que la democracia supone necesariamente el respeto a las minorías, la división de poderes, la periodicidad de los cargos y la renovación permanente de los funcionarios que los ejercen, importa una confusión peligrosa. La democracia puede ser republicana y atenerse a los preceptos del Estado de Derecho, aunque no siempre lo hace porque no está obligada a ello. Pero también puede hacer valer el peso del número, y el número –ya lo sabemos– es indistintamente liberal, conservador, radical, peronista, fascista o comunista.

CGT traiciona la clase laboral

Los historiadores del sindicalismo en Colombia van a encontrar serios problemas de logística cuando intenten explicarse los postulados laborales de una central de trabajadores tan importante en el 2010 como la CGT, y la militancia política de su principal dirigente Julio Roberto Gómez Esguerra, quien, en sólo 10 años ha saltado de la centro-derecha (democracia Cristiana) a la izquierda (Polo democrático) para terminar acomodándose en la ultraderecha de Santos.
Tengo ante mí un folleto: -28 cápsulas para generar empleo- editado por la CGT, que constituye una catilinaria contra la política laboral del gobierno de Uribe. Y es lo que los historiadores seguramente se preguntaran, ya quizás sin que nadie pueda brindarles una respuesta, cómo es que el Secretario General de dicha confederación, quien personalmente suscribe dicho documento, termina adhiriendo al continuismo de Santos.
Entre los muchos comensales que van llegando en procesión a trinchar al barril de los puercos sobresale este dirigente sindical. Reúne todos los asquerosos requisitos que identifican a los garantes de la “unidad nacional” propuesta por Santos. Este Julio Roberto nos ha salido más trásfuga que su predecesor en estas artimañas sindicales, Angelino Garzón, y por el cual acaba de ser arrastrado a la U.
¿Cómo es que este hombre termina adhiriendo a la U. de Santos? Sólo se explica por el oportunismo y por su desfachatez cuando dice que para ahorrarle al comité de ética del Polo su expulsión, él mismo renuncia.
El primer ministro obrero que tuvo Colombia, Antonio Díaz, en uno de los últimos reportajes que concedió al periódico Concertación de Fetraboc, al preguntarle sobre Tulio Cuevas, ese ícono del sindicalismo colombiano a mediados del siglo pasado, decía que según el presidente Lleras Restrepo, lo mismo cobraba por armar una huelga que por desmontarla.
Parece que Julio Roberto el de la CGT anda en las mismas, dando unos saltos mortales en el trapecio de la política nacional, igual que Angelino; igual que Lucho… Lamentablemente igual que los más importantes dirigentes sindicales de este país que terminan medrando al calor de todos los gobiernos a costa de los intereses de los trabajadores.
Todo lo que uno le puede desear a este nuevo puerco que llega al barril de la U. es que ojalá se harte pronto y salga de la vida sindical del país, que con tal de que se vaya, aunque le vaya bien…

9 de junio de 2010

¿Quién le pone el cascabel al gato?

Muchas personas, a no dudarlo, convendrán conmigo en que, el mundo en que vivimos hace cualquier cantidad de millones de años, ha atravesado por diversas etapas surgidas de fenómenos naturales que resultan ser como los estornudos humanos.
Nada –creo- está molestando tanto al mundo en toda su historia como el actual modelo económico neoliberal, insostenible por la sencilla razón de que la economía es apenas un subsistema de la biosfera finita de la que depende su existencia.
Por desgracia, el mundo entero ha dado en creer que el crecimiento económico puede sostenerse a perpetuidad, sin parar mientes en las continuas burbujas que revientan en Estados Unidos, en Europa y en Latinoamérica, haciendo pedazos el modelo que vuelve a levantarse a costa de grandes sacrificios sociales, algo a lo que tampoco podrá apelarse indefinidamente.
El Asunto ya no es de principios ideológicos, si eso es lo que nos mantiene agarrados de las mechas, sino de supervivencia. Cuando estamos a punto de rodar al abismo, –todos- creyentes y ateos, creo que podríamos ponernos de acuerdo en exclamar ¡Virgen Santísima!, si eso es lo que nos salva.
Ahora estamos ante una aparente paradoja: buscar hacer posible lo menos imposible. Es imposible, pensarán algunos, retrotraer a su punto de partida las reformas neoliberales. Tendríamos que cambiar la voluntad política de los gobiernos que bajo el esquema neoliberal gobiernan hoy al mundo; o seguir en la ruta de un modelo económico que mientras más avanza más antieconómico se vuelve en términos sociales y de medio ambiente, esto último que ya no va a golpear a los más débiles de la tribu sino a la tribu entera.
Y entonces, la tesis, la antítesis y la síntesis, podrían ser:
1).- Tesis: La teoría del crecimiento económico perpetuo es social y biofísicamente imposible.
2).- Antítesis: Hay que cambiar el modelo económico por otro que sea sostenible en términos sociales y ambientales. Pero entrañaría un cambio tan radical que, políticamente, parece imposible.
3).- Síntesis: Entre una imposibilidad de orden biofísico y una imposibilidad de orden político, pues, es evidente que resulta más viable cambiar la política que cambiar el mundo.
¿Quién le pone el cascabel al gato?

7 de junio de 2010

El estado y el crimen

Antonio Alvarez-Solis
Periodista

Comienza su reflexión Alvarez-Solís poniendo en tela de juicio la definición de la palabra «crimen» si su acepción viene determinada por lo que establece un Estado deslegitimado por la situación social actual. Un Estado que no duda en calificar de «viciado y abusivo [...] donde la justicia es transeúnte y capciosa».


Lo más inconveniente del momento histórico que vivimos es la desmedulación de las palabras, su pérdida de identidad. ¿Verdaderamente qué quiere decir lo que se dice? Por ejemplo, a qué se refiere concretamente la voz «crimen». Según la lengua castellana certificada por la Real Academia, que la cela y la esclarece, «crimen» equivale a algo tan amplio como la comisión de un delito grave. Pero para definir el delito es preciso, ante todo, saber cómo ha de contrastarse con la justicia y con la forma en que el Estado -ese gran coto de caza en donde actúan las escopetas poderosas- concibe e interpreta esa justicia. Ahí empieza Cristo a padecer ¿Estamos viviendo un mundo justo? Es decir: ¿puede el Estado actual decir que administra con veracidad algo a lo que debamos llamar justicia? ¿Qué significan la Trilateral, el Club Bilderberg, la Ronda Doha, el poder judío internacional...?

La situación social desmiente que la justicia real sea ese conjunto de normas y métodos que maneja el Estado. El Estado siempre ha sido una herramienta de la clase dominante puesta en manos de sus minorías depredadoras. Pero en el momento actual esa depredación ha alcanzado su máximo límite de descaro, de impudicia. Es una depredación doble y ostensiblemente armada. Una impudicia que se corresponde con el grado de deterioro moral que corroe el sistema orgánico estatal. ¿A qué llaman realmente justicia los maquinistas del monstruo estatal, con vida propia e independiente?

Busque cada cual, en la historia de la filosofía del Derecho, el metro de iridio para definir la justicia. Para mi visión iusnaturalista, la justicia enraíza en la igualdad. Pero también debemos tener un concepto claro de la igualdad. Yo me quedo con la definición de Cesare Beccaria, el gran creador del Derecho penal moderno: dice el maestro Beccaria que la justicia tiene como base una voluntad de convivir con los prójimos de modo que todos tengamos dignidad de personas, de forma tal que podamos construir con ella la ciudad de los pares. Dignidad.

A propósito de esto último, el profesor Recasens Siches cita a Antonio Genovesi, humanista también italiano del siglo XVIII «que pone como fundamento de la justicia -la principal administración del Estado- la igualdad de los hombres en cuanto tales» y añade el Dr. Recasens una frase textual del gran Genovesi: «En todo país donde se cree que los hombres no son de una misma especie sino que unos son hombres-dioses, otros hombres-bestias y, otros, semihombres, no puede reinar sino la injusticia».

Bien, ya hemos llegado a Pénjamo. Ya se ven las negras cúpulas de su Estado viciado y abusivo. Un Estado donde la justicia es transeúnte y capciosa, donde la igualdad es una otorgación unilateral de los que conceden a los que mendigan, donde la libertad está encorsetada en leyes en las que el interés de los pocos o el capricho forman su sistema cardiovascular. ¿Es eso a lo que llaman los hierofantes Estado de Derecho? Tengamos valor para el lenguaje, sobre todo ante quienes dicen batirse desde el blocao sindical por los trabajadores a los que no sabemos si consideran hombres-bestias o semihombres.

Espero que algún día los dirigentes de Comisiones Obreras o de la UGT hayan de explicar el sistema de señales que unía sus corazones con la cúpula del poder irrestricto. Dirigentes hechos con los recortes del latón con que protegen su Estado los que dicen tener la ley dictada en el Sinaí.

Creo, sin embargo, que estamos perdiendo el tiempo ocupándonos de quienes dicen dirigir el Estado en vez de ocuparnos del Estado mismo. Mientas exista ese Estado, tres veces secular, el crimen, y con ello volvemos al principio de esta modesta meditación, seguirá creciendo como «un delito grave». Hablamos del crimen social, que es mucho más grave y sangriento que el crimen al menudeo definido de mil maneras distintas en los códigos penales.

La identificación de este tipo de crimen es el crimen universal: la explotación del hambriento hasta su muerte física, la deslegitimación de los pueblos hasta dejarlos inermes moralmente, la extensión del negocio de la guerra como una donación de seguridad, la conversión del trabajo en una mercancía absolutamente desprovista de su dimensión humana, la globalización cultural como esterilización de las conciencias generadas en la sucesión del tiempo y en la identidad del lugar, la eliminación de las referencias para sumirlas en una única y dogmática exigencia, la imposición del negocio sobre las necesidades, la lógica construida tras el fin que se desea alcanzar, las iglesias que eliminan con los catecismos el sentimiento religioso como un «religare» del alma con el mundo... Todo eso es un «delito grave». Todo eso es crimen. Todo eso es Estado, fuerza bruta, acción armada, justicia prevaricadora, economía de asalto.

¿Pero quién puede restaurar la política para que constituya una conjunción realmente democrática; una República en todos sus precedentes históricos frente a la autocracia, la monarquía, la dictadura, el fascismo moral y material? No pueden culminar esa aventura las naciones que se han travestido de Estados. Esas naciones han destruido su creadora horizontalidad social para alzar una exánime pirámide que se exige a sí misma para sostenerse. Lo que sustituya al Estado ha de estar formado por confederaciones de intereses que rijan la nación libre y la etnicidad que sirva de molde a los acuerdos multigenerados en encuentros de base y en activas participaciones. Hacer lo que realmente se desea solamente es posible si se sabe en profundidad lo que se desea. En el contacto de todas las instituciones que han brotado del quehacer y el deseo cotidiano de una comunidad surge la perfección de lo que se hace.

Pero esas instituciones seculares y naturales han sido agostadas por el Estado y sus órganos rígidos y soberanos. Los parlamentos ya no valen, la justicia se tambalea, el poder ejecutivo está intervenido por quienes viven al margen de las urnas y tienen los recursos suficientes para encontrar quienes las rellenen. La división de los poderes ahora clásicos es una coartada para gobernar al margen de las auténticas ideas que viven acobardadas en la cueva de una intimidad pocas veces revelada. Hay que eliminar esos tres poderes -del que sólo uno es realmente válido por su capacidad de creación normativa, aunque sea sirviéndose del parlamento y la administración de justicia- y retornarlos al control auténticamente popular.

La ejecutividad del poder ha de trocearse de forma que la ciudadanía pueda personificarlo de modo directo y trabarla en acuerdos con auténtico contenido de conciencia. Dirán que se pierde efectividad con esa multiplicación de instituciones y formas sociales, pero pregunto ¿de qué efectividad hablan los que piensan en esa extraña eficacia que nos ha llenado de automovilistas y nos ha privado de peatones? Necesitamos refundar la libertad de opinión pública, pero necesitamos con mayor urgencia crear esa opinión pública que ahora se ha convertido en mostrenca. ¿Quiénes pueden encargarse de construir el arca para superar el diluvio que nos lleva? Evidentemente naciones y pueblos que no estén agusanados por el Estado; es irritante decirlo, pero se trata paradójicamente en muchos casos de pueblos que están bajo el pie de la ley por cometer todos los días el «crimen» de la libertad. Naciones sin Estado capaces de construir la república del Ática o el pueblo de las colinas de Roma. No se trata de retroceder en la historia sino de liberarla de sus plagas. Hacen falta pueblos en la calle. Pueblos para entender a los pueblos, gentes, ciudadanos capaces de recuperar el pulso libre, que siempre es un pulso peligroso. Pero...

6 de junio de 2010

El Neoinstitucionalismo

Y el proyecto económico de Antanas Mockus
Juan Federico Moreno

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Con la aguda crisis de desempleo, pobreza y desigualdad a la que nos ha conducido la implementación del modelo económico del neoliberalismo en Colombia, pocos dirigentes políticos y económicos se atreverían hoy a defender, abiertamente y sin algunos atenuantes, los principios de este espécimen desacreditado del fundamentalismo de mercados. Ahora lo hacen con subterfugios. Con “nuevos” términos acuñados por el uribismo: confianza inversionista, cohesión social y seguridad democrática. Los tres huevos que los candidatos Mockus y Santos se comprometen a defender a ultranza.

Podemos leer en la gran prensa, casi a diario, las conversiones y los nuevos acomodamientos de algunos paladines de la apertura económica en Colombia, como Rudolf Hommes y Guillermo Perry –ambos ex ministros de Hacienda en épocas de revolcones- e incluso, los inevitables nuevos dogmas neoliberales, aunque “legalistas”, de un ex director del Banco de la República, para la misma época (Salomón Kalmanovitz).

Si bien las adhesiones al neoliberalismo aperturista no han variado, en esencia, por parte de los dos candidatos que quedaron en la competencia por la presidencia, Juan Manuel Santos y Antanas Mockus, no usan, en público, la palabra neoliberalismo. Pero eso sí, tienen una convicción firme en las supuestas ventajas de la libertad absoluta de los mercados. El costo político de una adhesión abierta al neoliberalismo o a la apertura económica, ante un electorado golpeado por la falta de empleo, la carestía de la vida, los bajos salarios, la pobreza y desigualdad consecuentes, tendría efectos adversos para sus pretensiones gubernativas.

En lugar de un reconocimiento directo de adhesión a la ortodoxia, estos candidatos prefieren explicar sus programas de gobierno en términos diferentes y, sobre todo, que despierten menos rechazo que los del crudo decálogo del Consenso de Washington y las interesadas recomendaciones del Fondo Monetario Internacional.

Juan Manuel Santos, apela al término propagandístico del “buen gobierno”, en alusión a la célebre denominación que uno de los Padres fundadores de los Estados Unidos, Madison, dio a su ideal de gobierno. Un gobierno capaz, entre otras cosas, de impedir la “tiranía mayoritaria”– es decir, el peso excesivo de la mayoría electoral en las decisiones de gobierno- en un marco de república liberal-aristocrática, que hizo todo –como dice Atilio Borón– para impedir la intervención de “la plebe”, en los manejos de los asuntos del Estado.

Entre tanto, la idea aparentemente “renovadora”, que presenta Antanas Mockus, nos remite a los lineamientos que el Banco Mundial dio, desde mediados de los años 90, para consolidar y profundizar la apertura neoliberal de la economía, en base no ya en las medidas estrictamente económicas (privatización de empresas públicas, liberalización comercial y de mercados financieros, reducción del gasto público, entre otras) sino, en especial, consolidando una reforma en las instituciones jurídico-legales.

El fortalecimiento del sistema judicial, el aumento de sus niveles de autonomía y de independencia frente a las decisiones de los poderes representativos del Estado (legislativo y ejecutivo) y el establecimiento de las altas cortes como poder supremo del Estado. De aquí que, ante cualquier pregunta que ataña a sus futuras decisiones de gobierno, Mockus se limite a declarar: “Lo que decida la Corte Constitucional”. Vale decir que, en su sistema de gobierno, el presidente electo presidirá, pero no gobernará. Las Cortes –no electas- lo harán por él, así sus decisiones no coincidan con los designios de la voluntad general y mayoritaria del pueblo.

La corriente de pensamiento económico que da soporte y en la cual se fundamenta el Banco Mundial, y también el BID, para introducir e impulsar la reforma neoliberal es llamada “Neoinstitucionalismo” y su representante más reconocido es Douglas North, premio Nobel de economía de 1993.

¿Qué es el neoinstitucionalismo?

El sentido histórico que ha adquirido el institucionalismo, desde sus orígenes en los Estados Unidos, se asocia a la necesidad de imponer frenos a las olas de democratización y de ascensos populares, cuando éstos eran juzgados como “excesivos” por los sectores dirigentes del Estado.

El diseño constitucional norteamericano, había previsto la puesta en plaza de un poder judicial federal que fuese independiente, por su origen y por el carácter vitalicio de los altos magistrados, de los designios de la voluntad popular. Mientras que los otros poderes, surgidos de elecciones populares periódicas –como el legislativo y el ejecutivo- podían cambiar sus orientaciones, siempre permanecerían las instituciones de la justicia –supuestamente independiente- que pudieran impedir cambios significativos en la organización liberal del Estado.

Desde finales del siglo XIX, al mismo tiempo que se consolidaban procesos de democratización en las sociedades desarrolladas, como la extensión del sufragio universal masculino, la adquisición de derechos de asociación y expresión, se afirmaban también las tendencias de pensamiento económico, que ubican a las instituciones liberales, diseñadas en la constitución estadounidense, como el modelo óptimo de desarrollo económico, político y social.

El llamado institucionalismo norteamericano –desde fines del siglo XIX- coloca al poder judicial del Estado, como el garante supremo y como la salvaguarda fundamental de los principios liberales (derecho de propiedad y estabilidad en el cumplimiento de los contratos entre particulares).

Desde esa época agitada, algunos economistas pusieron en relieve el papel fundamental de las instituciones y las leyes en el mantenimiento de orden liberal y el funcionamiento eficiente del mercado. Commons formuló el principio, desde la economía, que la escasez económica conduce a la competencia entre diversos intereses por capturar los recursos disponibles. La presencia de sólidas instituciones estatales y de reglas de negociación evitaría, o por lo menos podría contrapesar, los desbordamientos de la democratización o la excesiva energía de los reclamos populares, por una eventual distribución, al tiempo que se reducirían los costos de transacción, implícitos en todo conflicto de intereses que no estuviera previsto por el aparataje legal–institucional.

El llamado neoinstitucionalismo, que se derivará de estas posturas, y en la actualidad, muy particularmente, de los trabajos de Douglass North. Este autor se interesa en el afianzamiento de los derechos de propiedad y en asegurar el cumplimiento de los contratos entre los agentes económicos, como pueden ser los inversionistas extranjeros y los gobiernos de las naciones que hayan recibido esas inversiones.

Estableciendo un nuevo tipo de determinismo judicial, North podría jactarse de haber formado un modelo en donde Carlos Marx está puesto “patas-arriba”, pues según el neoinstitucionalismo, la configuración del sistema institucional y jurídico-legal, no está condicionado –en última instancia– por el desarrollo y características de las relaciones socio-económicas, sino, por el contrario, son las normas e instituciones legales, las que determinan –de una manera bastante mecánica- el crecimiento y desarrollo económico de los países. Vale decir, si queremos alcanzar niveles de desarrollo semejantes al de los Estados Unidos, no tenemos más que copiar sus instituciones y normas legales.

Según este enfoque, si la reforma aperturista neoliberal falló, si creó, por ejemplo, en Colombia condiciones de desigualdad, pobreza y desempleo, mayores que antes de su implementación, esto no se debió a que fuese un modelo del capitalismo financiero, por el capitalismo financiero y para el capitalismo financiero, sino porque nuestras instituciones jurídico-legales, son “débiles”. Se hace necesario, entonces, fortalecerlas, aumentar su independencia, dotarlas de más autoridad que las instancias elegidas por el pueblo.

Para el neoliberalismo neoinstitucionalista, en este momento, se trata de bajar “los costos de transacción”. Entre estos costos de transacción, se incluyen: las regalías que las empresas transnacionales deben pagar al Estado o a sus regiones para la explotación y usufructo de sus recursos naturales, los costos de los estudios de impacto ambiental y social, que algunas legislaciones incorporaron como obligatorios, los altos salarios, cargas sociales y cargas fiscales sobre las grandes empresas.

¿Cómo se logra este nuevo ajuste estructural de la economía? Pues fortaleciendo las instituciones judiciales, haciendo cumplir las normas, incorporando a las altas cortes como poder supremo del Estado. Para decirlo en palabras de Antanas Mockus: “Colombia debe entrar en la Legalidad”, “Se deben bajar los costos de transacción”, “el Estado debe estar presente en cada región, en lo posible en cada municipio, no sólo con el ejército, como sucede ahora, sino que al lado de cada unidad del ejército debe haber una unidad de la fiscalía y un juez”.

Ese es el cambio educativo-dirigista que le propone Mockus a Colombia: la “interiorización” de las leyes que favorezcan el neoliberalismo, y la inclusión, al lado de las instituciones del garrote, de las otras instituciones, menos violentas, por cierto –pero no menos autoritarias– de la Ley, de la zanahoria.

La opción verde, es la opción más avanzada y legal del neoliberalismo en Colombia

Varios son los obstáculos que la democracia, el socialismo y las instituciones republicanas en Colombia -a las que se tilda sistemáticamente y sin discriminación de “corruptas”- oponen a esta profundización del neoliberalismo institucionalizado. Como atravesamos una nueva etapa de “democratización”, los gobiernos, en los sistemas representativos, cambian. Como cambian también las inclinaciones del electorado, y ante las crisis recurrentes que produce el neoliberalismo – financieras, de recesión, de desempleo, de desigualdad – se abren fuertes posibilidades de ascenso de gobiernos populares y democráticos, es decir del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.

La reforma neoinstitucional, defendida punto por punto por el programa verde, debería impedir, imponiendo límites severos, este desbordamiento democrático de la voluntad popular. ¿Cómo hacerlo? Imponiendo el imperio de la Ley como limitante de las eventuales tiranías mayoritarias. Claro que pasaríamos al extremo contrario, a establecer lo que Salomón Kalmanovitz, llama una “tiranía de los magistrados”.

Evidentemente –para el enfoque neoliberal y neoinstitucionalista– en épocas de crisis, no son los órganos representativos del Estado (Congreso o Presidencia de la República) los que pueden asegurar la estabilidad y la seguridad en el cumplimiento de ese tipo de contratos, destinados a favorecer la inversión extranjera en el país, sino el mecánico accionar del aparato jurídico–legal, supuestamente libre él, de “puja de intereses”, de “corrupción” y de nefastas influencias “populistas”.

En esta perspectiva neoliberal, de avanzada, refinada, sin duda, pero también engañosa y cubierta de un cierto halo místico, de una ética metafísica, de un autoritarismo difuso, se inscribe el programa de gobierno del doctor Mockus.

¿Mejoraría las actuales condiciones de vida de los colombianos? ¿Atenuaría la alarmante inequidad social, siempre en provecho de los sectores financieros y oligárquicos del país y en desmedro de las amplias mayorías nacionales? ¿Crearía más empleo y desarrollo económico endógeno, local? ¿Facilitaría una mejor y más equitativa distribución de las tierras productivas entre la población campesina? ¿Aumentarían los salarios reales de los trabajadores, su cobertura de salud, jubilación, servicios sociales?

A todas a estas preguntas, Antanas Mockus, ha dado respuestas, en sus diversas intervenciones, generalmente negativas. Por supuesto, sus adherentes, tienen todo el derecho a descreer de las propias declaraciones públicas del candidato. Adjudicarlas a un momento de confusión, de impericia, de oportunismo o a una supuesta “genialidad ultramundana” fuera del alcance cognitivo del común de los mortales.

Cubriéndose de esperanza, a la que muchos pintan de verde, sus adherentes quieren soñar con una Colombia mejor, uniéndose detrás de su programa y pensando que, tal vez, si se “legalizan” los actuales procesos, aunque tibiamente, se alcanzarán a la larga, mejores condiciones de vida. Nada es menos seguro que esta esperanza institucionalista. El infierno –según nos cuenta el Dante–, también está sometido a leyes.

No obstante, el desarrollo de la segunda vuelta y el muy seguro triunfo del candidato del gobierno, los verdes aspiran a recoger el rechazo a las políticas uribistas de los votantes de otros proyectos políticos y de los abstencionistas, y así canalizar a través de lo que han llamado una alianza ciudadana una adhesión a sus postulados. La experiencia histórica y política de un pueblo, no se puede remplazar por el análisis que los sectores sociales, algunos intelectuales, socialistas, demócratas, nacionalistas de izquierda, podamos hacer a su propósito. Pero también nuestro deber, como tales, nos lleva a tratar de dilucidar los contenidos y las intenciones de uno de los programas que están en la recta final por la Presidencia de la República. Nos parece un programa neoliberal, tanto como el de Santos. Una propuesta de gobierno que profundiza las condiciones de un modelo económico, basado casi exclusivamente en la atracción de la inversión extranjera y que, en vista de reducir los costos de transacción para las empresas, arriesga recrudecer, aún más, las condiciones de pobreza y desigualdad existentes en el país.

A pesar de ser partícipe de esta marea de oposición a la candidatura de Juan Manuel Santos y de haber liderado la oposición y la denuncia a los desmanes del uribismo durante estos duros años de desgobierno, el Polo Democrático Alternativo no puede aunar sus votos a otro programa neoliberal, neoinstitucionalista, sin renunciar a su propósito de dotar de un sentido social a las políticas económicas de la nación colombiana. Nuestra intención no es la de destruir una esperanza, sino la de construir la fe y esperanza de nuestro pueblo sobre una base social, de mayor equidad y, sobre todo, verdadera.