19 de junio de 2010

Democracia no es igual a República

Vicente Massot
18 – 10 – 06
Diario La Nación de Argentina
El último libro del autor es La excepcionalidad argentina
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Fundidas y confundidas como si fuesen hermanas gemelas, o poco menos, la República y la Democracia parecen destinadas –por de pronto en estas latitudes– a obrar a la manera de los sinónimos. En parte debido a la tentación, tan común entre nosotros, de generalizar al voleo términos y realidades que desconocemos, y, en parte, merced a ciertas razones de concesión política, la citada coyunda conceptual ha echado raíces en estas playas, al extremo de presentarse cual si fuese una verdad revelada.

Si todo no pasase de una disputa académica, el asunto carecería de importancia, más allá, claro, de los cenáculos dedicados al estudio de las ideas. Pero el asunto excede con creces el ámbito de la reflexión teorética. Entre otros motivos, porque, aun cuando no lo parezca, puede condicionar el derrotero institucional del país.

Sin necesidad de desandar la historia para prestarles atención a los orígenes del problema, la Democracia y la República ni son gemelas ni nacieron hermanadas ni arrastran en su trajinar características semejantes que permitan trazar, a su respecto, un denominador común. Las dos hicieron su aparición en el mundo antiguo –una, en Grecia, y la restante, en Roma– y desde entonces siguieron caminos coincidentes o divergentes según las circunstancias. La democracia ateniense no era republicana, de la misma manera que la república romana no era democrática.

Traer a comento estos datos no tiene por objeto ensayar una comparación imposible entre Pericles, Cicerón y nosotros, sino poner sobre el tapete un principio –el mayoritario– que el gran ateniense apuntó en su famoso discurso del año 431 antes de Cristo, al despedir a los primeros ciudadanos muertos en la Guerra del Peloponeso. Cuanto en esa oportunidad dijo el orador –que el gobierno democrático recibe su nombre en razón de que no depende de unos pocos, sino de la mayoría– sigue siendo, aún hoy, la condición necesaria de este régimen político. La democracia es, al mismo tiempo, una ideología de la igualdad y una técnica –no necesariamente neutral– para determinar la manera como se distribuye y ejerce el poder en correspondencia con los votos obtenidos por los partidos.

Tiene, pues, por base liminar, el número. De aquí que no haya faltado a la verdad Carl Schmitt al sostener: “El 51% de los votos en las elecciones da por resultado la mayoría parlamentaria; el 51% de los votos del Parlamento produce el derecho y la legalidad”. Es cierto que si la mitad más uno se obtuviera aherrojando los derechos y garantías de las demás facciones políticas y de la ciudadanía en general para competir electoralmente en igualdad de condiciones, no habría democracia, sino alguna variante devaluada que haría usurpación de título.

Por eso, nadie consideraría seriamente que las democracias populares de la Europa comunista o el PRI mexicano en sus épocas de dominio hegemónico o las denominadas democracias orgánicas de ciertos regímenes con reminiscencias fascistas fuesen sistemas en los que la legitimidad descansara sobre la voluntad de la mayoría trasparentada en elecciones libres de toda coacción. Salta a la vista que, en cualquiera de las experiencias mencionadas, ni el principio mayoritario era tomado en cuenta ni existía una oposición digna de ese nombre que tuviera la posibilidad de transformarse en alternativa de poder.

Pero ¿cómo calificar, en cambio, a aquellos regímenes en los que una mayoría electoral legítima gobierna con absoluta prescindencia de los pareceres de la minoría y enarbola su derecho a hacerlo en consonancia con el siguiente razonamiento? En una democracia indirecta –no las hay de otro tipo en el mundo moderno–, la voluntad de la mayoría parlamentaria libremente elegida se identifica con la voluntad popular y, por lo tanto, lo que sostenga y decida es legal. Si su acción quedara circunscripta a la esfera de los asuntos políticos –sin asomarse a esa otra esfera donde señorean los derechos fundamentales a la vida, la libertad de conciencia, la propiedad y la libertad de expresión– no habría razones para negarle credenciales democráticas. Ello permitiría, por ejemplo, en países de tradición presidencialista, que el Poder Ejecutivo dominase a voluntad al Legislativo y, por intermedio de la facultad que posee este de nombrar y remover a los jueces, controlara también la judicatura. Sin contar con que tendría la potestad de reformar la Constitución si lo creyese necesario y de elegir una Corte Suprema adicta. Con lo cual controlaría, en la práctica –cualesquiera que fueren sus protestas en contrario–, los tres poderes. Son los casos, salvando las inocultables distancias que existen entre ellos, de Hugo Chávez y Néstor Kirchner.

Cuando los opositores del venezolano cargan en su contra lanza en ristre, lo califican de antidemocrático, acusación que es falsa. Cuando aquí algunos se la toman con Kirchner y le revolean por la cabeza el mismo argumento, creyendo con eso perjudicarlo, en realidad yerran el blanco. Lo que a Chávez y Kirchner les tiene sin cuidado –y a buena parte de los gobernantes latinoamericanos de nuestro tiempo– son los principios republicanos. Dicho sin vueltas: son brutalmente democráticos y, a la vez, poco o nada republicanos.

Porque, cuanto más nos choca de los regímenes democráticos no republicanos la ausencia de ese acuerdo entre dos tradiciones que en Occidente no sólo ha sabido construir el espacio público de la ciudadanía respetando a mayorías y minorías, sino resolver el problema –vaya si agudo– de cómo gestionar las discrepancias en un ámbito de pluralidad e inclusión. Es evidente que, ante la ausencia de unanimidad en cuanto hace al manejo de los asuntos públicos de una sociedad cualquiera, debe gobernar el más votado. Pero si todo se agotara en este dato, quedaría satisfecha la democracia e insatisfechos el Estado de Derecho y la República.

Lo antes expuesto lleva a conclusiones que no riman con lo que es costumbre escuchar en las discusiones de carácter político. La idea de que la democracia –dicha así, a secas, sin ningún calificativo ulterior– es santa, inmaculada e inmarcesible en cuanto a sus valores resulta una falsedad manifiesta, como también lo es suponer que siempre resulta una forma legítima de participación en el gobierno de la ciudad, capaz de construir una ciudadanía moldeada por los hábitos de obediencia y respeto a la ley.

La cuestión no se prestaría a tantos y tan dolorosos malentendidos si no diéramos por sentada la sinonimia conceptual a la que hicimos referencia al principio de este artículo. En realidad, la consonancia de dos tradiciones diferentes –la democrática y la republicana– sólo se ha dado de una manera acabada –y ello luego de siglos de desencuentros– en los Estados Unidos, y en Europa después de la Segunda Guerra. Inversamente, esas tradiciones todavía se miran con ceño o lisa y llanamente se ignoran en buena parte del mundo.

El error de creer a pie juntillas que la democracia supone necesariamente el respeto a las minorías, la división de poderes, la periodicidad de los cargos y la renovación permanente de los funcionarios que los ejercen, importa una confusión peligrosa. La democracia puede ser republicana y atenerse a los preceptos del Estado de Derecho, aunque no siempre lo hace porque no está obligada a ello. Pero también puede hacer valer el peso del número, y el número –ya lo sabemos– es indistintamente liberal, conservador, radical, peronista, fascista o comunista.

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