7 de junio de 2010

El estado y el crimen

Antonio Alvarez-Solis
Periodista

Comienza su reflexión Alvarez-Solís poniendo en tela de juicio la definición de la palabra «crimen» si su acepción viene determinada por lo que establece un Estado deslegitimado por la situación social actual. Un Estado que no duda en calificar de «viciado y abusivo [...] donde la justicia es transeúnte y capciosa».


Lo más inconveniente del momento histórico que vivimos es la desmedulación de las palabras, su pérdida de identidad. ¿Verdaderamente qué quiere decir lo que se dice? Por ejemplo, a qué se refiere concretamente la voz «crimen». Según la lengua castellana certificada por la Real Academia, que la cela y la esclarece, «crimen» equivale a algo tan amplio como la comisión de un delito grave. Pero para definir el delito es preciso, ante todo, saber cómo ha de contrastarse con la justicia y con la forma en que el Estado -ese gran coto de caza en donde actúan las escopetas poderosas- concibe e interpreta esa justicia. Ahí empieza Cristo a padecer ¿Estamos viviendo un mundo justo? Es decir: ¿puede el Estado actual decir que administra con veracidad algo a lo que debamos llamar justicia? ¿Qué significan la Trilateral, el Club Bilderberg, la Ronda Doha, el poder judío internacional...?

La situación social desmiente que la justicia real sea ese conjunto de normas y métodos que maneja el Estado. El Estado siempre ha sido una herramienta de la clase dominante puesta en manos de sus minorías depredadoras. Pero en el momento actual esa depredación ha alcanzado su máximo límite de descaro, de impudicia. Es una depredación doble y ostensiblemente armada. Una impudicia que se corresponde con el grado de deterioro moral que corroe el sistema orgánico estatal. ¿A qué llaman realmente justicia los maquinistas del monstruo estatal, con vida propia e independiente?

Busque cada cual, en la historia de la filosofía del Derecho, el metro de iridio para definir la justicia. Para mi visión iusnaturalista, la justicia enraíza en la igualdad. Pero también debemos tener un concepto claro de la igualdad. Yo me quedo con la definición de Cesare Beccaria, el gran creador del Derecho penal moderno: dice el maestro Beccaria que la justicia tiene como base una voluntad de convivir con los prójimos de modo que todos tengamos dignidad de personas, de forma tal que podamos construir con ella la ciudad de los pares. Dignidad.

A propósito de esto último, el profesor Recasens Siches cita a Antonio Genovesi, humanista también italiano del siglo XVIII «que pone como fundamento de la justicia -la principal administración del Estado- la igualdad de los hombres en cuanto tales» y añade el Dr. Recasens una frase textual del gran Genovesi: «En todo país donde se cree que los hombres no son de una misma especie sino que unos son hombres-dioses, otros hombres-bestias y, otros, semihombres, no puede reinar sino la injusticia».

Bien, ya hemos llegado a Pénjamo. Ya se ven las negras cúpulas de su Estado viciado y abusivo. Un Estado donde la justicia es transeúnte y capciosa, donde la igualdad es una otorgación unilateral de los que conceden a los que mendigan, donde la libertad está encorsetada en leyes en las que el interés de los pocos o el capricho forman su sistema cardiovascular. ¿Es eso a lo que llaman los hierofantes Estado de Derecho? Tengamos valor para el lenguaje, sobre todo ante quienes dicen batirse desde el blocao sindical por los trabajadores a los que no sabemos si consideran hombres-bestias o semihombres.

Espero que algún día los dirigentes de Comisiones Obreras o de la UGT hayan de explicar el sistema de señales que unía sus corazones con la cúpula del poder irrestricto. Dirigentes hechos con los recortes del latón con que protegen su Estado los que dicen tener la ley dictada en el Sinaí.

Creo, sin embargo, que estamos perdiendo el tiempo ocupándonos de quienes dicen dirigir el Estado en vez de ocuparnos del Estado mismo. Mientas exista ese Estado, tres veces secular, el crimen, y con ello volvemos al principio de esta modesta meditación, seguirá creciendo como «un delito grave». Hablamos del crimen social, que es mucho más grave y sangriento que el crimen al menudeo definido de mil maneras distintas en los códigos penales.

La identificación de este tipo de crimen es el crimen universal: la explotación del hambriento hasta su muerte física, la deslegitimación de los pueblos hasta dejarlos inermes moralmente, la extensión del negocio de la guerra como una donación de seguridad, la conversión del trabajo en una mercancía absolutamente desprovista de su dimensión humana, la globalización cultural como esterilización de las conciencias generadas en la sucesión del tiempo y en la identidad del lugar, la eliminación de las referencias para sumirlas en una única y dogmática exigencia, la imposición del negocio sobre las necesidades, la lógica construida tras el fin que se desea alcanzar, las iglesias que eliminan con los catecismos el sentimiento religioso como un «religare» del alma con el mundo... Todo eso es un «delito grave». Todo eso es crimen. Todo eso es Estado, fuerza bruta, acción armada, justicia prevaricadora, economía de asalto.

¿Pero quién puede restaurar la política para que constituya una conjunción realmente democrática; una República en todos sus precedentes históricos frente a la autocracia, la monarquía, la dictadura, el fascismo moral y material? No pueden culminar esa aventura las naciones que se han travestido de Estados. Esas naciones han destruido su creadora horizontalidad social para alzar una exánime pirámide que se exige a sí misma para sostenerse. Lo que sustituya al Estado ha de estar formado por confederaciones de intereses que rijan la nación libre y la etnicidad que sirva de molde a los acuerdos multigenerados en encuentros de base y en activas participaciones. Hacer lo que realmente se desea solamente es posible si se sabe en profundidad lo que se desea. En el contacto de todas las instituciones que han brotado del quehacer y el deseo cotidiano de una comunidad surge la perfección de lo que se hace.

Pero esas instituciones seculares y naturales han sido agostadas por el Estado y sus órganos rígidos y soberanos. Los parlamentos ya no valen, la justicia se tambalea, el poder ejecutivo está intervenido por quienes viven al margen de las urnas y tienen los recursos suficientes para encontrar quienes las rellenen. La división de los poderes ahora clásicos es una coartada para gobernar al margen de las auténticas ideas que viven acobardadas en la cueva de una intimidad pocas veces revelada. Hay que eliminar esos tres poderes -del que sólo uno es realmente válido por su capacidad de creación normativa, aunque sea sirviéndose del parlamento y la administración de justicia- y retornarlos al control auténticamente popular.

La ejecutividad del poder ha de trocearse de forma que la ciudadanía pueda personificarlo de modo directo y trabarla en acuerdos con auténtico contenido de conciencia. Dirán que se pierde efectividad con esa multiplicación de instituciones y formas sociales, pero pregunto ¿de qué efectividad hablan los que piensan en esa extraña eficacia que nos ha llenado de automovilistas y nos ha privado de peatones? Necesitamos refundar la libertad de opinión pública, pero necesitamos con mayor urgencia crear esa opinión pública que ahora se ha convertido en mostrenca. ¿Quiénes pueden encargarse de construir el arca para superar el diluvio que nos lleva? Evidentemente naciones y pueblos que no estén agusanados por el Estado; es irritante decirlo, pero se trata paradójicamente en muchos casos de pueblos que están bajo el pie de la ley por cometer todos los días el «crimen» de la libertad. Naciones sin Estado capaces de construir la república del Ática o el pueblo de las colinas de Roma. No se trata de retroceder en la historia sino de liberarla de sus plagas. Hacen falta pueblos en la calle. Pueblos para entender a los pueblos, gentes, ciudadanos capaces de recuperar el pulso libre, que siempre es un pulso peligroso. Pero...

1 comentario:

Anónimo dijo...

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